BATIS:
Al
maestro en sus 80 años.
La culpa la tiene Huberto
La culpa la tiene Huberto
Guillermo Vega Zaragoza
A finales de este mes, Huberto Batis cumple ocho décadas de vida. Aunque cuenta con una obra ensayística, crítica y memorialística notable, Batis es recordado mayormente como el gran animador y provocador de las letras mexicanas por su trabajo al frente de la revista Cuadernos del Viento y del suplemento “sábado” de unomásuno, como recuerdan dos de sus colaboradores cercanos.
I. “¿NO DICES QUE QUIERES SER ESCRITOR?”
En esa época,
sería a mediados de 1986, yo tenía 19 años y una novia con la que pasaba mucho
tiempo; la acompañaba a todos lados, a sus clases de inglés, a la casa de su
abuelita… Hasta que un día me dijo: “¿Por qué no te buscas algo mejor que
hacer? ¿No dices que quieres ser escritor? ¡Apúntate en un taller literario o
algo así!”.
En el periódico
aparecían anunciados los talleres literarios patrocinados por el ISSSTE, uno de
los cuales, el de cuento, coordinaba Edmundo Valadés. Pero las sesiones eran en
la tarde y yo iba en el turno vespertino de la carrera de Periodismo y
Comunicación Colectiva en la entonces ENEP Aragón de la UNAM. No obstante,
decidí que valía la pena faltar un día a clases por asistir al taller del autor
de La muerte tiene permiso, nada menos.
Llegué adonde se realizaba el taller, un amplio salón arriba de la estación del
Metro Juárez. El lugar estaba abarrotado, había como 50 personas. Ni una silla
disponible. Me quedé parado en la puerta y a lo lejos pude ver la brillante
calva del maestro Valadés que leía con voz cansina unas cuartillas. Le pregunté
a una persona que tampoco había alcanzado asiento cómo funcionaba el asunto. Me
dijo que el maestro leía los textos y luego la gente opinaba sobre ellos. “¿Y
como cuántos falta de leer?”, dije. “Como 20”, me dijo, “a mí ya mero me toca,
estoy aquí desde hace tres meses”. Mala cosa. La corroboración de mi talento
literario no tenía tanta paciencia.
Revisé de nuevo
el anuncio de los talleres. Ningún otro me convencía y todos eran en la tarde,
menos uno: el de “Periodismo literario” con Huberto Batis, los martes al
mediodía en el Museo Carrillo Gil en San Ángel. Decidí apersonarme para ver de
qué iba. El salón, por lo menos, no estaba tan lleno: doce o quince personas.
Al frente, el director del suplemento cultural “sábado” del diario unomásuno que aún dirigía Manuel Becerra Acosta,
leía un texto que, después de comentarlo positivamente, no se lo regresó al autor
sino que lo guardó en su portafolios negro. Otros sí los devolvió, y así, hasta
que terminó la sesión. Entonces sacó de su portafolios negro un pequeño paquete
y empezó a decir nombres y algunos asistentes se levantaban a recoger un sobre.
Le pregunté a la chica sentada junto a mí: “¿Y eso qué es?”. “El pago de
colaboraciones. El maestro publica en el periódico los textos que más le
gustan”. A lo largo de la sesión entendí que en el taller se irían explorando
diversos géneros periodísticos, pero en ese entonces estaban atacando la
crónica urbana. La verdad es que en los dos años y medio que duré en el taller,
nunca nadie presentó otra cosa que no fueran crónicas. Batis nos conminaba a
contar lo que sucedía en la ciudad. Decía: “Cuando dentro de cincuenta o cien
años la gente vea el periódico y quiera saber cómo era en verdad la vida en la
ciudad, no lo van a saber por las notas informativas sino por sus crónicas”.
