Madiba Mandela
Leandro Arellano
Hay seres cuyo crepúsculo simboliza, también, el fin de una era. La extensa vida de Mandela ha recorrido casi todo el atroz sigloXX. Ha sido testigo de una etapa cruenta, pródiga en aberraciones e infortunios, una de las más terribles de la historia. Un siglo que será recordado por las mayores tormentas ideológicas de la historia, como una era que sofisticó los instrumentos del sufrimiento y de la muerte.
Virtuoso como Catón y sabio como Marco Aurelio, Mandela ha vivido y actuado en oposición a esa corriente de destrucción y de ruina. En la etapa cuando mayor perfeccionamiento alcanzó todo tipo de armas letales, Mandela rehuyó la violencia y se atuvo a instrumentos más sencillos y poderosos: la buena voluntad, la benevolencia, la esperanza, la fe... En los días que corren, nadie en el mundo posee tanta autoridad moral como él.
A un hombre de su edad le es dado anunciar su muerte en más de una ocasión. Acaso con excepción de su última aparición junto a Zuma, el presidente de Sudáfrica, siempre que, en años recientes, lo captaron las cámaras fotográficas o de televisión al entrar o salir del hospital, se le ve sereno, tranquilo, en paz consigo mismo, como un hombre que ha vivido a plenitud y cumplido su misión terrenal.
Madiba, nombre de su clan y de señal de respeto, era como se conoce a Mandela en su país y en África entera. Con ese nombre lo coreó el estadio en la inauguración del Mundial de futbol de Sudáfrica. El Madiba no sólo es el padre de su nación, de la identidad sudafricana: es también un modelo y fuente de inspiración para los luchadores africanos que reivindican su esencia y legitimidad, lo mismo que para toda persona que pugna por la dignidad humana.
¿Puede haber mayor desvarío que considerar inferior a otro ser humano nada más que por el color de su piel, por pensar o creer diferente, o por pertenecer a tal o cualraza? Quién sabe cuánto sobreviva la humanidad, pero el tiempo que fuere, arrastrará con ella el estigma de los hornos crematorios y de la humillación racial o ideológica.
Madiba/Mahatma
Si, como lo destaca una de sus biografías, fue un judío el primer blanco que lo trató como a un ser humano, confió en él y le dio un empleo –lo cual nunca olvidó Mandela–, a Gandhi fue un musulmán quien lo envió con un empleo a Sudáfrica. Gandhi desembarcó en Sudáfrica en 1893; iba para permanecer un año pero se quedó durante veintiuno. Igual que otros miles de indios, el joven abogado había ido a probar fortuna a aquel rincón africano. No fue casual que padeciera allí los acosos de la discriminación. Las vivencias en ese país lo transformaron. Comenzó su lucha contra la humillación cuando recién arribó a Sudáfrica y lo echaron fuera de un tren exclusivo para blancos.
"El sufrimiento no aprovecha a todos ni es garantía automática de crecimiento, pero a Mandela lo agigantó" |
Almas paralelas, ni Gandhi ni Mandela destacaron en la escuela como alumnos brillantes, pero ambos se convirtieron en exitosos abogados, padecieron prisión, escribieron su autobiografía y otros textos, liberaron a sus países y su conducta alcanzó reconocimiento mundial. Igual que el Mahatma, elMadiba se hallaba por arriba de las ideologías. El ser humano, su integridad y su dignidad fueron la motivación de uno y otro.
Al iniciar su largo camino por la libertad, Mandela se había comprometido con la no violencia, a protestar pacíficamente. Hasta esa época, el Congreso Nacional Africano (CNA) se hallaba empeñado con la política de no violencia, a protestar pacíficamente en seguimiento de las enseñanzas de Gandhi, quien a principios del siglo había establecido esa práctica como arma de lucha entre los descendientes de la migración india que había arribado a Sudáfrica en 1860.
Sin embargo, en 1948 el Partido Nacional (el de los Afrikaners, descendientes de los holandeses asentados en Sudáfrica tres siglos antes) ganó las elecciones al partido de los ingleses y formalizó jurídica y minuciosamente lo que ya era una práctica: el apartheid, la segregación, la separación radical de las razas (blancos, negros, indios, mestizos).
