domingo, 20 de abril de 2014

HELENA PAZ GARRO, IN MEMORIAM, Vilma Fuentes

Helena Paz Garro, in memoriam

Elena y Helena. Foto: Héctor García/ La Jornada
Vilma Fuentes



A principios de 1967, asistí a una manifestación frente a la embajada de Bolivia en Ciudad de México. Protestábamos por el encarcelamiento de Régis Debray en ese país. Elena Garro y Helena Paz habían convocado a este mitin. Mi amistad por ellas y de ellas por mí fue como un amor a primera vista. No cruzamos muchas palabras ese mediodía: la comprensión fue mutua e instintiva.

Me llevaron a Palacio Nacional, donde se entrevistaron con el secretario particular de Díaz Ordaz. Esto sucedió antes del ’68 y la matanza del 2 de octubre. De ahí, me condujeron al lujoso caserón donde vivían en Lomas de Virreyes. Relaté, bajo los disfraces de la ficción, este encuentro en mi novela Flores negras: hay invención, cierto, pero el fondo del relato es auténtico, real como es siempre lo imaginario, acaso más real que la simple realidad.

Las diferencias entre ellas, a pesar de su absoluta simbiosis, se hallan bosquejadas en algunas de esas páginas. Diferencias que las oponían de manera radical y las completaban como se completan el ying y el yang para alcanzar la epifanía del ser. Elena creía en el azar, Helenita en un determinismo obediente a leyes precisas, tan imprecisas, que rigen el universo. Una, convencida de que el golpe de dados podría alguna vez abolir el azar con un azar, se la pasaba arrojando los pequeños cubos al tapiz. La otra, fanática de la ciencia, para quien el miedo era un virus transmisible contra el cual se encontraría, en un futuro próximo la vacuna, arrojaba los dados para probar que el azar era una regla matemática y no podía ser abolido.

Las dos Elenas pasaban parte del día y de la noche echándose el tarot, arrojando monedas para formar el hexagrama del I Ching que les revelaría su futuro, creyendo poder adelantarse al porvenir y trocar en recuerdos sus vaticinios. Ambas creían ciegamente, a cada consulta, obtener una respuesta que les revelase el mañana.
Elena Garro hablaba siempre con su voz suave así estuviese relatando escenas de horror. Helenita ponía un énfasis apasionado en cada una de sus frases, hablara de la lluvia o el frío.

Después de ese encuentro en 1967, supe de ellas de manera esporádica. Del escándalo provocado por su acusación a los intelectuales, responsables de la catástrofe del ’68, y por la carta pública de Helena Paz a su padre, a quien reprochaba que quisiera hacerla creer en el átomo, tan invisible a sus ojos como Dios, cuya invisibilidad era para Octavio Paz, según Helenita escribe en esa carta, una prueba de inexistencia. Las Elenas decidieron dejar el país. Se sentían amenazadas, en peligro de muerte. Antes de ese autoexilio, amigos comunes las escondieron. Gracias a ellos tuve noticias constantes de las dos mujeres. Creyeron poder escapar a esa persecución lejos de México: no podían darse cuenta de que la llevaban con ellas, en ellas. Por eso no podían cesar de huir.

Volví a encontrarlas al salir de una exposición de José Luis Cuevas en una galería de París. Venían huyendo de un asilo en Madrid, donde habían creído esconderse antes de percatarse de que estaban encerradas. Prisioneras, decidieron evadirse.Andamos huyendo, Lola, explica Elena Garro a una de su decena de gatos al sentir el desconcierto del animal a quien la huida perpetua impide su vocación atávica de un ser de costumbres.
No dejamos de telefonearnos a diario durante los doce años que vivieron en París. Nos veíamos al menos una vez por semana. La conversación con las Elenas era difícil, pues hablaban al mismo tiempo, arrancándose la palabra, sin cederla a la otra. Si por teléfono era posible reconocer las voces de cada una, imaginarlas quitándose el auricular, sus bocas pegadas al aparato, en persona las cosas eran aún más complicadas: para asegurarse de ser escuchadas e imponer sus palabras sobre las de la otra Elena, acercaban su cara a la de su oyente, pegando cada una su boca en una oreja de su víctima, alzando aún más la voz.

Fueron contadas las veces en que vi a una sin la otra. Por ello es difícil escribir sobre Helena Paz sin hablar de Elena Garro. No puede entenderse a Elena sin Helenita. Cuando, alguna vez, vi a Helena Paz en el consulado de México en Francia, donde Octavio Paz le había conseguido un puesto, no era ella. Sin la compañía de la madre, la hija se desdibujaba, sus palabras, unas cuantas, eran musitadas como un secreto. Miraba a su alrededor, temerosa, un mundo que le era hostil –o le parecía, separada de la otra Elena.

Me pregunté muchas veces, después de la verdadera muerte de Elena Garro, digo la verdadera porque hubo falsas, cómo podía vivir Helena Paz sin su madre, sin la complicidad que las transformaba en una sola persona en dos cuerpos. La idea de imaginarla sola me era intolerable: no me era posible sostener esa idea que me huía, que yo huía como se huye, y nos huye, la idea insoportable de la propia muerte.

Prefiero recordarlas juntas. Contándome lo mismo en versiones diferentes que intercambiaban a su antojo. Descubriendo nuevas realidades en la realidad, enriqueciéndola día tras día, noche tras noche. Sus relatos hechizaban y mantenían el interés, reavivaban la curiosidad, mantenían el suspenso. Sheherezadas inagotables, no les hubiesen bastado mil y una noches para contar sus visiones.

Convivir con las Elenas era vivir cada día una aventura diferente donde nos jugábamos la vida y burlábamos la muerte. Imaginativas, veían entuertos donde a veces no había. Salvaban, en ocasiones, al inocente de las fantasías secretas que sabían descubrir, con tino, en el otro, pero también, a veces, de sus propias fabulaciones.

Mujeres de lujo, se quejaban de vivir en la miseria, reprochándose una a otra sus gastos insensatos. Excelentes cuentistas, nunca aprendieron a contar cifras. Me tocó ver a Elena, desesperada por las deudas acumuladas, condenar a Helenita a las llamas eternas. Vi a Helenita, de nuevo niña, arrodillarse para pedir a su madre que no la condenase. “Todo, mamá, todo lo que quieras, pero no el infierno.”
Creyentes, católicas, paganas, panteístas, Helenita no juraba sino por la Virgen del Pilar. Elena Garro creía en Dios.

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