Octavio Paz, André Breton y el
surrealismo
Estrella y espiral
Estrella y espiral
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“Escribir sobre André Breton con un
lenguaje que no sea el de la pasión es imposible. Además, sería indigno. Para
él los poderes de la palabra no eran distintos a los de la pasión y ésta, en su
forma más alta y tensa, no era sino lenguaje en estado de pureza salvaje:
poesía”. 1
Así escribía Octavio Paz en Nueva Delhi
el 5 de octubre de 1966. El 28 de septiembre había muerto Breton en París, a sus
70 años de edad. Ese escrito, “André Breton o la búsqueda del comienzo”,
recuerdo y homenaje, era también una despedida a quien había tenido, en su
escritura y en su mirada sobre el mundo, una influencia no inferior a ninguna,
como un río que oculto fluye incesante debajo de su obra poética, así como
fluyeron su infancia, su ausente padre Octavio, su abuelo Irineo presente en la
antigua casa de Mixcoac. De allá había brotado uno de los más “eluardianos” de
sus poemas, Epitafio
sobre ninguna piedra:
Mixcoac fue mi pueblo: tres sílabas
nocturnas,
un antifaz de sombra sobre un rostro solar.
Vino nuestra Señora la Tolvanera Madre.
Vino y se la comió. Yo andaba por el mundo.
Mi casa fueron mis palabras, mi tumba el aire
un antifaz de sombra sobre un rostro solar.
Vino nuestra Señora la Tolvanera Madre.
Vino y se la comió. Yo andaba por el mundo.
Mi casa fueron mis palabras, mi tumba el aire
*
* *
Estrella
de tres puntas. André Breton y el surrealismo,
pequeño volumen de 130 páginas, fue su último libro, una línea de llegada de la
espiral de su vida y de su obra. Esta despedida ocupa un preciso punto de
equilibrio entre esas páginas dedicadas al poeta francés, al surrealista, al de la Tour Saint-Jacques
chancelante y el café parisino de la Place Blanche,
y su propio descubrimiento del amor y la poesía. Al hablar de Breton, recuerda
Octavio Paz, trozos de su propia vida:
Su afecto y su generosidad me
confundieron siempre, desde el principio de nuestra relación hasta el fin de
sus días: ¿tal vez por ser yo de México, una tierra que amó siempre? Más allá
de estas consideraciones de orden privado, diré que en muchas ocasiones escribo
como si sostuviese un diálogo silencioso con Breton, réplica, respuesta,
coincidencia, divergencia, homenaje, todo junto. Ahora mismo experimento esa
sensación.
En mi adolescencia, en un período de
aislamiento y exaltación, leí por casualidad unas páginas que, después lo supe,
forman el capítulo V de L’amour
fou. En ellas relata su ascensión al pico
del Teide, en Tenerife. Ese texto, leído casi al mismo tiempo que The Marriage of Heaven and Hell, me abrió las puertas de la poesía moderna. Fue un
“arte de amar”, no a la manera trivial del de Ovidio, sino como una
iniciación a algo que después la vida y el Oriente me han corroborado: la
analogía o, mejor dicho, la identidad entre la persona amada y la naturaleza. 2
(Historia que no debería contar ahora,
pero después será tarde y pasará: por esa misma época de mi vida, allá por
1946, joven socialista, descubrí en Buenos Aires, también casi al mismo tiempo,
ambos libros: L’amour
fou, de André Breton, y El matrimonio del cielo y el
infierno, de William Blake, editado este en
México por Octavio Paz —no podía yo saberlo— en una pequeña y cuidada colección
de entonces: El Clavo Ardiendo. Todavía hoy recuerdo en cuál librería encontré
cada uno).
Siguió escribiendo Octavio Paz en ese
adiós a dos voces, la suya allí presente, la otra ausente allí:
¿El agua es femenina o la mujer es
oleaje, río nocturno, playa del alba tatuada por el viento? Si los hombres
somos una metáfora del universo, la pareja es la metáfora por excelencia, el
punto de encuentro de todas las fuerzas y la semilla de todas las formas. La
pareja es, otra vez, tiempo reconquistado, tiempo antes del tiempo. Contra
viento y marea, he procurado ser fiel a esa revelación: la palabra amor guarda intactos todos sus poderes sobre mí.
