Carta para volvernos a ver
Enzia Verduchi
Querido José Emilio:
“Tardé 50 años en regresar a Campeche y ya no volveré a mirar el mar desde esta terraza de Lerma, no me va a dar el tiempo para volver”, me dijiste en ese breve terrado que fue de tus abuelos, en marzo de 2010. Ese breve espacio hacia mar abierto donde jugaste, leíste, hiciste castillos de arena, observaste los astilleros y los enormes vientres de los barcos en construcción, el ir y venir de cayucos y embarcaciones camaroneras cada verano, desde tu nacimiento hasta los 18 años de edad.
Cada inicio del verano eran tres días de viaje de la Ciudad de México al pueblo de pescadores de Lerma por tierra, por mar y por río. Cada verano para visitar a la abuela, a la viuda del juez Pacheco que se había negado firmar la orden de aprehensión y asesinato de Madero y Pino Suárez la noche del 18 de febrero de 1913, por lo cual fue fusilado. El primer verano de 1940 para ser bautizado en la catedral de Campeche. Cada verano para ir a la dulcería de Tabich, frente al Parque Principal, para comprar bolitas de coco y turrones de pepita así como los monitos de Memín Pingüin. Y tu primer libro leído en el Golfo de cabo a rabo: "La guerra de los mundos" de H.G. Wells, que leíste de un tirón, según me dijiste, toda una mañana y una tarde en la terraza familiar de Lerma. Así como las matinées en el cine Toro los domigos para ver a Errol Flynn vestido de pirata, un pirata demasiado bien ataviado y limpio en comparación con el viejo Morgan, Rock Brasiliano o El Olonés.
Todo eso y más me contaste en ese viaje; viaje que conversamos tantas veces que debíamos hacer por más de diez años, todo para volver a Campeche, volver a la terraza de Lerma con Cristina. Más de una década donde se nos atravesó el centenario de la aparición de "La balada de la cárcel Reading" de Wilde, que tradujo amorosamente Hernancito Bravo para Ácrono, y generosamente redactaste el bello prólogo. Las tardes donde me explicaste "De profundis" y a la vez nos reíamos del locutor de El Gramófono que anunciaba: “Ahora, para ustedes, del gran poeta José Emilio Pacheco, Presentimiento”. "Presentimiento" un bolero que es casi un himno para los campechanos, escrita y musicalizada por tu pariente lejano, y que resume en dos versos nuestra pasión por Campeche: “Sin saber que existías, te adoraba / antes de conocerte, te adiviné…”. Las tortas cubanas que degustamos en el Bar León, en la Condesa, mientras hablábamos de la fuente de manitas de cangrejo que pediríamos en el malecón, en el barrio de San Francisco. O aquella mañana que me citaste en tu casa para que revisara tu traducción de algunos poemas de Luccio Piccolo, primo de Lampedusa, que había premiado en su día Montale. “Pero José Emilio, ¿cómo crees que voy a revisar tu traducción? No me siento capaz, sé que está perfecta…”. Y sólo me contestaste: “Ay, llevo diez años en esto, revísalo si eres tan amable”. José Emilio adorado, siempre te admiré, desde la adolescencia, desde que cayó en mis manos "Las batallas en el desierto", pero lo que más admiré de ti era esa sabia paciencia para escribir, para traducir, para interpretar, para corregir y volver a corregir cada texto, poema y traducción. Supiste enseñarme las bondades de la paciencia.
Desde anoche, me vienen como lampos nuestras conversaciones sobre cosas muy serias, sobre cosas menos serias, sobre la vida y nuestros orígenes. El placer que sentíamos al degustar un cigarro juntos, porque de unos años para acá éramos parte del “Club de los fumadores apestados”. Tu versión de los "Cantares de Dzitbalché", que editó cuidadosamente nuestro querido Álvaro Abreu, y que ya no llegaste a presentar en Campeche en 2012. Esa versión tan sobria de los versos mayas del siglo XIII que no entiendo por qué nadie recayó en ella. Me viene una y otra vez esa comida en 2009, unos días antes de los homenajes por tus 70 años, junto con Juan Gelman, Marco Antonio Campos y Paquita Noguerol en ese restaurante argentino que tanto le gustaba a Juan, creo que en la calle de Alfonso Reyes. Ya sabes que soy algo despistada.
Hace unos días se fue Juan, sé que lo sabes. Confieso que no sabía cómo despedirme de Juan, la verdad no quería hacerlo. Confieso que tampoco sé despedirme de ti, tampoco quiero despedirme. Volveré pronto a Campeche e intuyo que nos volveremos a ver en la pequeña terraza en Lerma, donde “Digamos que no tiene comienzo el mar /Empieza donde lo hallas por vez primera/ y te sale al encuentro por todas partes”.
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