Albert Camus
No hay sol sin sombra
No hay sol sin sombra
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A cien años del nacimiento de Albert
Camus, parece ocioso seguir polemizando sobre cuál parte de su herencia tiene
mayor valía: la literaria o
la filosófica. Sobre el valor de
la primera, no cabe ninguna duda de que libros comoEl extranjero o La peste son obras maestras que permanecerán como tales de
manera imperecedera. Sin embargo,
sus reflexiones filosóficas enfrentaron escollos casi desde el momento mismo de
su enunciación.
Recuerdo el ensayo de un jovencísimo
Mario Vargas Llosa, escrito cuando vivía en París en 1962, en el que hizo una
severa revisión de la obra de Albert Camus, fallecido apenas dos años antes, el
4 de enero de 1960, a causa de un trágico accidente automovilístico. El aún
incipiente escritor peruano
aprovechó la aparición del primer tomo de los Carnets de Camus para saldar cuentas con el Premio Nobel de Literatura de
1957, acusándolo de haberse convertido en “un lastimoso escritor oficial,
desdeñado por el público y vigente sólo en los manuales escolares”.
El principal alegato de Vargas Llosa era que Camus cayó tan pronto
en desgracia en el favor de los lectores debido a su insistencia en presentarse
como un filósofo.
“La gloria, la popularidad de Camus reposaban sobre un malentendido. Los
lectores admiraban en él a un filósofo que, en vez de escribir secos tratados universitarios,
divulgaba su pensamiento utilizando géneros accesibles: la novela, el teatro,
el periodismo”. El futuro autor de La guerra del fin del mundo fue
implacable: “Su pensamiento es vago y
superficial: los lugares comunes abundan tanto como las fórmulas
vacías, los problemas que expone son siempre los mismos callejones sin salida
por donde transita incansablemente como un recluso en su minúscula celda”. Eso
sí: Vargas Llosa lo reconoce como un gran narrador y prosista: sus libros
serían “desdeñables si no fuera por su prosa seductora, hecha de frases breves
y concisas y de furtivas imágenes”. Reconoce que, en realidad, Camus “era un
artista fino y en algunas de sus obras registró intuitivamente el drama
contemporáneo en sus aspectos más oscuros y huidizos”.
No obstante la severidad con que lo
juzga, Vargas Llosa termina por absolverlo de sus “deslices”: “Camus no tuvo la
culpa de que se viera en él a otro y lo único deplorable es que, contaminado
por ese asombroso equívoco colectivo que hizo de él un ideólogo, traicionara su
sensibilidad ascendiendo a alturas especiosas
para discurrir artificialmente sobre problemas teóricos”. Y finaliza: “El
prestigio de Camus se desvaneció cuando sus lectores descubrieron que el
supuesto pensador, que el aparente moralista no tenía nada que ofrecerles para
hacer frente a las contradicciones de una época crítica”.
Vargas Llosa tenía razón: Camus no era
un filósofo, pero tampoco era sólo un literato. Además de un excelentenarrador y
prosista, era un agudo pensador. A diferencia del rigor lógico de Sartre, el
método de Camus era la duda y el cuestionamiento, de ahí que las ideas que
surgían a través de sus novelas las extendiera para desarrollarlas y
clarificarlas en sus ensayos. Al paso de los años, el malentendido ha quedado
plenamente aclarado: Camus es un extraordinario escritor con preocupaciones
filosóficas, sin que ello signifique que estas preocupaciones no hayan tenido
pertinencia entonces, cuando las escribió, y que no las tengan ahora, a la luz
del desarrollo histórico de la civilización, a más de medio siglo de haberlas
enunciado.
Albert Camus
©Wikicommons
¿A qué se debe que las ideas de Camus
sigan siendo pertinentes para explicarnos la condición humana de los tiempos
actuales? Camus buscó expresar sus ideas filosóficas a través de la novela y el teatro,
pero sobre todo recurriendo a mitos clásicos para ilustrarlas y explicarlas.