Octavio Paz, 1936
©AGN
***
Recuerda Paz cómo, llevado por Benjamin
Péret, conoció a Breton en el mítico café de la Place Blanche:
Durante una larga temporada vi a Breton
con frecuencia. Aunque el trato asiduo no siempre es benéfico para el
intercambio de ideas y sentimientos, más de una vez sentí esa corriente que une
realmente a los interlocutores, inclusive si sus puntos de vista no son
idénticos. No olvidaré nunca, entre todas esas conversaciones, una que
sostuvimos en el verano de 1964, un poco antes de que yo regresase a la India.
No la recuerdo por ser la última, sino por la atmósfera que la rodeó. No es el
momento de relatar ese episodio. (Algún día, me lo he prometido, lo contaré).
No sé si por fin lo hizo. Pero sí que,
nuevo indicio, su paso por la India le había abierto un mirador más sobre André
Breton y su versión del surrealismo; y desde Nueva Delhi, tres años después,
escribiría su adiós al poeta. Esa conversación, recuerda Paz, “fue un encuentro, en el sentido que daba Breton a esta palabra:
predestinación y, asimismo, elección”: 3
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Aquella noche, caminando solos los dos por el barrio de Les Halles, la
conversación se desvió hacia un tema que le preocupaba: el porvenir del
movimiento surrealista. Recuerdo que le dije, más o menos, que para mí el
surrealismo era la enfermedad sagrada de nuestro mundo, como la lepra en la
Edad Media o los “alumbrados” españoles en el siglo xvi; negación necesaria de
Occidente, viviría tanto como viviese la civilización moderna,
independientemente de los sistemas políticos y de las ideologías que predominen
en el futuro.
“Ignoro cuál será el porvenir del grupo surrealista; estoy seguro de que la
corriente que va del romanticismo alemán y de Blake al surrealismo no
desaparecerá. Vivirá al margen, será la otra voz”, siguió
escribiendo Paz ese día de octubre de 1967 en su reflexión sobre su amigo poeta
ahora ausente y sobre su escuela de letras y de vida. Era un año antes, casi
día por día, de que la masacre del 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco lo
llevara a renunciar a su encargo diplomático, regresar a México e iniciar un
periplo académico por Austin, Pittsburgh, Pennsylvania y Harvard.
Así estaba escribiendo en verdad sobre sí mismo y su propio destino —que,
como es rigor, desconocía—cuando postulaba la pre-destinación del surrealismo:
“Ignoro cuál será el porvenir del embajador Octavio Paz”, podía haber escrito
con verdad y poesía.
André Breton
©Henri Manuel
En ese ensayo de 1967, republicado en 1996 —tres décadas después— en Estrella
de tres puntas, Octavio Paz trae, al hablar de Breton, recuerdos sobre sí
mismo de esos que rara vez se escriben: 4
Breton fue uno de los centros de gravedad de nuestra época. No sólo creía
que los hombres estamos regidos por las leyes de la atracción y la repulsión
sino que su persona misma era una encarnación de esas fuerzas. Todos los que lo
tratamos sentimos el movimiento dual del vértigo: la fascinación y el impulso
centrífugo. Confieso que durante mucho tiempo me desveló la idea de hacer o
decir algo que pudiese provocar su reprobación. Creo que muchos de sus amigos
experimentaron algo semejante. Todavía hace unos pocos años Buñuel me invitó a
ver, en privado, una de sus películas. Al terminar la exhibición me preguntó:
¿Breton la encontrará dentro de la tradición surrealista? Cito a Buñuel no sólo
por ser un gran artista, sino porque es un hombre de una entereza de carácter y
una libertad de espíritu de veras excepcionales. Estos sentimientos,
compartidos por todos los que lo frecuentaron, no tienen nada que ver con el
temor ni con el respeto al superior (aunque yo creo que, si hay hombres
superiores, Breton fue uno de ellos). Nunca lo vi como a un jefe y menos aún
como a un Papa, para emplear la innoble expresión popularizada por algunos
cerdos. A pesar de mi amistad hacia su persona, mis actividades dentro del
grupo surrealista fueron más bien tangenciales.
Bien pudo Octavio Paz haber dado al fervor de estos recuerdos el título de
un escrito de André Breton, publicado en 1924 en Les pas perdus (Los
pasos perdidos), “La confesión desdeñosa”. Un texto clave en la
configuración del surrealismo, afirmó en el Museo Tamayo en enero de 1996 en su
conferencia, en el centenario del nacimiento del poeta francés.