A mí se me hizo
muy fácil llevar a la semana siguiente una crónica sobre un día en la Facultad
de Filosofía y Letras, que había visitado unos días antes (me parecía
cotorrísimo que al pasillo principal lo llamaran “el aeropuerto”). Batis la
leyó aclarando algunas inexactitudes —al fin y al cabo, él había pasado y sigue
pasando la vida en la Facultad— y me la regresó: “Esto a nadie le interesa y
además está muy larga. Escribe otra cosa, una historia, algo que haya pasado en
la calle, máximo en dos cuartillas y media”. Así lo hice y a la semana
siguiente llevé una crónica sobre un pedigüeño en el Metro que se hacía pasar
por sordomudo para estafar a los pasajeros. Unos muchachos lo ponían en
evidencia y él les mentaba sonoramente la madre. Batis dijo: “Esto está mejor,
pero hay que cambiarle el final; no es creíble, aunque haya sido cierto”. Pero esta
vez no me devolvió el texto sino que lo guardó en su portafolios negro. En la
sección “Ciudad” del periódico publicaba las crónicas urbanas que se leían en
el taller junto con las que escribían a quienes consideraba mis ídolos: Ignacio
Trejo Fuentes, Humberto Ríos Navarrete, Amílcar Salazar, Arturo Trejo
Villafuerte, Josefina Estrada, Roberto Vallarino, Sandro Cohen, José Francisco
Conde Ortega. Dos semanas después, el 31 de octubre de 1986, en la página 11
del unomásuno apareció “Las estampillas del sordomudo”,
mi primera colaboración en una publicación seria (antes sólo lo había hecho en
pasquines estudiantiles). Ahí considero que comenzó mi vida de periodista y
escritor. Compré cinco ejemplares del periódico y uno se lo regalé a mi novia,
la misma que me mandó a buscarme algo que hacer. Estaba tan feliz que fuimos a
festejar como festejan los novios cuando tienen 19 años. Y toda la culpa la
tuvo Huberto.
II. LO QUE CUADERNOS DEL VIENTO NOS SIGUE DEJANDO
Tengo en mi
escritorio la colección completa de la mítica revista Cuadernos
del Viento, fundada y editada por Huberto Batis y Carlos Valdés de
agosto de 1960 a enero de 1967. Y digo “mítica” porque nunca había visto un
ejemplar ni conocía a nadie que tuviera uno. Sabía que existía porque leí Lo
que “Cuadernos del Viento” nos dejó,las memorias de Batis sobre la
historia de la revista publicadas por Editorial Diógenes en 1984, pero no me
constaba su existencia. Ahora, la providencia ha puesto en mis manos estos
ejemplares y los he ojeado con avidez y curiosidad. Nomás vean los nombres de
los autores incluidos en la entrega inicial: Tomás Mojarro, Carlos Valdés,
Eduardo Lizalde, Carlos Fuentes (nada menos que un fragmento de La
muerte de Artemio Cruz) y José Emilio Pacheco. En las mencionadas
memorias cuenta Batis:
¿Cómo nació la
revista? Yo estudiaba en la Facultad de Filosofía y Letras y en El Colegio de
México; trabajaba en el Banco de México haciendo precisamente una revista, Banxico,
con Enrique Alatorre Chávez, y en la Imprenta Universitaria, con Rubén Bonifaz
Nuño, encargándome de las galeras de la Bibliotheca Scriptorum Graecorum et
Romanorum Mexicana, y de cuidar la colección Filosofía Contemporánea del
Instituto de Investigaciones Filosóficas […]. Corregía también (¿a qué hora
hacía tanta cosa?) la Revista de la Universidad,
que dirigía Jaime García Terrés, y que formaban Juan García Ponce y Carlos
Valdés. Lo hice muchos años, por disciplina y por cariño a la revista; así, yo
era el único que la conocía de cabo a rabo y además cobrando por ello una miseria,
¡claro! (300 pesos), apenas para “las carnitas” como decía Tito Monterroso
riendo, no se sabía muy bien si refiriéndose a los tacos de maciza afuera de
los talleres en los sabrosísimos almuerzos de los “maistros”, o también a
carnitas más perfumadas.
En ese entonces,
las principales publicaciones culturales eran la Revista
de la Universidad y
el suplemento “México en la Cultura” de Fernando Benítez, todavía en el
periódico Novedades. Y aunque
en ambas publicaban casi los mismos en una enérgica promiscuidad, los más
jóvenes (los que estaban en sus veintes) tenían espacio en las secciones de
reseñas, pero poca oportunidad de dar a conocer sus trabajos de creación. Por
eso, Batis y su paisano Carlos Valdés (autor injustamente olvidado que sigue
esperando ser leído y revalorado por las nuevas generaciones) decidieron fundar Cuadernos
del Viento, que mantuvieron durante casi siete años, a punta de
andar pepenando patrocinios para sacar los gastos de la publicación. Dice el
editorial de la primera entrega, firmado por ambos editores:
Los Cuadernos
del Viento recibirán
a todos los escritores, particularmente a los jóvenes, sin tener en cuenta
nacionalidades, credos, actitudes. Hemos asistido al nacimiento y a la muerte
de innumerables empresas editoras de literatura y a la mistificación de otras
que relegan la creación literaria a un segundo término. Fracasaron muchas de
las más sanas intenciones, pero este fracaso no es sólo imputable al público,
sino al espíritu editorial que aspira sólo a fomentar una aristocracia de
iniciados y que se desentiende del gran público, subestimando su capacidad de
elevarse al goce de lo literario. […] (El siglo xx) nos pide que heroicamente
nos dediquemos a las tareas creativas —desde las posturas “comprometidas” hasta
las de “torre de marfil”— y que conquistemos al gran público que tiene que
existir en nuestro país. ¿No es ésta una preocupación nacional? Al mismo
tiempo, es necesario que los escritores que profesan fanáticamente sus credos
estéticos dejen a un lado las luchas intestinas. Podemos estar seguros que el
público lector se interesa muy poco en las estériles contiendas de nuestras
facciones literarias, y que lo único que pide es calidad suficiente.