Esta predilección por el clasicismo provino de la influencia temprana que tuvo
en él André Malraux —con quien más tarde lo uniría una gran amistad— y André
Gide, sobre todo el de Los
alimentos terrenales. En una entrevista, Camus afirmó:
“Conociendo bien la anarquía de mi naturaleza tengo necesidad de ponerme, en
arte, barreras. Gide me enseñó a hacerlo. Su concepción del clasicismo como un
romanticismo domado, es la mía”. Pero, sobre todo, la vocación clásica de Camus
provendría de sus lecturas tempranas de Friedrich Nietzsche, sobre todo Así habló Zaratustra y El
nacimiento de la tragedia,
en especial la continua mirada a la Grecia clásica y sus mitos.
Camus consideraba que el escritor es un
creador y recreador de mitos, pues éstos “no tienen vida por sí mismos, esperan
que nosotros los encarnemos —dice en ‘Prometeo en los infiernos’—. Que un solo
hombre responda a su llamamiento, y ellos nos ofrecerán su savia intacta”. Así,
consciente de su inspiración artística, Camus se apoya en la historia de los
héroes míticos: Sísifo, Prometeo, Ulises, Edipo, Némesis, Helena...
En La necesidad del mito, el psicoanalista Rollo May explica el mecanismo y la
función que cumplen los mitos en la historia de la humanidad, pero sobre todo
en el mundo contemporáneo: “Un mito es una forma de dar sentido a un mundo que
no lo tiene. Los mitos son patrones narrativos que dan significado a nuestra
existencia”. Los mitos son la autointerpretación de nuestra identidad en
relación con el mundo exterior. Son el relato que unifica nuestra sociedad. Son
esenciales para el proceso de mantener vivas nuestras almas con el fin de que nos
aporten nuevos significados en una realidad difícil y a veces sin sentido.
“Cualquier individuo —explica May— que necesite aportar orden y coherencia al
flujo de las sensaciones, emociones e ideas que acceden a su conciencia desde
el interior o el exterior, se ve forzado a emprender por sí mismo lo que en
épocas anteriores hubiera llevado a cabo su familia, la moral, la Iglesia y el
Estado”.
Como
muchos hombres de su época, Camus se enfrascó en la labor de encontrar sentido
a un mundo que lo había perdido, sobre todo después de haber vivido la
experiencia de la Segunda Guerra Mundial. Hiroshima y Auschwitz marcaron el
alfa y el omega de la sinrazón a la que había llegado el ser humano (la
actualidad nos corrobora que la estupidez humana no tiene límites). Para ello,
armado de su sensibilidad artística y su talento literario, Camus emprendió el
camino de explorar el alma humana y recurrió a los mitos griegos a fin de
encontrar en ellos las explicaciones y los modelos que requería para su tarea.
Rollo May lo explica así: “El lenguaje abandona el mito sólo a
costa de la pérdida de la calidez humana, el color, el significado íntimo, los
valores: todo lo que da un sentido personal a la vida. Nos comprendemos
mutuamente identificándonos con el significado subjetivo del lenguaje del otro,
experimentando lo que significan las palabras importantes para él en su mundo. Sin
el mito somos como una raza de disminuidos mentales, incapaces de ir más allá
de la palabra y escuchar a la persona que habla” (cursivas en el
original).
En 1942, en pleno conflicto bélico, Camus publicó El
extranjero y un año
después sacó a la luz El mito de Sísifo.
Ambos libros se convirtieron instantáneamente en sus obras más celebres y, al
mismo tiempo, en las más incomprendidas y tergiversadas. Por ello, en estos
días resulta estimulante la aparición de un libro como La
felicidad y el absurdo, editado por Tusquets a instancias de la
Embajada de Francia en México, para celebrar el centenario del nacimiento de
Camus. En sus páginas, diez autores mexicanos como Roger Bartra, Elsa Cross,
Jaime Labastida, Eduardo Milán, Carlos Pereda y Javier Sicilia, entre otros,
hacen una nueva lectura de El mito de Sísifo,sobre
todo a partir del planteamiento final de Camus, en el sentido de que el absurdo
vital no es trágico sino que, al contrario, “hay que imaginar a Sísifo feliz”.