***
“La otra voz”: el enigma romántico de la inspiración inquietó
siempre a Paz y al surrealismo. En El arco y la lira, su tratado
personal de poética, había escrito: 5
Sabemos que “la otra voz” se cuela por los huecos que desampara la
vigilancia de la atención, pero ¿de dónde viene y por qué nos deja de manera
tan repentina como su misma llegada? A pesar del trabajo experimental del
surrealismo, Breton confiesa que “seguimos tan poco informados como antes
acerca del origen de esta voz”. […]
He aquí al poeta frente al papel. Es igual que tenga plan o no, que haya
meditado largamente sobre lo que va a escribir o que su conciencia esté tan
vacía y en blanco como el papel inmaculado que alternativamente lo atrae y lo
repele. El acto de escribir entraña, como primer movimiento, un desprenderse
del mundo, algo así como arrojarse al vacío. Ya está solo el poeta. Todo lo que
era hace un instante su mundo cotidiano y sus preocupaciones habituales
desaparece. Si el poeta de verdad quiere escribir y no cumplir una vaga
ceremonia literaria, su acto lo lleva a separarse del mundo y a ponerlo todo
—sin excluirse a él mismo— en entredicho.
Por esos mismos años otro artesano-orfebre del oficio poético, el lituano y
polaco Czesław Miłosz, en El poder cambia de manos (1955), dio
al enigma del escritor y sus ángeles guardianes una respuesta entre mito e
historia, en ignorado y secreto diálogo con la de Octavio Paz en El
arco y la lira (1956):
El cielo de verano estaba azul, con una nube blanca y la flecha de una
golondrina. A lo lejos oyó música de trompetas en un desfile mezclada con los
chirridos del tranvía. Gil ordenó sobre la mesa las cuartillas que había
escrito. Las puso en pila y fue igualando los bordes con la mano. A pesar de
todo, al hombre le quedan medios de lograr la calma. Se fija una tarea y
mientras la realiza comprende que es una tarea insignificante, perdida en la
multitud de preocupaciones y esfuerzos humanos. Pero cuando su pluma queda
detenida en el aire, esperando resolver un problema de interpretación o de
sintaxis, todos los que alguna vez se han servido del pensamiento y del
lenguaje a través de los siglos se hallan junto a ese hombre, el cual inconcientemente
nota esa presencia estimulante. Y esta fusión con ellos le da la calma. ¿Quién
podría ser tan arrogante como para saber cuáles son los actos que se unen y
sostienen mutuamente y cuáles los que caerán en el ridículo y en el olvido,
fuera de lo que merece llamarse un patrimonio? En vez de insistir en esto, más
vale que nos impongamos la única norma importante: mantenernos libres de
tristeza y de indiferencia.
¿Azar objetivo?
Escribió Paz en 1991 un prólogo a un
libro de André Breton: Veo,
imagino, poemas-objetos, 6 y en sus primeras líneas parece hablar de cómo veía su
propia experiencia literaria y de vida:
Hay dos imágenes de André Breton,
opuestas y, no obstante, igualmente verdaderas. Una es la del hombre de la
intransigencia y la negación, el rebelde indomable, le forçat intraitable; otra es la del hombre de la efusión y el abrazo,
sensible a los secretos llamados de la simpatía, creyente en la acción
colectiva y, aún más, en la inspiración como una facultad universal y común a
todos. Su vida fue una serie de separaciones y rompimientos pero también de
encuentros y fidelidades. El surrealismo fue un movimiento de violenta
separación de la tradición central de Occidente; asimismo, una búsqueda de
otros valores y otras civilizaciones. El mito de una edad de oro perdida,
paraíso abierto a todos, ilumina algunas de las mejores páginas de Breton.
¿No será que también ilumina,
persistente, algunas de las de Octavio Paz, desde El laberinto de la soledad, La
estación violenta y Los hijos del limo hasta Itinerario y Estrella
de tres puntas?
