Marco Antonio Campos, los otros y el yo (II DE III)
Foto: Cristina Rodríguez/ La Jornada |
Marco Antonio tiene una rara habilidad para titularsus libros de poesía. En esto se parece a Carson MacCullers, su Balada del café triste y El corazón es un cazador solitario, Los adioses del forastero,Viernes en Jesusalén y La ceniza en la frente son buenos ejemplos de esa habilidad que sabe muybien que un título sintetiza el espíritu, la esencia misma del poemario.
Nuestro autor reflexiona constantemente sobre lasrazones de su quehacer y se hace muchas preguntas sobre el sentido de la poesía. Varios de sus poemas constituyen toda una poética reflexiva y abren una gran interrogación sobre el futuro de la poesía.
Uno de los poemas que más me oscurecen e iluminan es el dedicado a Ciudad de México. Casi todos los que escribimos poesía en este país hablamos de esta ciudad destrozada, víctima de un crecimiento teratológico, injusta, llena de vejaciones y humillaciones. Sin embargo, siempre encontramos algo entrañable que tal vez viene con el viento de la infancia, algo candoroso, como los ojos color obsidiana de los niños indígenas que acompañan a sus madres vendedoras de objetos inauditos. Nuestro autor así nos la describe: “Y pese a su horror, miseria y caos, a su humo y su trajín sin alma, amé su sol, su enorme y dulce otoño.”
Marco Antonio Campos ha dedicado la mayor parte de su vida a promover y apoyar la obra de otros poetas, especialmente la de los jóvenes de provincia. Ha estado tan ocupado en esta tarea llena de solidaridad y de espíritu de servicio que, a veces, se ha olvidado de promover su propia obra. Fue hasta que el Tucán de Virginia la reunió en un tomo exquisitamente artesanal cuando escuchamos el diálogo entre sus libros, y su poesía de luz, de sombra, de dolor y de sensaciones, brilló con toda su naturalidad y su eficacia lírica. Ahora, este disco viene a completar la tarea y la voz del autor enriquece la música de cada poema. Tengofrente a mis ojos su visión de una isla del Heptaneso, Cefalonia (debo decir que nos une el amor por las islas griegas). Es agosto y el olor de los pinos da toda su fuerza al verano insular. El poeta mira “la linea larga, verde y sinuosa de la isla de Ítaca”, está siguiendo la ruta que intentó cumplir José Carlos Becerra, pero que el destino se lo impidió agitando sus lenguas de fuego entre las rocas de Canabria. Marco Antonio llega a Cefalonia y se hunde en ella, ve a las ancianas vestidas de negro y a los viejos con gorras marineras. Sabe que, detrás de ellos, se agitan los fantasmas de la historia. El poema termina como debe ser, frente a las costas de Ítaca, esa isla a la que todos regresamos tarde o temprano y que siempre es la culminación de los viajes de milagrería.
Viernes en Jerusalén es un poema grave y cadencioso. Tiene un aire musical que lo vuelve flexible como las palmeras del desierto.
Desde la clara altura del monte Scopus
contemplo de mañana y tarde las colinas
y resplandece áurea en el centro la cúpula
del círculo del Domo la Roca
y resplandecen,
en la ladera inferior del Monte de los Olivos,
las cúpulas de oro de la iglesia rusa
de María Magdalena
que parece puesta de pie sobre un andamio de aire...
(Continuará)
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