En El extranjero y El mito de Sísifo, Camus presentó sus ideas acerca del
absurdo, que para él es la convicción de que la vida carece de sentido; se
niega a otorgarle a la muerte una finalidad y, más aún, a que haya una
trascendencia más allá de la muerte. El absurdo es el vacío, el vértigo que el
hombre siente ante el silencio del mundo a preguntas esenciales.
Albert Camus en 1957
©Robert Edwards/ Wikicommons
Pero en lugar de que Camus considere el absurdo como un fin, lo
erige en el principio de todo. Lo primero es la comprensión de que, si bien en
sí mismo no todo en el mundo es absurdo, tampoco es totalmente razonable. Es
decir, no hay absolutos, por lo que el hombre debe poner sus propios límites, y
de ahí emerge su propia libertad. Camus en realidad invierte la polaridad del
absurdo al que tantos han emparejado con la “nada” sartreana. En lugar de ser
algo negativo, el absurdo es positivo porque, una vez asumido, permite la
libertad y la creación.
Para ilustrar sus ideas, Camus recurre a la novela y a la
mitología. El personaje de Meursault representa al ser humano en el umbral del
absurdo: lo siente, lo percibe y lo experimenta, inmerso en el vértigo y la
angustia de la sinrazón. Meursault observa el transcurrir de sus días sin que
nada cambie. Sin embargo, los acepta y así cree encontrarle sentido a una vida
sin esperanzas, a la que siente que nada le depara el futuro. El asesinato sin
sentido de un hombre, la resignada aceptación de su condena y la insensibilidad
manifiesta ante la muerte de su madre, lo enfrentan, ante sí mismo y ante los
demás, a la contundencia de los límites de su propia existencia.
Llama la atención que, además de bordar sobre los planteamientos
de Nietszche, Heidegger, Jaspers, Kierkegaard y Husserl, Camus haya descubierto
el germen de sus planteamientos en la obra de Herman Melville, especialmente en Bartleby,
el escribiente y Moby
Dick. El aparentemente plácido empleado que responde ante cualquier
encomienda o exigencia de decisión “Preferiría no hacerlo” podría ser un
espécimen, quizá menos trágico, de la estirpe de Meursault, en tanto el capitán
Ahab estaría aquejado del síndrome de Sísifo, acicateado por el deseo de
venganza.
De ahí que El extranjero represente el planteamiento inicial de
la idea del absurdo que Camus desarrollará filosóficamente en El
mito de Sísifo. Meursault es el hombre absurdo que sucumbe ante el
vértigo del vacío. Su resistencia al absurdo no construye sino destruye. Ni el
asesinato ni el suicidio son considerados por Camus como salidas válidas a la
angustia y la desesperación. He ahí la diferencia fundamental con Sísifo, quien
para Camus es el héroe absurdo por excelencia. Condenado por los dioses a rodar
sin cesar una roca hasta la cima de una montaña donde la piedra volverá a caer
por su propio peso, Sísifo acepta su condena sin arredrarse, a pesar de que es
evidentemente inútil, pues no lo lleva a ninguna parte.
Sin embargo, Sísifo es un héroe “tanto por sus pasiones como por
su tormento. Su desprecio de los dioses, su odio a la muerte y su pasión por la
vida, le han valido este suplicio indecible donde todo el ser se emplea en no
acabar nunca”, afirma Camus. Pero, además, Sísifo es un héroe trágico debido a
que es consciente. “¿Dónde estaría, en efecto, su pena si a cada paso
mantuviese la esperanza de triunfar? El obrero de hoy trabaja, todos los días
de su vida, en las mismas tareas y este destino no es menos absurdo. No es
trágico más que en los raros momentos en que se hace consciente. Sísifo,
proletario de los dioses, impotente y rebelde, conoce toda la amplitud de su
miserable condición: es en ella en lo que piensa durante su descenso. La
clarividencia que debía de hacer su tormento consuma por ello mismo su
victoria. No hay destino que no se supere con el desprecio”.
