lunes, 27 de enero de 2014

LA VIDA ES UN VIAJE, Vilma Fuentes

La vida es un viaje


Collage de Marga Peña
Vilma Fuentes

El regreso al país de origen, después de casi cuarenta años de vida en París, desencadena a menudo ese “desarreglo de todos los sentidos” cuando “se trata de llegar a lo desconocido”, que exige Arthur Rimbaud en su “Carta del vidente” dirigida a su profesor de liceo, Georges Izambard.

Ya durante el trayecto de ese retorno, el viajero se hunde en la marejada de recuerdos que lo ahogan. Ronda de reminiscencias que lo sitian, lo asaltan, lo envuelven y lo devuelven al momento de su salida, tantos años atrás, de México. Fantasmas vagos al principio, se van precisando, cobran vida, animados acaso por el rencor que los roe, por el olvido en que el viajero los mantuvo enterrados en los sótanos de la memoria. Toman cuerpo y encarnan con la nitidez y la fuerza brutal de su aparición, antes de trocarse durante el mismo instante en recuerdos. Reminiscencias que dejan de serlo convertidas, de súbito, en lo que fueron: presente efímero, y a causa de ese doble retorno, el de los años, al origen, ahora instaladas en un presente insidioso, obsesionante, acechante, perpetuo. Su presencia me perseguirá durante la estancia en mi ciudad, en mi país.

Durante los despertares en la madrugada cuando se obedece a la memoria del cuerpo –esa memoria más profunda que la mental, narra Proust cuando siente el cuerpo de Albertina junto al suyo ausente para siempre desde ya muchos años– creo sentir, tocar, a ese otro. Me doy cuenta de que estoy sola, me pregunto a qué hora desperté. Miro alrededor sin comprender dónde estoy. No es París, claro, es México. Es la recámara donde vivieron sus últimos años mis padres; él tuvo la suerte de morir ahí, ella no alcanzó a volver del hospital.
Desquiciamiento de las horas y de los lugares. No sólo cuando emerjo del sueño, también durante el día. Las semanas que siguen al retorno. Los amigos han cambiado, ¿por qué no decirlo?, envejecen. Probablemente yo tampoco soy la misma. “Je suis un autre”, escribe Rimbaud a Izambard.

Sobre el cuerpo de mis amigos veo la imagen de lo que fueron, sin conseguir borrarla, sin poder aplastarla bajo el peso de su imagen actual, real. ¿Más real que la anterior? ¿Real? ¿Qué es lo real? ¿Un crimen perfecto, como Bellefroid hace decir a Georgie, el barman, a Monsieur Black? Miro en mis amigos su fidelidad, o su infidelidad, a lo que fueron. A lo que quisieron ser. Y algunos han llegado a serlo. Tienen el rostro que merecen, se reflejan en sus caras las huellas y trazas de sus vidas. No pueden, y algunos no quieren, engañar a nadie. Y, de todos modos, no tienen la suerte de Dorian Gray, no hay de ellos un retrato escondido que sufre los ultrajes del tiempo, maldad y vicios, que debió haber sufrido la persona viva. Aunque el tiempo termine por atraparlo y devuelva a la pintura sus colores y su nitidez, y a Gray su rostro putrefacto de corrupción. El retrato de Dorian Gray es la historia de una imagen de un rostro y del tiempo. El hombre se cree bello, libre de las crueldades de la edad. El retrato dice lo contrario, es decir, lo real. Esa atroz verdad de lo real: el tiempo es inclemente.
El regreso a París no es menos abrumador. Creía poder escapar a ese “desarreglo de los sentidos”, puesto que no llegaba en busca de lo desconocido. Creí poder despertarme, al fin, después del viaje a México, situada en el lugar donde estaba y no en otro. Me equivoqué: ahora, al lado de Jacques, me desperté desconociendo lo conocido. Mis ojos buscaban las buganvilias y los limones verdes a través de las ventanas asoleadas de la recámara donde pasé poco más de dos meses en México. Su clóset, la puerta corrediza que da al baño. No sabía, no podía entender dónde estaba. Qué eran esas vigas de madera en el techo, esas cortinas japonesas, ese cuadro de Soriano al cual serví de modelo, el dibujo de mi cara por Cuevas, los retratos, de Jacques y mío pintados por Carmen Parra, los coyotes que Toledo me dedicó, la mujer en el lago que Armando Morales creyó ver en mí, el camión escolar de Carlos Torres en alusión a una de mis novelas, las telas de extrañas mujeres de Alfonso Domínguez. Cuadros que me arrebataban hacia otros años, ya acabados, que hacían resurgir vívidos momentos lejanos, de pronto presentes en una ronda de apariciones que me cercaba sin dejarme saber en dónde estaba.

Debía repetírmelo con fuerza, en un murmullo para no ser escuchada sino por mí, para convencerme de estar en París, en un departamento situado a una centena de metros de Notre-Dame, junto al Sena, en un islote de edificios que parece pueblo, donde todos se conocen, de quienes podría escribir la historia de cada uno: la cajera china, la vietnamita que vende frutas exóticas, los libaneses del restaurante, François Cavanna, su amiga Virginie, Pierre Soulages, su mujer Colette con su mechón de pelo blanco en su cabellera negra, el titiritero que deja a su gato libre, las viudas del barrio que pasean a sus perros diminutos, el vendedor de periódicos, los meseros y los dueños de los cuatro cafés-bar a donde voy, la pareja de malgaches que venden cigarros, timbres, sobres, todo lo que pueden para sobrevivir. Soy parte de ellos, de ese pequeño poblado donde vivo hace treinta años. Mi silueta es reconocida cuando camino por las callejuelas del laberinto de la Place Maubert, saben quién soy, saben más de mí que yo no sé.

Una pregunta me da vueltas en la cabeza de manera intermitente, cuando menos la espero, al atravesar el bulevar Saint-Germain, mientras leo un poema de Efraín Huerta a Jacques, cuando me maquillo frente al espejo donde no me veo, al lavar los platos, mientras cocino o cierro la puerta tras de mí. Me pregunto si regresé a París o vine a París, si regresé a México o fui a México. ¿Cuál es la ciudad a donde vuelvo? ¿Cuál el país a donde viajo?

Salgo a caminar el pueblo donde vivo. Bonne année, me desean las personas que cruzo en las callejuelas, en la tabaquería, en la tienda, en el café-bar. Preguntan cuándo llegué, no preguntan cuándo volví. Me hablan con una nostalgia imaginaria de un México que no conocen.
Yo prosigo mi viaje. Porque acaso ando viajando desde hace pronto cuarenta años. ¿Hay otra forma de viajar? ¿De seguir de asombro en asombro? ¿De seguir viva?

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