Tres instantáneas con Gabo
La memoria, esa cámara fotográfica
“Cada memoria enamorada guarda sus magdalenas”, escribió el enorme —en muchos sentidos— Julio Cortázar. Con ello, Cortázar parece cifrar en la imagen de la magdalena de Proust ese disparador voluntarioso de los recuerdos, como si la memoria fuera una cámara fotográfica sui generis. Porque si bien el estímulo que desata las oleadas de la memoria surge de un sabor, un olor, una melodía, también es cierto que la imagen desatada que se nos viene a la mente a la hora que la memoria discurre sus magdalenas, es un cuadro vivo, una imagen visual, una fotografía refulgente. Y guardamos en nuestro interior tesoros fotográficos, iridiscentes, en blanco y negro, en sepia, álbumes de la memoria secreta y fragante como si acabáramos de cortarlos o de captar sus imágenes el día de ayer. Entonces surgen las palabras para recrear ese mundo, los siete volúmenes, las siete páginas, las siete líneas para recuperar el tiempo perdido y a la vez precioso para cada quien.
No conocí a Gabriel García Márquez en persona y la verdad es que pienso que no fue necesario. A un escritor se le conoce por sus libros. Pero he aquí algunas de las fotografías de mi álbum personal, de mi relación filial con ese prodigio de belleza y verdad inagotables que es su obra.
Fotografía primera
Me recuerdo de 16 años, tendida sobre la cama y resuelta a no abandonarla, tal era la magia, el hechizo, el hipnotismo que ejercía sobre mí un libro que me había prestado un amigo del bachillerato. El libro se llamaba Cien años de soledad y como nunca hasta ese entonces con otra obra, abrevé de él sin parar, hasta las cuatro de la tarde del día siguiente en que concluí, maravillada, su lectura. Entonces no sabía que sería escritora y mucho menos que me invitarían a participar en esta suerte de exequias a García Márquez, él que siempre me pareció eterno. Pero ese primer encuentro sería, sin yo saberlo, trascendental para mi educación literaria y escritural: el mundo revelado con la fuerza y la veleidad de las palabras y su desbordarse en un ritmo mítico y fundacional. Hasta aquel momento había leído atolondradamente, como suelen ser las lecturas de la adolescencia, lo mismo a Herman Hesse que a Thomas Mann, a Rulfo que a Dante Alighieri. Pero la revelación fulgurante de los Cien años fue un golpe en la médula de los sentidos: un caudal de belleza en el río del lenguaje. ¿Cómo no sumergirse en su magia primordial de aguas amnióticas y renovadas?
Fotografía cuarta
En mi curso de “Estrategias visuales de la escritura” que impartía hace unos años en el Claustro de Sor Juana, acostumbraba pedir a mis estudiantes que leyeran ese portento de estructura y trama que es Crónica de una muerte anunciada, en la que cuadro por cuadro, “vemos” literalmente la trágica muerte de Santiago Nasar a manos de un pueblo que se confabuló para convertirlo en chivo expiatorio de sus pasiones. También acostumbro leerles a mis estudiantes un fragmento de la introducción de García Márquez a Cómo se cuenta un cuento que dice así:
“El otro día, hojeando una revista Life, encontré una foto enorme. Es una foto del entierro de Hirohito. En ella aparece la nueva emperatriz, la esposa de Akihito. Está lloviendo. Al fondo, fuera de foco, se ven los guardias con impermeables blancos, y más al fondo la multitud con paraguas, periódicos y trapos en la cabeza; y en el centro de la foto, en un segundo plano, la emperatriz sola, muy delgada, totalmente vestida de negro, con un velo negro y un paraguas negro. Vi aquella foto maravillosa y lo primero que me vino al corazón fue que allí había una historia. Una historia que, por supuesto, no es la de la muerte del emperador, la que está contando la foto […]. Se me quedó esa idea en la cabeza y ha seguido ahí, dando vueltas. Ya eliminé el fondo, descarté por completo los guardias vestidos de blanco, la gente… Por un momento me quedé únicamente con la imagen de la emperatriz bajo la lluvia, pero muy pronto la descarté también. Y entonces lo único que me quedó fue el paraguas. Estoy absolutamente convencido de que en ese paraguas hay una historia”.
Y entonces he podido constatar en los rostros de mis estudiantes la magia y el asombro que es capaz de suscitar García Márquez con la sola promesa de una historia que aún no ha sido escrita.
Fotografía séptima
El otoño del patriarca puede sonar como un enunciado seductor y hasta poético pero es en realidad el título de un libro que encierra la parodia atroz del poder de vida y muerte —sobre todo de muerte— de nuestros caudillos y dictadores muy a la latinoamericana. Cuando Gabriel García Márquez cumplió 82 años, alguien tuvo la idea de usar el nombre de ese libro para organizarle un homenaje. Supongo que ese alguien no había leído en realidad el libro y le pareció adecuado por la edad y la importancia del autor: todo un patriarca de nuestras letras. Pero a unas horas de la partida de este escritor generoso como pocos, estoy muy lejos de contemplar la instantánea fotográfica con la que concluye la novela homónima, donde las muchedumbres frenéticas se echaban a las calles cantando himnos de júbilo por la noticia de la muerte del patriarca, quien yacía picoteado por los democráticos zopilotes o gallinazos, “ajeno para siempre jamás a las músicas de liberación y los cohetes de gozo y las campanas de gloria que anunciaron al mundo la buena nueva de que el tiempo incontable de la eternidad había por fin terminado”. Por el contrario, tengo la certeza de que Gabriel García Márquez seguirá cada vez más presente en la memoria literaria colectiva, latinoamericana y universal. Cada quien sus magdalenas de la memoria, pero de verdad creo que la obra de García Márquez nunca llegará a su otoño.
*Fotografía: García Márquez , el mago de las palabras/ARCHIVO EL UNIVERSAL.
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