Carta abierta a Juan Gelman
Gambier, 15 de enero de 2014
Querido Juan:
Cuando te visitamos por última vez, la mañana del domingo 12 de enero, hace sólo tres tristes días, parecía que la muerte no te acompañaba. Es cierto que estabas muy frágil pero tocabas con energía la campanilla para alertar a la enfermera. Es cierto que hablabas en un susurro pero lo hacías con mucha precisión y claridad. En tu silla de ruedas, un poncho sobre los hombros, una manta sobre las piernas, eras la dignidad en persona. Nos diste un sobrio reporte sobre tu salud, la anemia que no amainaba y el incipiente cáncer del pulmón. También nos informaste de tu decisión de no recurrir a la quimioterapia y de resistir en el hogar. Estabas pendiente de todo, a la viva, diríamos en Cuba, incluidos nuestros proyectos de traducción. La conversación nunca se te escapó de las manos y hubo espacio de sobra para el humor. Incluso hablaste de Cervantes, de una de sus obras sobre cautivos, donde
habías encontrado versos excelentes. Nos invitaste a tomar un café y lo hicimos todos con gusto en unas tazas preciosas. La luz del invierno mexicano se filtraba por cada resquicio del apartamento de la colonia Condesa. Me pareció que estabas dispuesto a dar una larga batalla por tu vida.
A las 6 y 31 de la tarde del martes 14 recibí el email de José Ángel Leyva con la terrible noticia: “Acaba de morir Juan.” Como no hay otro Juan en nuestras vidas, en nuestras obras, se trataba sin duda de ti. No pude quedarme solo con esa noticia y de inmediato la compartí con otros que te quieren tanto como yo. Las memorias entonces se agolparon, no podía hacer otra cosa que recordar. Y recordé la lectura que hiciste, en el patio del Palacio de los Capitanes Generales de La Habana, en 1978, donde aprendí para siempre la consigna: a gelmaniar, a gelmaniar. Recordé la conversación en el Jardín Botánico de Medellín, en 1994, donde me enseñaste que el único tema de la poesía es la poesía, y por eso mismo puede hablar de todo. Recordé otra conversación, en los portales del Gran Hotel de Costa Rica, en 2007, donde aprendí que la mejor poesía ocurre cuando el sujeto poético se sale de sí mismo. Pero no todo era literatura entre nosotros, y entonces recordé tu indignación, en el campus de la Universidad de Oregon, en 1996, cuando te conté que los estudiantes de una fraternidad, al descubrir mis apellidos hispanos, habían defecado dentro de mi viejo coche.
La noticia de tu muerte pronto llegó a los periódicos que, como El País de España, mostraron sinceramente su pesar, aunque nunca divulgaron tus artículos antiimperialistas. Ésos que escribiste hasta hace muy poco, cuando el cuerpo se negó, y que eran un modelo de rigor informativo y análisis intelectual. Ésos donde nos advertías, por ejemplo, que la muerte seguía campante su paseo por Irak, donde más de 6 mil civiles habían perdido la vida en 2013. O que, después del 11 de septiembre de 2001, el gobierno de Estados Unidos había logrado que cincuenta y cuatro gobiernos de los 190 del mundo colaboraran con el programa por el cual los sospechosos de terrorismo eran llevados de un país a otro, a veces a un centro clandestino de detención de la propia cia en otros países, donde agentes del servicio los “interrogaban” según métodos bien conocidos. O que Obama mismo había ordenado ejecutar extrajudicialmente, en Yemen en 2011, por medio de un drone, a un ciudadano estadunidense, a su hijo adolescente y al hijo de un amigo. Esos artículos que impidieron, al no poder viajar a Estados Unidos, que se materializara el ofrecimiento, por Kenyon College, de su doctorado honoris causa. Ésos que seguramente espantaron a los académicos suecos, como antes los comentarios de otro signo de Jorge Luis Borges, y que le negaron a Argentina por segunda vez un merecido Premio Nobel. Esa militancia ética consecuente que en definitiva complementa tu obra poética.
A mi juicio, tu poesía es un modelo de rebeldía, una lección de libertad, y te sitúa entre los poetas mayores de la lengua española. Para no ir muy lejos, perteneces a la estirpe de Rubén Darío, Antonio Machado, César Vallejo, Vicente Huidobro, Federico García Lorca, Pablo Neruda y José Lezama Lima. En particular, valdría la pena destacar tu desafío de los dogmas de la escritura revolucionaria, el llamado realismo socialista y otras malas hierbas. La influencia de tu teoría y práctica poética, basada en el derecho a la imaginación y la fidelidad al sentimiento, fue crucial para los poetas de mi generación. Hace tres años, en ocasión de tus ochenta cumpleaños, afirmé en estas mismas páginas que tu obra se había caracterizado por una constante innovación en contenido y forma. Y resalté entonces que esa voluntad de cambio no sólo se mantenía en tu producción más reciente sino que inclusive se acentuaba. De esta manera, te revelabas como uno de los poetas verdaderamente vivos de nuestra lengua. Es decir, vivo no sólo en términos biológicos, sino además en el orden poético. Como poeta, querido Juan, aunque no alientes como antes, por tu radical e indeclinable creatividad, nadie hoy está más vivo que tú.
Abrazos de tu hermano menor, Víctor Rodríguez Núñez
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