Contra Murakami
CARLOS VELÁZQUEZ
El escritor torreonense, autor de El karma de vivir al norte, embiste contra el tan famoso narrador japonés Haruki Murakami por la simple y sencilla razón de haberle causado cantidad de rompimientos
Nadie en el mundo ha destruido más mis relaciones que Murakami. Ni el alcohol, ni las drogas, el adulterio o la infidelidad. Las novelas After dark, Sputnik, mi amor o Tokio Blues, sobre todo esta última, han propiciado más rompimientos en mi vida que todas las mentiras, el engaño o el cinismo del que soy capaz.
Detesto que me recomienden libros. Y me desagrada hacerlo yo. No soy nadie para influir en el gusto de la gente. Pero nada aborrezco más que sean mis parejas quienes deseen compartir conmigo sus lecturas. Extraño aquellos años en que mis acostones me sugerían a Benedetti, Sabines o, las muy osadas, a Cortázar (me gustan Rayuela y El perseguidor). Algo ocurrió, me volví viejo o tarado, no sé, pero a partir de un tiempo después del orgasmo sólo oigo soliloquios acerca del autor japonés. Sé que el problema soy yo. Que así como existen quienes poseen un radar para imantar a las psicópatas, yo soy un satélite que atrae a lectoras de Murakami.
Me apena confesarlo, y resulta incómodo, porque a estas alturas de mi vida ya nada me produce pudor, pero es cierto: yo me casé con una Chica Murakami
Con mis parejas puedo compartir la cama, pero no lecturas. Estoy convencido de que un libro te puede cambiar la vida. Pero me rehúso a transformar a las personas. Si un libro marca un antes y un después en mi existencia, omito comentarlo. Me asusta que la gente se parezca a mí. Imagino que en el principio fue una lectora: miembro de un bookclub, estudiante universitaria o fan from hell de las modas. Tras finalizar la lectura de, por ejemplo, Sauce ciego, mujer dormida, experimentó una especie de satori que le reveló que el mundo no podría continuar en pie sin admirar la obra del japonés. Como si tratara de toda la historia de la evolución, este conocimiento fue transmitido de amas de casa a solteronas a maestras a abogadas, hasta que juntas fueron legión, las Chicas Murakami.
Siempre que puedo evado la sobremesa. Deploro el arte de la conversación. Porque invariablemente nos va a conducir a referir nuestras lecturas. Si deseo charlar me voy a una cantina, donde a nadie le importa lucir educado y los libros se ignoran. Lo mismo me ocurre con el coito. Una vez concluido, deseo huir. O que se vaya de mi departamento. Porque sé que en cualquier momento mi cónyuge, novia o movida me va a incitar a hojear tal o cual título. Y entonces pienso: ¿por qué nadie me recomienda autores que no deba leer? De un tiempo para acá, siempre que alguno de mis acostones, o quien se les ocurra, me pide que lo oriente en cuanto al consumo de bibliografía le digo: no puedo ayudarte, pero lo que sí puedo recomendarte es que no leas a Murakami. Y tengo una enorme lista de autores a los que promocionar de manera negativa, aunque sé que algunos de mis conocidos me pedirán que los mencione, no es el caso, así que lo dejaré para otra ocasión.
No me opongo a que las mujeres lean a Murakami, me niego a que todo mundo lo lea, pero especialmente la población femenina. No es una fórmula para hacer crítica literaria, me manifiesto en contra por lo que Murakami produce en las ladies. Víctimas perfectas del mercado editorial, han confundido al japonés con la Beatlemanía. Sin embargo, no es la falta a la que me refiero: sino a que su consumo causa efectos nocivos en la psique de las mujeres. Las vuelve seres comprensivos.
Después de leer a Murakami, una morra puede perdonarle a su pareja su primera disfunción eréctil. Lo abrazará con lástima disfrazada de cariño, será empática con él y le explicará que no se preocupe, que llega todo momento en la vida del hombre en que tendrá que enfrentar ese episodio, sin importar que tenga 30 años. Dónde están las “muchachas en flor” que ante un oso de tal magnitud proferirían un “a la chingada” y brincarán a la cama de quien sí pudiera cumplirles. Desovariadas por culpa de Murakami. La exposición prolongada a Murakami produce infinidad de padecimientos, algunos de ellos aun no han sido identificados.