Como se ve, poco
ha cambiado en nuestro mundillo literario. Lo escrito hace 54 años se podría
suscribir hoy casi sin cambios. Pero en aquel entonces los dos quijotescos
editores emprendieron su labor sin distingos, publicando lo mismo a luminarias
y consagrados que a principiantes y promesas inminentes, nacionales y extranjeros,
con el único criterio de la calidad y pertinencia literaria, albergando a todas
las tendencias y corrientes en boga, y animando la vida y la discusión cultural
con sus famosos “Palos de ciego”, comentarios informativos y sarcásticos donde
se daba cuenta de la actualidad literaria, de las novedades editoriales y de lo
que aparecía en otras publicaciones (estos “Palos de ciego” serían el
antecedente directo del “Desolladero”, la sección que Batis creó en “sábado”
para que los colaboradores y lectores airearan sus desavenencias literarias y
se dieran respetuosamente hasta con la cubeta). Desde entonces a Batis se le
criticaba por dar tanta “manga ancha” a escritores a los que sus colegas
consideraban “menores” o de plano “malos” porque no comulgaban con sus “principios
estéticos”, o mejor dicho, que no formaban parte de su mafia.
Con esa apertura
se mantuvo Batis, y más aún desde que en 1984 Fernando Benítez se fue a fundar La
Jornada Semanal y le
dejó el paquete de “sábado”. “¿Qué voy a hacer? No voy a poder con el
suplemento, ¿qué hago?”, le dijo acongojado Huberto. “Cómo no —le dijo
Benítez—: consíguete un Batis. Tienes contacto con los jóvenes”. He aquí la
fórmula de oro para hacer un suplemento cultural irreverente, propositivo,
crítico y creativo, como lo fue “sábado” desde entonces hasta su desaparición
en 2002.
Nada más que los
Batis siempre han sido sumamente escasos.
III. VOYEURISTA,
EROTÓMANO, PORNONAUTA
Huberto Batis se
dedicó a editar y publicar la obra de los demás, pero poco se preocupó de
conjuntar la suya en forma de libro (ahora sabemos que la razón por la cual
nunca volvió a escribir creación propiamente dicha se debió a un comentario al
desgaire de su mentor Antonio Alatorre; véase su artículo en la edición de
marzo de 2014 de esta revista). Durante muchos años, los únicos libros
disponibles de Batis fueron su Estudio preliminar a los índices
de El Renacimiento, las mencionadas memorias de Cuadernos
del Viento y Estética
de lo obsceno (y otras exploraciones pornotópicas), que el propio Batis considera
su best-seller. Pero a partir de este
siglo han aparecido en feliz sucesión varios libros que conjuntan los cientos
de notas y ensayos dispersos escritos por Huberto: Por
sus comas los conoceréis. Revistas y suplementos literarios (Conaculta, 2001); Crítica
bajo presión. Prosa mexicana 1964-1985 (UNAM, 2004); Ni
edad dorada ni apocalipsis (prospectiva científica y literaria) (Factoría Ediciones, 2004); la serie
de Las Flechas: La flecha en el arco, La
flecha en el aire, La flecha en el blanco y La flecha extraviada(Editorial
Ariadna, 2006), y Memorias del sábado perdido.
Suplemento de unomásuno (1977-2002), tomo I (Editorial Ariadna, 2006); los cuales
se complementan con la extensa investigación de Catalina Miranda: Huberto
Batis. 25 años en el suplemento sábado de unomásuno (1977-2002) (Editorial Ariadna, 2005),
indispensable para entender la historia y la trascendencia del hombre que
estuvo al frente del suplemento cultural más importante del último cuarto del
siglo XX.
No obstante, de
entre todos sus libros, el que mejor define la personalidad de Huberto Batis
es, sin duda, Estética de lo obsceno. La primera edición data de
1983, con reediciones en 1984 y 1989, y en 2003 la UNAM publicó una versión
corregida y bastante aumentada. A lo largo de más de 30 años, Batis —un
voyeurista, erotómano y pornonauta consumado— exploró los vericuetos del erotismo,
la obscenidad y la pornografía en el arte y la literatura, mediante ensayos y
artículos, de los cuales el mencionado libro es apenas una pequeña pero
significativa muestra. En su taller de periodismo cultural, Batis alguna vez
hizo hincapié en la diferencia entre obscenidad, pornografía y erotismo. Lo
obsceno es lo que, según algunos, debería permanecer oculto, “fuera de escena”;
entre esas cosas se encontraría la relación sexual, pero no sólo eso sino
también el autoerotismo, la defecación, la muerte o el asesinato. La
pornografía, por su parte, tiene el objetivo de provocar deliberadamente la
emoción sexual, en tanto el erotismo la provoca de manera velada e indirecta.
