lunes, 6 de octubre de 2014

EL PREMIO, Zunilda Moreno


El premio


Aquella mañana, Sara estaba feliz. Acababa de comprar los pasajes de avión para hacer realidad su tan soñado viaje a Cancún. Había ahorrado desde la debacle del país en el 2002 y de su padre recibiría el premio a la buena hija que era y a la constancia que le permitió recibirse, después de tantos años de estudio. El premio eran dos mil dólares.
En abril, en Córdoba, hay muchos días grises. Ése era uno de ellos.
Un aleteo de manos, quedó atrás cuando el avión comenzó a carretear por la pista.
A Sara, casi le faltaba el aire y el nudo de su estómago se apretaba cada vez más, mientras el Boeing apuntaba hacia un cielo plomizo, rumbo a Santiago de Chile. Las nubes bajas le impidieron disfrutar el impresionante cruce de los Andes, que tanto le hubieron recomendado sus compañeros de trabajo. El viaje fue breve. Casi no advirtió al apuesto joven de traje azul que ocupaba el asiento contiguo. A las 9 y 30 del día siguiente partiría hacia Cancún, en el Estado de Quintana Roo, México.
Abrió lentamente los ojos, cuando el avión se enderezó. Se estiró la falda, se acomodó el pelo y se sobresaltó ante una voz que le preguntaba:
-¿Es la primera vez que viaja en avión?
Miró a su izquierda y se sonrojó al encontrarse con una cara bronceada, de sonrisa amplia que la miraba con simpatía, desde el marco azul de su perfecto traje.
Poco a poco se fue desligando de esa timidez absurda a sus años.
La agradable compañía del joven, unas buenas películas y la calidad del servicio hicieron que a Sara se le volaran las horas del vuelo. Se sobresaltó con la voz del Capitán que aconsejaba al pasaje no dejar de ver la hermosa Isla de Cozumel a sus pies. Un manchón verde oscuro en el azul claro e inmenso del mar.
Los ojos se le llenaron de verde en el trayecto desde el aeropuerto de Cancún hasta el lujoso hotel. Más tarde, no pudo disimular su emoción cuando un camarero, rigurosamente vestido de blanco, recibió su equipaje.
Deslumbrada por un lobby con pisos de mármol y sorprendida por la majestuosidad del mar infinito de aguas turquesa que no terminaba de abarcar desde su habitación, cayó rendida.
Hacía unas horas que había amanecido y ella quería disfrutar al máximo esta oportunidad, quizás irrepetible, por eso desayunó un colorido plato de frutas acompañado por yogur y un claro café de agradable sabor.
Salió, con el sol pegándole fuerte en su rostro. La Avenida Kukulcán, limitada por una inmensa laguna marina de un costado y por un collar de suntuosos hoteles, del otro, se extendía como columna vertebral de la estrecha isla.
Perdida su mirada en el boulevard perfectamente parquizado, bajo un cielo sin nubes, Sara se sintió en el paraíso. Caminó bastante hasta Plaza Caracol, un deslumbrante shopping, donde una multitud de turistas se agolpaba en los negocios de artesanías y de ropas finas. Cuando Sara alzó la cabeza, luego de haber elegido una entre mil pulseras de plata, no pudo contener su sorpresa. Escaparate de por medio, la misma cara bronceada del avión le sonreía. Después del saludo se perdió en el gentío. Le agradó el fugaz encuentro, pero apartó rápidamente el tropel de alocadas ideas que le vinieron a la mente. No…ella no… pero, ¿por qué no?
Las excursiones eran todas prometedoras: Playa del Carmen y Cozumel, Tulum, Xcaret, Xe-lá, Isla Mujeres, Chichen-itsa. Tenía que elegir algunas porque además de ellas, Sara deseaba fervientemente disfrutar de las playas caribeñas. Esas angostas pero largas playas de arena tan fina y blanca como el talco. Y esnorkear, ¿cuándo? Los días volarían. Volaron.
En una atrapante carrera contra el tiempo y las fuerzas, Sara pasó de una experiencia multicolor bajo el mar a la indescriptible sensación de encontrarse frente a un vivo pasado maya, en Chichen-itsa.
Fue justamente allí, casi llegando a la cima de la gran pirámide, cuando el joven bronceado del avión le tendió la mano para sortear el último escalón. Sara abandonó rápidamente la respiración yoga que le permitiera el ascenso y se sintió otra vez en el paraíso. Apenas podía respirar y eso que había dejado el cigarrillo hacía diez años. Se sentaron juntos. La coincidencia no dejaba de sorprenderla. Él le habló entonces de su trabajo para un operador turístico argentino y de sus frecuentes viajes a México. Se despidieron sin haber intercambiado mayor información personal.
Sara no podía creerlo. Había dejado para el viernes la excursión a Xcaret y había elegido permanecer todo el día en esa maravilla natural hábilmente explotada para el turismo. Escuchó los sonoros clarinetes mariachis de la entrada. Recorrió la plaza del juego de la pelota donde los antepasados mayas jugaban a la vida o a la muerte. Se sumergió en los ríos subterráneos a 17º de temperatura, sintiéndose la heroína de Indiana Jones. Almorzó acompañada de papagayos y aves del paraíso en un romántico restaurante al son de un xilofón folklórico… Y cuando en el magnífico espectáculo musical de la noche, las luces se apagaron y el público se iluminó sólo con la tenue luz de una vela, el movimiento de cuerpos dejando pasar a alguien que pretendía sentarse a su lado, la dejó boquiabierta. Era acaso, ¿una señal del destino? Esta vez, intercambiaron información toda la noche.
De nuevo el color esmeralda hacia el aeropuerto. Aquél joven que aparecía y desparecía no estaba en la sala de espera. Voló con los ojos cerrados y el pensamiento perturbado hasta el Distrito Federal.
La escala fue de una hora. Mientras los pasajeros ascendían y la azafata verificaba sus asientos con afable disposición, Sara apretó los ojos y se ovilló en el asiento, bajo el amparo del cinturón de seguridad. El Boeing despegó.
Era de noche. La tibieza de una mano varonil sobre la suya le arreboló las mejillas. Sus ojos se encontraron con los de él que hablaban de muchos viajes por delante. Abajo ya casi no se veían las luces de la ciudad más grande del mundo.

2010

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