En ocasiones he llegado a pensar que sus lectoras son ratas de laboratorio, a las que se les alimenta con 1Q84 con la expectativa de que desarrollen nuevas patologías. Los que sí están comprobados son: angustia, depresión, tristeza, trastornos de bipolaridad, sentimiento melancólico, más el spleen que se acumule en la semana. Siempre que una mujer concluye la experiencia de leer a Murakami un vacío cobra forma en su interior. Podrá ser más experimentada en el amor, sabrá identificarlo y sacrificarse por él, pero estará incapacitada para afrontar la realidad.
Lo he vivido en carne propia. Me casé con una Chica Murakami, pero no fue la primera con la que salí. Antes hubo otras. Hubo una época en que no podías observar a ninguna muchacha caminar por un campus, viajar sentada en metro o en un tiempo muerto, sin un libro de Murakami en las manos. Entonces no es que sea fan de estas chicas, pero no puedes esperar a que aparezca la morrita con un Carver, un Cheever o un Updike, sería lo mismo que declararse célibe por convicción.
Ahora es más probable que el amor de tu vida ande por la vida con una edición de aniversario de On the road, pero a principios del siglo el menú era limitado. O una de ellas o la masturbación. La primera Chica Murakami con la que sostuve un amasiato estudiaba Letras, Oh, praise the lord. El final de Tokio Blues la impactó tanto que se deprimió clínicamente.
Como uno de los personajes de la novela intentó suicidarse, pero no lo consiguió. Sé lo que dirán: que Murakami está exento de la locura de las personas. Puede ser, pero yo jamás vi a una de nuestras adolescentes imitar el destino de Susana San Juan. La segunda con la que me enredé la escogí porque ella me aseguró que no consumía literatura. Era otaku. Y eso me parecía más flagrante que tener la bibliografía completa del autor de De qué hablo cuando hablo de correr.
Estaba buenísima. Y en la cama era un prodigio. Pero no soportaba las extenuantes jornadas que me obligaba a ver anime. Si la mariguana es la entrada a otras drogas, Murakami es el acceso a otras perversiones. Así que escapé. Pero antes de largarme, a la otaku le conté que existía una chava que no me quería aflojar. Y me recomendó que le obsequiara Tokio Blues. Por eso odio las recomendaciones. A la morra que tanto me gustaba la forcé a afiliarse al club de las Chicas Murakami y ella me obligó a casarme con ella. Entiendo el éxito del autor japonés en cuanto Tokio Blues.
Ya nadie escribe historias de amor. Supo captar un mercado que se encontraba huérfano de un icono. Pero en relación al resto de su producción no me lo explico. En fin, la persona que se convirtió en mi esposa me insistió tanto para que leyera la novela que sucumbí. Nunca hagan promesas en la cama. Me pareció la cosa más sosa, lenta y aburrida, como ver en el televisor el lanzamiento de un cohete. Cursi, endeble y badulaque. Y si en algún momento el blues del título despertó mi interés, cuando supe el título original, “Norwegian Wood”, una canción de The Beatles, y de que la historia era disparada por la simple escucha de esta melodía, clamé para mis adentros: ¡Proust qué te hemos hecho! Murakami no es nada tonto, refritea uno de los grandes momentos de la literatura universal y los conjuga con The Beatles: fórmula probada de éxito doméstico.
Mi esposa, como le sucede a muchas de las lectoras de la novela, se asumió a sí misma como una Midori. Decidió que estaba loca y debía ser recluida en una clínica psiquiátrica. Pero como eso cuesta una fortuna, decidió que su nosocomio fuera nuestra casa. Y puesto que un enfermo mental no puede salir a la calle, se enclaustró. Pero el encierro fue extendido a mi persona. Yo estoy loco, pero no me creo Midori. Prefiero mis desplantes públicos.
Estaba convencido de que se suicidaría. Y no quería, como Sid Vicious, despertar un día y encontrarme con Nancy Spungen muerta a mi lado. Así que apliqué la de Morrissey, cuando nos dejó plantados en el Vive Latino, y me di a la fuga. Después solicité el divorcio. Antes de que la recluyeran en un psiquiátrico de verdad y ya no pudiera firmar el acta.
Ahora, aunque el número de Chicas Murakami ha disminuido, un gran porcentaje de mujeres con las que me acuesto tienen libros del japonés. De madrugada o cuando voy al baño, espío sus libreros. Y si confirmo mis sospechas, no las vuelvo a ver. Navego entre tribus de distintas hembras. Están las Chicas Fadanelli, por ejemplo, que son alcohólicas, drogadictas y hacen rock, pero ninguna de ellas me pelaría. No hay escapatoria. Tengo el presentimiento de que si viajo a la provincia más dura y cortejo a una mujer me va a llevar a su casa y podrá no tener luz eléctrica, drenaje y Wi–Fi, pero un libro de Murakami me estará esperando en algún rincón de la vivienda.