“Un movimiento de violenta separación de
la tradición central de Occidente”: así dice Paz del surrealismo. Pero en “El
lucero del alba” parece afirmar lo contrario: 7
Copia del reporte conservado en el Archivo General de la Nación, de un agente de la Dirección Federal de Seguridad de la Secretaría de Gobernación, informando sobre el comunicado de prensa de Víctor Rico Galán y Adolfo Gilly en el que denunciaron la agresión de la que fueron objeto en la cárcel de Lecumberri en enero de 1970
©AGN
En la actitud de Breton aparece de nuevo
la dualidad del surrealismo: por una parte fue una subversión, una ruptura; por
la otra, encarnó la tradición central de Occidente, esa corriente que una y
otra vez se ha propuesto unir la poesía al pensamiento, la crítica a la
inspiración, la teoría a la acción. Fue ejemplar que en los momentos de la gran
desintegración moral y política que precedió a la segunda guerra mundial,
Breton haya proclamado el lugar cardinal del amor único en nuestras vidas.
Ningún otro movimiento poético de este siglo lo hizo y en eso reside la
superioridad del surrealismo, una superioridad no de orden estético sino
espiritual. […] Sostener la idea del amor único en el momento de la gran
liberación erótica que siguió a la primera guerra era exponerse al escarnio de
muchos; Breton se atrevió a desafiar la opinión “avanzada” con denuedo e
inteligencia. No fue enemigo de la nueva libertad erótica pero se negó a
confundirla con el amor.
***
¿Cómo llegó este hombre, Octavio Paz,
escritor, moralista y poeta, a las playas del movimiento surrealista? ¿Por qué
persistió hasta su último día en reivindicarlo como propio y en observarlo como
objeto extraño? En 1956 escribió en El arco y la lira: 8
La tentativa más desesperada y total por
romper el cerco y hacer de la poesía un bien común se produjo ahí donde las condiciones
objetivas se habían hecho críticas: Europa, después de la primera guerra
mundial. Entre todas las aventuras de ese momento, la más lúcida y ambiciosa
fue el surrealismo. Examinarlo será dar cuenta, en su forma más extremada y
radical, de las pretensiones de la poesía contemporánea.
Reducido a sus propios medios, el
surrealismo no ha cesado de afirmar que la liberación del hombre debe ser
total. En el seno de una sociedad en la que realmente hayan desaparecido los
señores, nacerá una poesía que será creación colectiva, como los mitos del
pasado. Asistirá el hombre entonces a la reconciliación del pensamiento y la
acción, el deseo y el fruto, la palabra y la cosa. La escritura automática
dejaría de ser una aspiración: hablar sería crear.
Volvió Paz sobre este tema una y otra
vez, una y otra vez, desde Los
hijos del limo, libro deslumbrante, hasta su última
conferencia, aquella del 10 de enero de 1996 en el Museo de Antropología,
“André Breton: la niebla y el relámpago”: 10
Mi amistad con los surrealistas y
especialmente con Breton y Péret comenzó cuando el movimiento había dejado de
ser una llama. Pero todavía era una brasa que podía encender la imaginación y
calentar al espíritu en los áridos años de la guerra fría. Alguna vez,
conversando con Luis Buñuel, nos preguntamos por los motivos que nos habían
impulsado, en distintos períodos del movimiento: él en el mediodía y yo en el
crepúsculo, a unirnos al surrealismo. Coincidimos: más allá de la revolución
estética y del magnetismo de Breton, lo decisivo había sido la moral. Para
Buñuel la moral del surrealismo era sinónimo de pureza y rebelión, una y otra
confundidas en su continua lucha —verdadera agonía,
en el sentido original de la palabra griega— contra la fe de su niñez, el
cristianismo. Para mí, la atracción se condensaba en un triángulo pasional, una
estrella de tres puntas, como decía el mismo Breton: la poesía, el amor, la
libertad. Las teorías estéticas pasan, quedan las obras. En el caso de Breton,
además, queda la figura, la persona. No sólo fue autor de varios libros que han
marcado o, más bien, tatuado, a nuestro siglo, libros que no es exagerado llamar
eléctricos —sacuden e iluminan— sino que su vida estuvo siempre en armonía con
sus escritos. Jamás fue infiel a sí mismo, ni siquiera en sus contradicciones y
en sus pasajeros extravíos. Se le acusó de ser intolerante y riguroso; se
olvida que ese rigor lo ejerció, ante todo, sobre sí mismo.
Asistí a esa conferencia apenas llegado
a la Ciudad de México después de un largo viaje en auto desde Maryland,
Virginia, a cuya universidad Saúl Sosnowski había tenido el gesto generoso de
invitarme como profesor visitante. Traía en mi equipaje, lectura del camino, Perspective cavalière, la última recopilación de escritos de André Breton
hecha por Marguerite Bonnet, continuación y conclusión de las que él mismo
había hecho en su vida: Les
pas perdus (1924), Point du jour (1934), La
clé des champs (1953).