En 1947, Camus publicó La peste, que
muchos considerarían su obra maestra. Con esta novela —y sobre todo con El
hombre rebelde, de 1951—, muchos se dieron cuenta de que el
“existencialismo de Camus” tenía serias diferencias con el de Sartre. En la
polémica que los llevó a distanciarse— a propósito de un violento ataque en Les
Temps Modernes, la revista de Sartre—, a Camus se le acusaba de
replegarse en el inmovilismo y la pasividad favoreciendo el poder reaccionario.
Es
probable que muchos interpretaran que Camus proponía una resignación pasiva
ante la presencia del mal. Nada más lejano a eso. En El
hombre rebelde desarrolló
sus ideas al respecto y esto le valió la excomunión de la iglesia sartreana.
Para Camus, el hombre rebelde es aquel que acepta la vida sin sucumbir ante sus
miserias, sin admitir que su aparente sinsentido deba conducir a la
resignación, asumiendo una vocación humanista y solidaria. La rebeldía es una
alternativa fáctica a la angustia existencial. Sin embargo, en ocasiones, llega
un momento en que el hombre tiene que actuar para cambiar el mundo y sus circunstancias
cuando el mal resulta inaguantable. Entonces decide volverse revolucionario y
se abandona a la negación de la sumisión total en pos de la utopía. No
obstante, el revolucionario termina por sacrificarse y sacrificar la libertad
del hombre en función de un supuesto futuro mejor.
Sin embargo —y aquí encontramos el meollo de la polémica con los
sartreanos—, Camus señala que mientras la rebelión humaniza al hombre porque lo
coloca más allá de Dios y del absurdo, la revolución sustituye un mito por otro
e intenta divinizar al hombre por encima de la historia. He ahí la principal
contradicción entre rebeldía y revolución: “Lejos de reivindicar una
independencia general, el rebelde quiere que se reconozca que la libertad tiene
sus límites en todas partes donde se encuentre un ser humano y que el límite es
precisamente el poder de rebelión de este ser. El rebelde exige sin duda cierta
libertad para sí mismo; pero en ningún caso, si es consecuente, el derecho de
destruir el ser y la libertad de otro”; en tanto “el revolucionario es al mismo
tiempo rebelde o entonces ya no es revolucionario, sino policía y funcionario
que se vuelve contra la rebelión. Pero, si es rebelde, acaba por levantarse
contra la revolución”.
Aunque el filósofo neomarxista y psicoanalista poslacaniano
esloveno Slajov Žižek considera El mito de Sísifo“irremediablemente
obsoleto”, lo cierto es que en ese libro Camus se adelantó a lo que Žižek
plantea en uno de los ensayos incluidos en El año que soñamos
peligrosamente, titulado “The
Wire, o qué hacer en tiempos del No Acontecimiento”. Para quien no
tenga ni idea de qué es The Wire, bastará
decir que es considerada por muchos como la mejor serie de televisión que se ha
realizado. Y así como Camus recurría a los mitos clásicos para ejemplificar sus
ideas filosóficas, Žižek se vale de elementos de la cultura pop (películas,
series de televisión, canciones populares, etcétera) para explicar sus
intrincadas aproximaciones a casi todo, pues para él de lo que trata la
filosofía es de “una exploración de lo que se presupone incluso en la actividad
del día a día”.
Así, bajo la fachada de una trama aparentemente policiaca, The
Wire cuenta la
historia de una ciudad (Baltimore, Maryland, Estados Unidos de América), o más
que eso: la historia de la decadencia de una ciudad como consecuencia del
sistema capitalista y cómo los individuos de esa sociedad enfrentan las
consecuencias de esa decadencia. Para el hombre actual, las reglas de un
sistema que lo rebasa y no comprende cumplen la misma función que los designios
de los dioses en la Antigüedad clásica. El creador de la serie, el ex reportero
David Simon, aseveró que “The
Wire es una tragedia
griega en la que las instituciones posmodernas son las deidades olímpicas. El
departamento de policía, la economía de la droga, las estructuras políticas, la
administración en las escuelas o las fuerzas macroeconómicas son las que están
arrojando los rayos y golpeando a la gente en el culo, sin ninguna razón
decente”.
