José Emilio Pacheco salió a cubierta
A veces los poetas dejan pequeñas pistas -o no tan pequeñas- para que el destino no se extravíe. Por ejemplo:
"Rodó la piedra y otra vez como antes
la empujaré, la empujaré cuestarriba
para verla rodar de nuevo."
Y entonces el destino, que es tonto, pero no se rinde jamás dirá: ya te tengo a tiro. A ti, poeta. Pero el poeta suele escaparse. Cada nuevo verso es una carrera que dobla una esquina, cada poema es la vuelta a la manzana entera. Y luego, píllalo en la noche, destino. Pero ambos, poeta y destino, vuelven a verse las caras porque ni uno ni otro cesan en su empeño de salir a la luz. Y en cuanto se siente descubierto, de nuevo el poeta deja otro rastro, esta vez más evidente y con forma de despojo, para que el otro pique:
"El viejo capitán sale a cubierta
y dice adiós.
Es la última tormenta.
Se hundirá con su barco."
El poeta juega con el destino, lo tienta, hace quiebros para que no le pilleantes de tiempo. Sin saber cuál es el tiempo preciso en que tanta palabrería no servirá ya para demorar su presencia. Al destino esas construcciones prefabricadas llamadas poesía le impresionan. Le confunden, sobre todo si en lugar de aparentar ser artificios consiguen camuflarse con la tierra, ser casi tierra: mostrarse cueva, por ejemplo, o curso tempestuoso de un río, o aparato eléctrico, o sangre y sed del hombre, o pasión por las ausencias o presencias. Es entonces cuando el destino se halla más cerca de tirar la toalla, porque no localiza al poeta, porque todo le parece caos, estrato viejo, aire o lodo. Todo aquello con lo que el destino no puede. Cuando la poesía está próxima a ser materia desnuda el destino casi se da por vencido. Pero al poeta le vence la soberbia inherente a sus palabras, y no puede o no sabe dejar de jugar:
sí de este mundo,
el trueno que en la sombra se escucha hondo.
Ahora estamos a la intemperie.
Somos los dueños del vacío."
Y ahí el poeta cayó en su propia trampa. Porque el poeta muere en su verdad. No fue espectáculo lo que anduvo contemplando toda su vida. Ni las palabras aderezadas y salpicadas de sustancia resultaron la sustancia misma. Aunque anduvieran cerca. Se asomó tanto al borde del destino que éste tiró de él. Quedó dueño del vacío para siempre.
* En memoria de José Emilio Pacheco, poeta, cuyos versos entrecomillados en este texto -pertenecen a su libro El silencio de la luna- prosiguen suaventura.
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