Mandela comenzó su verdadera militancia política con ese motivo. Ejercitó su liderazgo presidiendo la Liga Juvenil del CNA, en la Campaña de desafío de 1952 y en el Congreso popular de 1955, que adoptó la popular Carta por la libertad, la plataforma política para una Sudáfrica sin racismo. Mandela fue arrestado por primera vez en 1956, acusado de traición.
El régimen racista continuó extremando las medidas segregacionistas, a lo que elCNA respondió con el establecimiento de acciones más radicales. “Es el opresor, no el oprimido, quien dicta los términos de combate”, escribió Mandela años más tarde. En 1961 fue elegido líder de la MK, el brazo armado del CNA, desde donde se organizaron campañas de sabotaje contra objetivos militares y gubernamentales, se allegaban fondos del exterior en apoyo de la lucha de liberación y se fraguaba una guerrilla en caso de que otras presiones contra el régimen racista no fructificaran. Su vida en la clandestinidad fue breve y complicada.
Los diplomáticos ingleses y estadunidenses, usualmente tan eficientes, desconocían a Mandela antes de su encarcelamiento. Fue arrestado en agosto de 1962, luego de casi año y medio en el clandestinaje, a partir de un aviso de la CIA. Acusado de sabotaje, fue condenado a cadena perpetua cuando contaba con cuarenta y seis años, una edad en la que los políticos tienden a olvidar su idealismo. Mandela se concentró en meditar en sus principios e ideales. Ya Plutarco advertía que no es en las acciones más ruidosas en las que se manifiestan la virtud o el vicio, sino más bien hay que atender a los indicios del ánimo...
El largo camino
En su autobiografía –El largo camino a la libertad– Mandela relata los rigores y los padecimientos de los años de cautiverio. Dedica varias páginas a un custodio, igual que a uno de los directores de la prisión, quienes fueron especialmente crueles con los prisioneros. Con todo, Mandela no revela en su narración ni amargura ni resentimiento.
Los años en reclusión fueron, igual, años de transformación. La parte más íntima y personal de su autobiografía la descubre en el capítulo “Los años oscuros en Robben Island.” Cosas de la vida, Robben Island se convirtió en escuela de formación moral, cultural, académica y física para los presos políticos del CNA, con Mandela a la cabeza. Él y sus amigos crearon en la prisión un ambiente intelectual que alcanzó incluso a los custodios. Walter Sisulu y Ahmed Kathrada en la cárcel, y Oliver Tambo desde el exilio, fueron su inquebrantable compañía.
Más allá de los muros de la prisión, la población sudafricana se agitaba y el mundo cobraba conciencia de la crueldad del sistema. La reputación de Mandela como el mayor líder negro de Sudáfrica crecía día con día, mientras que él sobrellevaba con paciencia y esperanza su cautiverio. Las contrariedades consumen a algunos hombres, pero fortalecen a otros. El sufrimiento no aprovecha a todos ni es garantía automática de crecimiento, pero a Mandela lo agigantó.
A este hombre que tuvo una infancia amorosa y feliz, que hasta su juventud llevó una vida sin demasiadas preocupaciones, como hijo dilecto de un jefe tribal, el encierro lo transformó. Fueron los años en reclusión los que le definieron el carácter por el que finalmente transitó a la historia en vida. Desde muy temprano se sufre, pero sólo en cierta edad aprovecha. Su fe y su determinación, desde dentro de los muros que lo enclaustraban, fueron derribando los cimientos del régimen de hierro que significaba el apartheid.
El primer día de febrero de 1990, F.W. de Klerk anunció la legalización del CNA y la liberación de Mandela, que diez días más tarde la televisión mundial transmitiría en vivo. Quienes lo mantuvieron preso pasarán a la historia seguramente como verdugos del Madiba. No obstante, ya en libertad, él los absolvió a todos, cultivando la amistad de la mayoría. ¿Hay mayor grandeza que pagar males con bienes? ¿Puede haber mayor victoria sobre el rencor, la amargura y la venganza?
