El mago y la peste nihilista
Si la literatura no sirve para nada, como le dice cualquier padre con el ceño fruncido al hijo adolescente que le llega apestado, ¿a qué se debe esta abrumadora avalancha de tristeza, nostalgia y memoria que ha ocasionado la muerte de García Márquez?
Andrés Hoyos
Eso mismo, que la literatura es medio inútil y hasta sospechosa, pensaba en clave mucho más sofisticada un movimiento que se formó en la inmediata posguerra en Francia, hasta entonces y durante siglo y medio Meca de las innovaciones estéticas e intelectuales más radicales en Occidente. Se trataba nada menos que de crear un nouveau roman, o sea una nueva novela que reemplazara a la vieja, declarada obsoleta.
Según este grupo de mosqueteros amargados —vienen a la mente Alain Robbe-Grillet, Nathalie Sarraute, Claude Simon y otros que hoy poco se mencionan—, ya no tenía sentido escribir novelas al modo de Balzac, con personajes perfilados y tramas ancladas en los sentimientos esenciales del ser humano. Los personajes, ojalá confusos y etéreos, no tenían por qué tener nombres sino que, siguiendo El proceso de Kafka, se reconocerían por sus iniciales. En paralelo, otro movimiento que vino a conocerse como el postestructuralismo decretaba “la muerte del autor”, ingenioso mecanismo de análisis textual que al desbaratar el dúo de narrador y autor en la ficción no ocultaba su propósito fundamental de anestesiar y despersonalizar el ejercicio de la literatura. Si la novela, en fin, no había servido para prevenir dos guerras mundiales o para evitar la humillación de Francia a manos de los nazis, ¿no había que castigarla?
La literatura metropolitana andaba baja de defensas a comienzos de los sesenta y estos inteligentes y agrios fabricantes de molinos de viento contaban con al menos dos grandes maestros tutelares para desatar su peste nihilista: Beckett y Kafka. La cosa pronto empezó a echar raíces con fuerza.
Surgió entonces de la remota Aracataca la figura del mago y su libro huracán, Cien años de soledad. El mago no estaba solo, claro que no, pero digamos que él y su libro sí fueron, de lejos, las figuras decisivas a la hora de trabar batalla casi sin percatarse contra aquellos esperpentos sofisticados. ¿Acabar con los personajes? Pues venían en tropel: Aureliano Buendía, Úrsula Iguarán y otro centenar. ¿Prohibir la trama? El mago contrapuso, entre muchas, a aquella abuela desalmada que prostituía a su nieta para cobrarle una deuda infame. A las sequías afectivas centradas en las cosas sin sentimientos, el mago puso a Florentino Ariza a perseguir a Fermina Daza durante 53 años, 7 meses y 11 días hasta conquistarla. Refractario a las abstracciones, el mago siempre fue el menos académico de los escritores y mal podía entender, por ende, que la novela se volviera servil a un corpus teórico o que girara en torno a sí misma, sin contaminaciones de mundo. ¿Y la muerte del autor? Nadie más inseparable de su prosa de afinidades poéticas que el mago.
El mago y sus aliados le ganaron a la peste nihilista por nocaut, y ese triunfo es el principal legado que tenemos que agradecerle los lectores al apestado de literatura que acaba de morir, aquel que se hizo escritor contra los deseos de su padre. Por su cuenta, la novela de hoy sigue siendo lo que es y no quién sabe qué otra cosa. Menudo legado éste que hace inútil llorar al que en últimas, por imborrable, es inllorable.
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