Camus en Estocolmo luego de recibir el Nobel, 1957
©Wikicommons
En la decadente sociedad capitalista siguen apareciendo los
Sísifos: el detective Jimmy McNulty —personaje que unifica la trama de las
cinco temporadas que duró la serie de 2002 a 2008— se enfrenta a sus jefes, se
salta las trancas, miente, traiciona su palabra y falsifica pruebas para
salirse con la suya, para que se haga lo que él cree justo. Y como él hay otros
tantos personajes en la serie. Al final, el sistema siempre gana, por más que se
haga, por más que se quiera cambiar, porque ha inventado sus propios mecanismos
para integrar o eliminar, según le convenga, a los que se oponen a él y
fortalecerse con esa oposición. Es decir, al oponerse al sistema lo único que
se hace es fortalecerlo. Y de lo que se trata es de cambiarlo, de construir
algo nuevo, con verdadera justicia, menos miserable.
¿No es esto el mismo absurdo del que surge la conciencia como lo
planteaba Camus? Sísifo sube su piedra y, ya en la cima, la deja rodar de nuevo
hacia abajo. Y Sísifo va tras ella, una y otra vez. “Es durante este regreso,
esta pausa, cuando Sísifo me interesa —dice Camus—. Un rostro tan cerca de las
piedras ya es piedra él mismo. Veo a este hombre volver a bajar con paso lento
pero acompasado hacia el tormento cuyo fin no conocerá. Ese momento, que es
como una respiración y que regresa con tanta seguridad como su desdicha, ese
momento es el de la conciencia. En cada uno de esos instantes, cuando deja las
cimas y se hunde poco a poco en las guaridas de los dioses, él es superior a su
destino. Es más fuerte que su roca”.
¿Y qué nos dice Žižek?: “La clave está en no resistirse al
destino (y por tanto acabar ayudando a su realización, como los padres de Edipo
y como el siervo de Bagdad que huyó a Samara), sino cambiar el destino mismo,
sus coordenadas básicas…; aquellos que se niegan a cambiar nada son
efectivamente los agentes del auténtico cambio: efectuar un cambio en el
principio del cambio mismo”, pues “cuando adoptemos el pesimismo trágico,
aceptando que no hay futuro (dentro del sistema) podrá emerger una apertura
para un futuro cambio radical”. En otras palabras, empujar la piedra y dejar
que ruede hasta que termine por quebrarse.
Camus lo explica de una forma muy bella: “‘Considero que todo
está bien’, dice Edipo, y estas palabras sagradas resuenan en el universo
salvaje y limitado del hombre. Enseñan que no todo está, ni ha quedado,
agotado. Echan de este mundo a un dios que había entrado en él con la
insatisfacción y el gusto de los dolores inútiles. Hacen del destino un asunto
del hombre que debe arreglarse entre los hombres… No hay sol sin
sombra, y hay que conocer la noche”.
Por sus ideas, Camus fue considerado injustamente un moralista y
hasta un reaccionario, pues, supuestamente, promovía el inmovilismo en lugar de
impulsar “la acción revolucionaria”. Ahora podemos ver que no se trataba de
conformismo ni aceptación pasiva, sino de paciencia, de preparación y
adquisición de conciencia, pues, como afirma ahora Žižek, “necesitamos dejar de
dar pequeñas batallas contra la inercia del sistema intentando mejorar las
cosas aquí y allá y, en vez de eso, preparar el terreno para la gran guerra que
viene”.
Lamentablemente, cuando sobrevino el accidente automovilístico
que truncó su vida con apenas cuarenta y siete años de edad, Camus tenía mucho
que reflexionar todavía, pero quizá presintió que el tiempo se le acababa.
Quizá por eso prefirió no usar el boleto de tren que encontraron en su abrigo
el día de su muerte.
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