Cada día odio más a Murakami y amo más a los electrodomésticos.
Detesto que me recomienden libros. Y me desagrada hacerlo yo. No soy nadie para influir en el gusto de la gente. Pero nada aborrezco más que sean mis parejas quienes deseen compartir conmigo sus lecturas. Extraño aquellos años en que mis acostones me sugerían a Benedetti, Sabines o, las muy osadas, a Cortázar (me gustan Rayuela y El perseguidor). Algo ocurrió, me volví viejo o tarado, no sé, pero a partir de un tiempo después del orgasmo sólo oigo soliloquios acerca del autor japonés. Sé que el problema soy yo. Que así como existen quienes poseen un radar para imantar a las psicópatas, yo soy un satélite que atrae a lectoras de Murakami.
Me apena confesarlo, y resulta incómodo, porque a estas alturas de mi vida ya nada me produce pudor, pero es cierto: yo me casé con una Chica Murakami
Con mis parejas puedo compartir la cama, pero no lecturas. Estoy convencido de que un libro te puede cambiar la vida. Pero me rehúso a transformar a las personas. Si un libro marca un antes y un después en mi existencia, omito comentarlo. Me asusta que la gente se parezca a mí. Imagino que en el principio fue una lectora: miembro de un bookclub, estudiante universitaria o fan from hell de las modas. Tras finalizar la lectura de, por ejemplo, Sauce ciego, mujer dormida, experimentó una especie de satori que le reveló que el mundo no podría continuar en pie sin admirar la obra del japonés. Como si tratara de toda la historia de la evolución, este conocimiento fue transmitido de amas de casa a solteronas a maestras a abogadas, hasta que juntas fueron legión, las Chicas Murakami.
Siempre que puedo evado la sobremesa. Deploro el arte de la conversación. Porque invariablemente nos va a conducir a referir nuestras lecturas. Si deseo charlar me voy a una cantina, donde a nadie le importa lucir educado y los libros se ignoran. Lo mismo me ocurre con el coito. Una vez concluido, deseo huir. O que se vaya de mi departamento. Porque sé que en cualquier momento mi cónyuge, novia o movida me va a incitar a hojear tal o cual título. Y entonces pienso: ¿por qué nadie me recomienda autores que no deba leer? De un tiempo para acá, siempre que alguno de mis acostones, o quien se les ocurra, me pide que lo oriente en cuanto al consumo de bibliografía le digo: no puedo ayudarte, pero lo que sí puedo recomendarte es que no leas a Murakami. Y tengo una enorme lista de autores a los que promocionar de manera negativa, aunque sé que algunos de mis conocidos me pedirán que los mencione, no es el caso, así que lo dejaré para otra ocasión.
No me opongo a que las mujeres lean a Murakami, me niego a que todo mundo lo lea, pero especialmente la población femenina. No es una fórmula para hacer crítica literaria, me manifiesto en contra por lo que Murakami produce en las ladies. Víctimas perfectas del mercado editorial, han confundido al japonés con la Beatlemanía. Sin embargo, no es la falta a la que me refiero: sino a que su consumo causa efectos nocivos en la psique de las mujeres. Las vuelve seres comprensivos.
Después de leer a Murakami, una morra puede perdonarle a su pareja su primera disfunción eréctil. Lo abrazará con lástima disfrazada de cariño, será empática con él y le explicará que no se preocupe, que llega todo momento en la vida del hombre en que tendrá que enfrentar ese episodio, sin importar que tenga 30 años. Dónde están las “muchachas en flor” que ante un oso de tal magnitud proferirían un “a la chingada” y brincarán a la cama de quien sí pudiera cumplirles. Desovariadas por culpa de Murakami. La exposición prolongada a Murakami produce infinidad de padecimientos, algunos de ellos aun no han sido identificados.
En ocasiones he llegado a pensar que sus lectoras son ratas de laboratorio, a las que se les alimenta con 1Q84 con la expectativa de que desarrollen nuevas patologías. Los que sí están comprobados son: angustia, depresión, tristeza, trastornos de bipolaridad, sentimiento melancólico, más el spleen que se acumule en la semana. Siempre que una mujer concluye la experiencia de leer a Murakami un vacío cobra forma en su interior. Podrá ser más experimentada en el amor, sabrá identificarlo y sacrificarse por él, pero estará incapacitada para afrontar la realidad.