En la última escala, San Juan del Río,
había leído en La
Jornada, primer ejemplar del regreso, que al
día siguiente Octavio Paz hablaría en el Museo Tamayo sobre André Breton en el
centenario de su nacimiento. Iría pues a escucharlo. Venía también en mi maleta
“André Breton: la niebla y el relámpago”, publicado días antes en París por Le Monde. Fui al Tamayo, escuché a Octavio y por fin alcancé a
saludarlo filtrándome a la brava a través de la puerta de pesado vidrio que
detrás suyo iban cerrando sus amigos guardianes. De su voz sorprendida y
afectuosa me queda aún el recuerdo.
¿Azar objetivo?
Comencé
a leer a Octavio Paz en el lugar más inesperado: la cárcel de Lecumberri.
Siempre me habían acompañado la poesía y los surrealistas. Venían conmigo André
Breton y Paul Éluard y Benjamin Péret y Guillaume Apollinaire y Max Ernst y el
peruano César Moro y el martiniqués Aimé Césaire y los mundos fantásticos de
Paul Delvaux, Giorgio de Chirico, René Magritte y Leonora Carrington.
En Lecumberri me llegó El laberinto de la soledad.
Cité una de sus frases en la primera página del libro que escribí en los seis
años de cárcel, La revolución interrumpida,
sabiendo que muchos amigos se iban a enojar. Pero allí tocaba. Allá leí y releí
y volví a leer La estación violenta,
que se abre con un verso de Guillaume Apollinaire que me había acompañado desde
siempre: Ô Soleil c’est le temps de la
Raison ardente (Oh Sol, este es el tiempo de la
Razón ardiente). Me deslumbró Piedra de sol,
letanía de amor y de deseo.
El primero de enero de 1970, cuando la cárcel de Lecumberri
albergaba cientos de presos políticos del movimiento estudiantil de 1968 y de
redadas anteriores (recordemos: ese movimiento se inició reclamando la libertad
de los presos políticos que ya habitábamos esa cárcel), tuvimos que montar
guardias por turno en las noches de nuestra crujía. El desequilibrado
presidente Gustavo Díaz Ordaz había hecho lanzar un asalto de presos comunes
contra las tres crujías de presos políticos: la C, la M y la N. La crujía N, la
nuestra, inaugurada en tiempos de don Porfirio, es una construcción circular
que tiene en su centro un espléndido torreón de dos pisos de color rojo
ladrillo, coronado por almenas construidas con bloques importados de Francia.
Allí pudimos resistir, los asaltantes no lograron entrar y desde entonces nos
pusimos en guardia.
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Nuestro inolvisable abogado,
Carlos Fernández Real, y Francisco Martínez de la Vega, nos protegieron desde
afuera.
Al pie de ese rojo torreón, hoy símbolo del Archivo General de
la Nación alojado en Lecumberri por feliz iniciativa de Alejandra Moreno
Toscano en los tiempos de Jesús Reyes Heroles en Gobernación, cada noche por
turnos hacíamos una guardia para dar la alarma si era necesario. Un recuerdo me
quedó de entonces: cada vez que me tocaba velar en la madrugada, entre tres y
seis de la mañana, me llevaba La estación violenta y lo releía. Cuando salí en libertad y
desde Lecumberri me condujeron, deportado, a un avión que aterrizó en París, me
llevé un solo libro: La estación violenta.
Lo regalé en Francia a alguien que me quiso.
De esas lecturas nocturnas se me han quedado en la memoria
cuatro versos de “Máscaras del alba”, tal vez porque en otros días había visto
Venecia en libertad:
Los caballos de bronce de San Marcos
cruzan arquitecturas que vacilan,
descienden verdinegros hasta el agua
y se arrojan al mar, hacia Bizancio.
cruzan arquitecturas que vacilan,
descienden verdinegros hasta el agua
y se arrojan al mar, hacia Bizancio.
