Foto: Carlos Ramos Mamahua/ La Jornada
Lo que sabe el poeta
(a Hugo Gutiérrez Vega
en sus 80 años) |
Juan Domingo Argüelles
Hugo Gutiérrez Vega nos enseñó una cosa fundamental a los lectores y a los poetas en la segunda mitad del siglo XX: a hablarle de tú a la poesía. Despojó a la Sacrosanta Lírica de sus mantos solemnes que ocultaban su hermosa desnudez y la puso –cual la musa callejera deFidel, cual la musa “del piernón bruto” de Efraín Huerta en “Juárez-Loreto.– a hablar en cristiano y no en culterano.
Hugo Gutiérrez Vega nos mostró que el poeta y el lector de poesía son, tal como aseguraba García Lorca, gente que anda por las calles, y no patitiesos engendros de la solemnidad que esperan caer la noche para salir de sus guaridas oscuras y tenebrosas a llenar de ripios y plumas las salas atiborradas de cursis pudibundos.
Hugo Gutiérrez Vega metió en la poesía lo mismo a Grecia que a la Reina Victoria (y a la Reina Margot, si el caso fuera); lo mismo a la abuela que hablaba con pájaros creyéndolos ángeles, que al perro de la carnicería. En su ecuménica poesía tiene cabida todo el mundo: los poetas mismos, las cosas, los pájaros, la mujer (su mujer), las mujeres (sus hijas), el amor, la tristeza, la oda y la elegía, pero también el humor, la gracia: junto a los soles griegos, la mismísima Borola Tacuche de Burrón.
Hugo Gutiérrez Vega jamás se ha andado por las ramas. Su poesía no ensaya la pirueta circense ni la machincuepa mortal con las que algunos matan toda emoción del lector. No busca impresionar, busca comunicar, y comunica; no quiere sorprendernos, quiere que conversemos ahí donde la poesía es comunicación, diálogo, algo en común: gozo y comunión.
Hugo Gutiérrez Vega le puso el cascabel al gato, buscándole tres pies a las ineptitudes de la inepta cultura. Lo coloquial en sus libros dejó de serlo porque toda poesía es coloquial o no es, desde que Cipión y Berganza, los bergantes caninos de Cervantes nos mostraron (entre razonamientos perrunos) que no hay imposibles para la poesía salvo cuando la poesía es imposible de leer.
Hugo Gutiérrez Vega le canta a la noche despatarrada y a la luna de octubre (que, dicen las malas lenguas, es la más hermosa porque en ella se refleja la quietud), y se deja acompañar por maracas y requintos, serruchos, un peine con papel y voz gangosa, y música de viento para el viento, porque si no lo hace se lo devora entero la cruel solemnidad.
Hugo Gutiérrez Vega sabe de lo que habla: “Yo nací en un mundo tan solemne,/ tan lleno de conmemoraciones cívicas,/ estatuas,/ vidas de héroes y santos,/ poetas de altísimas metáforas/ y oradores locales;/ en la ciudad que tiene siempre puesta/ la máscara de jade y de turquesa,/ y como ahí nací/ debería callarme el hocico/ y pintar solamente en los retretes.”
Hugo Gutiérrez Vega, como puede mirarse, no nació con la luna de plata, ni nació con alma de pirata, y no nació rumbero ni jarocho ni trovador de veras, ni nació junto a su Veracruz. Lo que él sabe es que “los domingos sale una luna de papel/ entre las jacarandas”, y sabe (sin cursilerías, y quizá brutalmente) de “la noche que se devora todos los sortilegios/ y se queda para siempre/ en el aire gris/ de la ciudad con las tripas abiertas”.
Hugo Gutiérrez Vega dice que morirá cuando el placer termine. Y qué placer más placentero éste que el de saber que la vida ha derramado su cornucopia sobre sus zapatos, dándole el don del vuelo que raras veces usa pero que sabe que ahí está y es para usarse, y un día volará. Por eso dice que nada pide. Sorprendente declaración de fe en un mundo donde todo el mundo algo pide y exige aunque sea al menos la delirantemente ínfima inmortalidad.