Lo he vivido en carne propia. Me casé con una Chica Murakami, pero no fue la primera con la que salí. Antes hubo otras. Hubo una época en que no podías observar a ninguna muchacha caminar por un campus, viajar sentada en metro o en un tiempo muerto, sin un libro de Murakami en las manos. Entonces no es que sea fan de estas chicas, pero no puedes esperar a que aparezca la morrita con un Carver, un Cheever o un Updike, sería lo mismo que declararse célibe por convicción.
Ahora es más probable que el amor de tu vida ande por la vida con una edición de aniversario de On the road, pero a principios del siglo el menú era limitado. O una de ellas o la masturbación. La primera Chica Murakami con la que sostuve un amasiato estudiaba Letras, Oh, praise the lord. El final de Tokio Blues la impactó tanto que se deprimió clínicamente.
Como uno de los personajes de la novela intentó suicidarse, pero no lo consiguió. Sé lo que dirán: que Murakami está exento de la locura de las personas. Puede ser, pero yo jamás vi a una de nuestras adolescentes imitar el destino de Susana San Juan. La segunda con la que me enredé la escogí porque ella me aseguró que no consumía literatura. Era otaku. Y eso me parecía más flagrante que tener la bibliografía completa del autor de De qué hablo cuando hablo de correr.
Estaba buenísima. Y en la cama era un prodigio. Pero no soportaba las extenuantes jornadas que me obligaba a ver anime. Si la mariguana es la entrada a otras drogas, Murakami es el acceso a otras perversiones. Así que escapé. Pero antes de largarme, a la otaku le conté que existía una chava que no me quería aflojar. Y me recomendó que le obsequiara Tokio Blues. Por eso odio las recomendaciones. A la morra que tanto me gustaba la forcé a afiliarse al club de las Chicas Murakami y ella me obligó a casarme con ella. Entiendo el éxito del autor japonés en cuanto Tokio Blues.
Ya nadie escribe historias de amor. Supo captar un mercado que se encontraba huérfano de un icono. Pero en relación al resto de su producción no me lo explico. En fin, la persona que se convirtió en mi esposa me insistió tanto para que leyera la novela que sucumbí. Nunca hagan promesas en la cama. Me pareció la cosa más sosa, lenta y aburrida, como ver en el televisor el lanzamiento de un cohete. Cursi, endeble y badulaque. Y si en algún momento el blues del título despertó mi interés, cuando supe el título original, “Norwegian Wood”, una canción de The Beatles, y de que la historia era disparada por la simple escucha de esta melodía, clamé para mis adentros: ¡Proust qué te hemos hecho! Murakami no es nada tonto, refritea uno de los grandes momentos de la literatura universal y los conjuga con The Beatles: fórmula probada de éxito doméstico.
Mi esposa, como le sucede a muchas de las lectoras de la novela, se asumió a sí misma como una Midori. Decidió que estaba loca y debía ser recluida en una clínica psiquiátrica. Pero como eso cuesta una fortuna, decidió que su nosocomio fuera nuestra casa. Y puesto que un enfermo mental no puede salir a la calle, se enclaustró. Pero el encierro fue extendido a mi persona. Yo estoy loco, pero no me creo Midori. Prefiero mis desplantes públicos.
Estaba convencido de que se suicidaría. Y no quería, como Sid Vicious, despertar un día y encontrarme con Nancy Spungen muerta a mi lado. Así que apliqué la de Morrissey, cuando nos dejó plantados en el Vive Latino, y me di a la fuga. Después solicité el divorcio. Antes de que la recluyeran en un psiquiátrico de verdad y ya no pudiera firmar el acta.
Ahora, aunque el número de Chicas Murakami ha disminuido, un gran porcentaje de mujeres con las que me acuesto tienen libros del japonés. De madrugada o cuando voy al baño, espío sus libreros. Y si confirmo mis sospechas, no las vuelvo a ver. Navego entre tribus de distintas hembras. Están las Chicas Fadanelli, por ejemplo, que son alcohólicas, drogadictas y hacen rock, pero ninguna de ellas me pelaría. No hay escapatoria. Tengo el presentimiento de que si viajo a la provincia más dura y cortejo a una mujer me va a llevar a su casa y podrá no tener luz eléctrica, drenaje y Wi–Fi, pero un libro de Murakami me estará esperando en algún rincón de la vivienda.
Cada día odio más a Murakami y amo más a los electrodomésticos.
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