Guillermo Samperio
Lo que me ocurre, antes de irme a la cama, en esta mi noche, es que acaba de caerme una ángela en los brazos, que dormía en una nube apenas naranja. Giró a su derecha y se salió del borde nuboso, se desplomó sin poderlo evitar; ahora la tengo aquí, semidormida. Esboza una media risita mientras yo le doy sólo un medio beso suave, un casi no-beso. Soy Diana, para ti, dijo. Dije: Soy Guillermo para ti. Estamos iguales. Pero, ahora, lo inconcluso la hace buscar, de mis labios, la otra parte del beso, la cual consigue, un casi sí. A partir de allí nos metemos abrazados en la nube.
Fuimos advirtiendo, mientras nuestro amor se expandía, que la nube cobraba un tono naranja casi explosivo. Allí, en medio del celestial encuentro y luego de la explosión, la nube se había vuelto violeta oscuro; como nuestros labios mórbidos. No sé cuántos años llevo con ella, pero sus clases para ser ángel cada vez las entiendo menos. A ella le sigue interesando hacer estallar nubes con luminiscencias diversas. La que más usa es cuando la nocturnidad nos cubre y miro las maneras en que su cuerpo se contorsiona en la oscuridad. Sobre mi cuerpo es una danza deleitable de fulgores.
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