***
Fue todavía en Lecumberri cuando, para mi asombro, una mañana de
febrero de 1972 nos llegó el número dePlural,
la revista que entonces dirigía Octavio Paz, con un escrito suyo anunciado en
la portada: “Carta a Adolfo Gilly”, fechada en Cambridge el 19 de enero de
1972, ahora recopilada en El ogro filantrópico bajo el título “Burocracias celestes y
terrestres”, una extensa y amistosa discusión a propósito de mi libro La
revolución interrumpida. Era un anunciador de que las puertas ya
pronto se abrirían y era también un gesto gratuito y generoso. Pronto lo
repitieron Rafael Galván y Rodolfo Peña en su revista Solidaridad,
la de los electricistas democráticos del STERM. La carta terminaba con estas
líneas:
La historia es diacrónica: variación, cambio. Es el mundo de lo
imprevisible y lo singular, la región en donde “el día menos pensado” es el día
histórico por excelencia. Por eso nos da la sensación, quizá ilusoria, de ser
el dominio de la libertad: la historia se nos presenta como una posibilidad de
escoger. Usted escogió el socialismo —y por eso está en la cárcel. Este hecho
también me lleva a mí a escoger y a condenar a la sociedad que lo encarcela.
Así, al menos en ciertos momentos, nuestras diferencias filosóficas y políticas
se disuelven y se resuelven en esta proposición: hay que luchar contra una
sociedad que encarcela a los disidentes.
Ya es hora de terminar. Espero que a mi regreso podamos
continuar esta conversación al aire libre. Si no fuese así, iré a visitarlo a
su celda de la prisión de Lecumberri —esa prisión que empieza a convertirse,
según Womack, en nuestro Instituto de Ciencias Políticas. Cordialmente,
El 4 de marzo de 1972 salimos en libertad, en camino vigilado al
aeropuerto, dos presos trotskistas, Óscar Fernández Bruno y Adolfo Gilly. Allá
nos esperaban para despedirnos desde lejos —no les permitieron acercarse—
Víctor Rico Galán, su esposa Ingeborg Diener, Francisco Colmenares y otros
compañeros de esos tiempos difíciles. Terco, en 1976 quise volver a México. Me
ayudaron Carlos Fuentes, embajador en Francia, y Javier Wimer. Y aquí,
mexicano, me quedé.
***
Mi largo camino hacia el poeta había comenzado con William Blake
y André Breton en otro tiempo y otra ciudad ahora lejanos. Al revés del
fabuloso “Jardín de los senderos que se bifurcan” de Jorge Luis Borges, se me
aparecía una especie de vasto jardín de senderos que por fin se cruzan, donde
van caminantes como los personajes del montevideano Felisberto Hernández en Nadie
encendía las lámparas o
las figuras que deambulan por los cuadros de Remedios Varo o de Paul Delvaux.
“Comencé a leer a Octavio Paz en el lugar más inesperado: la cárcel de Lecumberri”. Torreón de vigilancia de la antigua Penitenciaría de Lecumberri, hoy Archivo General de la Nación
©Wikicommons
Cada vez que, entonces, alguien me plantea la política cuestión
no pertinente: ¿era Octavio Paz de derecha o de izquierda?, yo recuerdo su
divisa: la poesía, el amor, la libertad, miro con asombro atenuado y distante
al preguntador y recuerdo a Paul Valéry cuando le decía a un André Breton de
veinte años: “Toca a usted ahora hablar, joven vidente de las cosas”. Ahora
bien, si el preguntador insiste solo digo que la respuesta se encuentra en “La
espiral”, ese largo ensayo sobre su vida, sus creencias y su muerte fechado en
México el 2 de enero de 1993, a los sesenta años de su edad, con el cual se
abre Itinerario.
En su último libro, Estrella de tres puntas. André
Breton y el surrealismo, homenaje al poeta de París en el
centenario de su nacimiento, Octavio Paz escribió estas pocas líneas como
prólogo:
André Breton no amaba las conmemoraciones. Le parecían, con
razón, ceremonias casi siempre vanas y aun ridículas. Sin embargo, la
conmemoración puede tener otro significado: es una manera de decirnos que un
autor desaparecido todavía está vivo y que la mejor manera de recordarlo es
conversar con él, a través de la lectura de sus obras. Por esto me he atrevido
a recoger en este pequeño volumen los poemas y ensayos que he escrito en torno
a su figura y al surrealismo.
Que esas palabras cierren ahora esta mínima conmemoración de
Octavio Paz en marzo de 2014, centenario de su nacimiento.
Barrio San Lucas, México, 18 de marzo de 2014.
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