El 10 de mayo de 1994 acabó la colonización de África, que había empezado en Ciudad del Cabo en 1652. Ese día Mandela asumió la presidencia sudafricana, en una ceremonia a la que asistieron cuatro mil invitados, entre ellos Hillary Clinton, Fidel Castro, Yasser Arafat, Chaim Herzog, Julyus Nyerere y muchas otras personalidades, además de tres custodios de Robben Island.
Mandela obtuvo el reconocimiento mundial para su lucha y la mayor gloria que ha alcanzado la historia de su país. Pero, sobre todo, hereda a la humanidad un magnífico ejemplo sobre una manera distinta de hacer las cosas, otro modo de ejercer el poder. Como consecuencia de la lectura y representación del drama de Sófocles, Mandela escribió que Antígona simbolizaba su propia lucha, pues la heroína trágica se rebela convencida de que hay un poder superior al del Estado.
La grandeza de la sencillez
Hace pocos meses murió la expremier británica Margaret Thatcher, una de las contadas personalidades mundiales que jamás ocultó su rechazo al líder sudafricano y Premio Nobel de la Paz, a quien consideraba un agitador. Con todo, lo que lograron tanto Mandela como Gandhi fue posible –hasta cierto punto– en el marco de valores y normas del sistema británico, lo cual honra a los ingleses. Muy probablemente, ambos hubiesen desaparecido en el oprobio y la oscuridad en repúblicas menos abiertas, sin prensa libre y sin opinión pública sólida. Y, cosas de la vida, Sudáfrica puede vanagloriarse de haber sido agraciada con la formación de esos dos hombres bíblicos.
Durante nuestra estancia en África llegaban a Nairobi, de boca en boca, noticias de todo el continente subsahariano sobre el Madiba. Mandela encarnaba el símbolo de la liberación, era el hombre más respetado, el hombre de quien más se hablaba. Tanta fue su autoridad moral que ni siquiera Estados Unidos le reprochó su visita a Fidel Castro, cuando el Madiba fue a agradecerle su apoyo en la lucha antiapartheid.
Anthony Sampson, periodista y escritor inglés que en la década de 1950 había editado en Johannesburgo la revista Drum y trabado amistad con Mandela, publicó una biografía sólo cinco años después de que el propio Madiba diera a conocer su autobiografía. Sampson destaca que Mandela era un hombre a quien no tocaron las deformidades del poder: la egolatría, la solemnidad o la paranoia.
Por la prensa sabemos que sus últimos años los ha pasado entre Johannesburgo y su natal Transkei, hermosa región que mira la punta del océano Índico. Hace tiempo que mudó su siempre impecables traje y corbata por esas camisolas largas y brillantes –los Batiks– a que lo aficionó Suharto, el expresidente indonesio. Era, entre otras cosas, un político y un presidente a quien no sonroja hablar del amor.
Acaso la Providencia lo haya compensado por los años de cautiverio, extendiendo su vida por casi un siglo. Pero él, que lo padeció, quizás se inconformara con mi dicho. Más de un cuarto de siglo en prisión no es cualquier cosa, y menos aún por los motivos que él la sufrió.
La historia de su vida es una epopeya. Cada evocación es una recordación gozosa, un remanso que nos aligera de los ahogos cotidianos, un motivo o una justificación que nos sustrae, así sea por instantes, de las miserias consuetudinarias. Inspiración para mayores propósitos también ha de ser, en el futuro, la memoria de este varón que hizo de su vida un ejercicio de la magnanimidad.
Mandela y Gandhi representan un contrapeso a las iniquidades del siglo XX. Son como la sal de la tierra. Se impusieron con grandeza a la humillación y a la violencia. Estos dos hombres que en vida fueron discriminados por el color de su piel, han heredado a la humanidad los mayores ejemplos: los del amor, la paz y la reconciliación, vocablos que a mucha gente del poder le cuesta entender.
Son bastantes los motivos para recordarlo. Y ha de ser siempre con su sonrisa de hombre bueno, cuyo atributo no todos poseemos; esa sonrisa al saludar a sus amigos, al abrazar a sus nietos, al encuentro de las mujeres que ha amado, o cuando anota su equipo favorito de rugby. El Madiba es un hombre habitado por la alegría interior. Ya es, para la humanidad y por siempre, como Gandhi, una figura referencial a la que hombres y mujeres podemos acogernos como a una sombra tutelar.
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