—¿Y ese imbécil, ya volvió?
—Pero, Ernesto, sólo considerando que es tan discreto al no mezclarse en nuestras cosas, debías ser más indulgente cuando hablases de Antonio.
—¡Noto que le defiendes con mucho calor! Si no conociera a tu excelente marido, era cosa de tener celos de él.
—¿Celos tú?... El hombre distinguido que toma las pasiones como un juego, que no interesa jamás al corazón. Quédense los celos para los albañiles y demás gente vulgar que aún cree en el amor, tan desacreditado en nuestros días.
—¡Dolores!...
—No, no te defiendas; así es como me resultas, loco mío. Tu desahogo será fingido, lo tendrás por pose, quizá sea una exigencia del buen tono, pero te sienta muy bien. Para amar en burgués, me bastaba con mi marido.
—Pero, hija, ¿otra vez vuelves a sacar a escena a tu buen esposo? Ten mejor gusto. ¿No ves que desentona el cuadro?
—Lo que quieras, Ernesto.
—Debemos olvidarnos del mundo para ocuparnos de nosotros. Hoy estás diabólicamente hermosa.
—Y tú rematadamente cursi.
—¡Burlona!
Sonó un beso, y la chaise-longue gimió agobiada por el peso de Dolores y Ernesto, que se sentaron. Ernesto la miraba con el cínico desenfado que le había dado fama de atrevido y conquistador entre las damas, atusándose el enhiesto bigote, descaradamente levantado sobre sus labios abultados y sensuales. Dolores se extasiaba en muda contemplación, irradiando a intervalos sus pupilas verdes, valientes y crueles, tonos metálicos, donde se revelaba el erotismo que estremecía aquel cuerpo ondulante y nervioso.
Dolores se incorporó y trató de desasirse dulcemente de Ernesto, exclamando:
—¡Casi es de noche! Voy a mandar que los criados enciendan.
—No; con la luz del crepúsculo los crímenes adquieren cierta grandeza. Espera.
—Has hecho una frase. ¿Por qué no te dedicas a escribir novelas por entregas? Quizá te labraras un bonito porvenir.
Las risas de Dolores y Ernesto, francas y ruidosas, se mezclaron.
Reinó luego el silencio en la estancia.
Ya brillaban las estrellas como globos de oro, presos entre las brumas de otoño, cuando Dolores mandó que entrasen las luces.
—¿Qué hora es?
—Las siete.
—Tarda hoy más que de ordinario ese.
—Hija, otra vez ese. Indudablemente te vas enamorando de tu manso compañero. ¡Tiene gracia la cosa!
Y Ernesto se rió con risa forzada y nerviosa.
—Lo que tiene gracia, es que tú estás celoso de Antonio.
—¡Yo!...
—Calla. Ahí está.
Sobre la pared se dibujó una sombra que se agrandaba, a medida que el ruido de pasos sonaba más distintamente en el pasillo que conducía al salón donde se encontraban Ernesto y Dolores.
A los pocos momentos apareció don Antonio, con su cara redonda y sin expresión, y su facha bonachona, adocenada e insignificante.
—Da gracias a tu amigo Ernesto, que me acompañó para ayudarme a matar el aburrimiento.
Ernesto y don Antonio se saludaron afectuosamente.
—Sí, amigo don Antonio, aquí me tiene usted cumpliendo gustoso un deber de amistad. Ya que usted llegó, dejo al feliz matrimonio entregado a las dulces intimidades del hogar.
Apenas había traspuesto Ernesto la puerta del salón, Dolores se levantó, echó los brazos al cuello de don Antonio, con desesperezos de gata, y dejó en los labios de su esposo un beso muy apretado.
Don Antonio se estremeció al influjo de aquel transporte de su pequeña, como él la llamaba, y Dolores se sintió muy feliz, únicamente porque engañaba al presumido de su amante.
Camilo Bargiela, diplomático y literato español. Nació en Tuy, provincia de Pontevedra (España), en el año 1864, y murió en Casablanca (Marruecos), en el año 1910. Miembro del Modernismo entroncado con la Generación del 98, participó en las principales tertulias literarias del Madrid de principios del siglo XX y fue uno de los más significativos representantes de la bohemia madrileña, donde ser relacionó con las figuras literarias más conocidas del momento.
Miembro de una familia acomodada, Bargiela estudió derecho en la Universidad de Santiago, tras de lo cual comenzó una brillante carrera diplomática, llegando a ser cónsul en Manila (Filipinas) y Casablanca, por aquel entonces capital de facto de Marruecos. Bargiela trabajó en los periódicos de Tuy La Novedad, revista quincenal que nació y murió en el año 1890, en Tuy Humorístico, semanario que apenas se mantuvo los dos últimos meses del año 1898, y en La Opinión, rotativo en el que comenzó a publicar Los pavos reales, novela que escribió mientras estaba en Casablanca como cónsul y que dejó inconclusa. Trasladado a Madrid, Bargiela siguió compaginando su actividad profesional con la literatura, colaborando en varias revistas de prestigio entre los cenáculos literarios, como la Revista Nueva, la Vida Literaria y Arte Joven. También publicó interesantes trabajos sobre Ibsen, Hauptman, D´Annunzio y Suderman, e hizo traducciones de Tolstoi, Maeterlincke,Gorki y Sienchievicez, además de varios ensayos de corte filosófico y poético.
En el año 1900, Bargiela publicó Luciérnagas, libro de cuentos y sensaciones en el que incluyó al final un ensayo sobre la literatura de su tiempo y la herencia de la generación precedente, titulado Modernistas y anticuados. A esta obra le siguieronLa boquilla del ámbar, cuento dramático en un acto; El juglar, comedia de Teodoro de Baurille que readaptó al teatro español en colaboración con Ramón de Godoy; y, finalmente, Florín quince principal, obra también escrita junto con Miguel Salcedo y Alfonso Tobar.
Bibliografía
L. S. Grajel: Recuerdo de Camilo Bargiela, en Baroja y otras figuras del 98 (Madrid, 1960), págs. 207-217.
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