Hugo Gutiérrez Vega ha visto y ha escuchado cómo los poetas dicen sus versos y agitan sus plumas de pavo real en el gran salón, y ha observado que al final de los recitales esas plumas de pavo real quedan regadas por el suelo para que las sirvientas (que limpian el salón) las pongan en sus viejos sombreros y opinen que los recitales de poesía son útiles a la república. Él, que se sabe un señor domesticado que escribe versos, no pide nada, no pide nada que la poesía no pueda cumplir.
Hugo Gutiérrez Vega le da cuerda al bolero y le echa una moneda a la sinfonola, se duerme en sus laureles de la infancia (para soñar mejor) y repite: “Aunque no lo parezca de verdad no quiero nada.” Conspiran a su favor “una clara madrugada/ y un bosque de altas ramas/ con los brotes apenas nacidos”. Descubrió que a sus ojos iba mejor la noche, pues el terror es diurno, “cuando las bestias abren sus fauces”.
Hugo Gutiérrez Vega sabe que las bestias que abren sus fauces, en el bazar de asombros, no son las pesadillas de los sueños nocturnos, sino los desvaríos y tragedias de los dragones diurnos (banqueros, generales, políticos voraces, cómplices de los males y corruptos de carne corruptora) que entregan como gran filantropía más miseria, más inseguridad, más autoritarismo y demagogia.
Hugo Gutiérrez Vega vive con pocas cosas a su lado; las pocas cosas que la vida le da como regalo. Dice, sin que le asuste el tono autobiográfico: “unos seres que crecen a mi lado;/ un techo, pan, un poco de dinero,/ libros, el teatro, el cine;/ seres vivos que amo/ y que me aman;/ mis muertos, la memoria/ y el presente/ (nada sé del futuro/ pero no me interesa)”.
Hugo Gutiérrez Vega cultiva, en sus ochenta años, la delicada planta de la esperanza. No sin escepticismo. “La realidad la frustra, la ataca, la violenta”, explica con paciencia, con ardiente paciencia. Cree que la esperanza es la loca de la casa, y sin embargo día a día la cuida, la escarda y la consiente. La loca de la casa se aferra a su locura, y el jardinero acaso contagiado mantiene la esperanza de que florezca un día y nos entregue un fruto de esperanza.
Hugo Gutiérrez Vega escribe para conjurar. Y su conjura alienta la esperanza. Y su pedir es dar contradictorio: “Sólo pido los restos del crepúsculo/ y una tarde en el mar,/ tal vez, si la fortuna lo dispone,/ cuatro días en Viana do Castelo,/ un libro de Pessoa,/ um cálice de porto,/ dos poemas de Andrade,/ unas palabras de Castello Branco,/ las manos de Lucinda,/ una charla sin trabas con mis hijas,/ carta de Monsiváis,/ la novela de Sergio.../ En fin... son muchas cosas/ las que pido. ‘Ay, hijito, tú no tienes medida’,/ decía la abuela/ levantando un dedo./ Y qué le voy a hacer:/ Todo eso pido.”
Hugo Gutiérrez Vega pide para el lector y es lo que entrega. Conociéndolo un poco (porque platico con su poesía), sé lo que pediría en sus ochenta: fox trot, pero sin Fox; todo el amor, “sin que el amor lo sepa”; la recuperación de Ernesto Flores; “la risa sin motivo”; “el sueño nuevo ardiendo en la camisa”; “ser un país, tener memoria propia”; contradicciones varias; “cantar aquí y ahora”; “las manos de Lucinda”; “todo López Velarde”, y muchas cosas más, sabiendo de antemano que “nunca el amor es mucho,/ nunca llega a abrumarnos/ con su antiguo perfume./ Siempre algo por decir/ se nos queda en el alma.”
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