Es decir, obsceno puede ser la simple mención de la cópula; pero si busca la
excitación de manera velada, no directa, es erotismo, y si quiere excitar
abiertamente, es pornografía. Desde luego, toda clasificación es relativa y
arbitraria de acuerdo con quien la aplica, ya que alguien se puede excitar
hasta con un esquema escolar del cuerpo humano, mientras otros requieren
exponerse a fetichismos y parafilias específicas, como las mujeres con tacones
altos o simplemente una blanca gallinita.
Todo ello me
quedaría más claro tiempo después, al leer los ensayos de Estética
de lo obsceno, donde Batis expone y analiza las implicaciones
pornotópicas de obras de autores como Leopold Sacher-Masoch, Georges Bataille,
Anaïs Nin, Alberto Moravia, Roland Barthes, Gerard de Nerval, Oskar Panizza,
Jane Bowles, entre otros. Siempre están presentes estas disquisiciones acerca
de los límites entre erotismo, obscenidad y pornografía; por ejemplo, al
rememorar la censura, prohibiciones y juicios de que fueron objeto las obras de
Charles Baudelaire, D. H. Lawrence, James Joyce y Henry Miller.
Al glosar el libro
de David Loth, Pornografía, erotismo y
literatura (Paidós,
1969), Batis concuerda en que la literatura pornográfica ha ayudado al hombre a
“comprender su naturaleza sexual”, pues “la mayoría de nosotros no alcanzará
esta comprensión a partir de la propia experiencia, limitada, sino más bien de
lo que otros escriben”. Aunque algunas de las reflexiones nos puedan parecer ya
lejanas, lo cierto es que este libro sigue siendo una lectura inquietante y
provocativa, como siempre le ha gustado ser al maestro Batis.
IV. LA LEYENDA DEL OGRO BATIS
Huberto Batis se ha caracterizado por
su generosidad para que jóvenes y no tan jóvenes escritores den sus primeros
pasos en el mundo de las letras, desde Cuadernos del Viento hasta
“sábado”, pasando por las aulas de la Facultad y, desde luego, su taller de
periodismo cultural. Nadie como él ha dado la primera oportunidad de
publicación a tantos autores; muchos se quedaron en el camino, algunos
continuaron y otros tantos con el tiempo se han convertido en luminarias,
acreedores de premios, becas y reconocimientos múltiples. De estos últimos,
lamentablemente pocos han manifestado agradecimiento público a Batis por poner
en letras de molde sus adefesios iniciales, no porque lo necesite, sino por
cuestión de mínima honradez.
Durante los dos años y medio que
participé en su taller coincidí con otros jóvenes que entonces también hacían
sus pininos en las lides literarias y que a lo largo de los años han conformado
una obra destacada. Por ejemplo, Naief Yehya, hoy especialista en temas de
pornografía y cibercultura que entonces deambulaba por los separos de la
Facultad de Ingeniería; Gonzalo Vélez, que se convertiría en notable crítico de
arte, novelista y traductor; Jorge Luis Sáenz, que luego trabajaría como
reportero y promotor cultural, y el más notable de todos: Armando González
Torres, uno de los más destacados poetas y ensayistas actuales, que entonces
escribía sus crónicas “metafísico-congaleras” con el personaje de Antístenes, una
especie de filósofo urbano, asiduo de los espectáculos de burlesque en la zona
de Garibaldi.
Armando también colaboraba en
“sábado” como reseñista, así que después de un tiempo me atreví a entregarle a
Huberto una reseña. Para no meterme en honduras y “mostrar músculo”, escogí el
libro de una poeta primeriza y le tundí bien y bonito. Batis la publicó,
supongo que encantado, porque lo suyo siempre ha sido provocar y levantar
ámpula. Ahora que releo el textito, me doy cuenta de mi audaz inconsciencia:
¿quién era yo para escribir a los 20 años cosas como ésta: “Festín de
contrastes, una escena luminosa precede a una oscura que se le opone, pero en
vez de que ambas se fortalezcan, estas se disuelven, se diluyen, no llegan sino
a lánguidas impresiones fortuitas, sin mayor intención que mostrar la negación
dialéctica”? Válgame. Ojalá la poeta me perdone algún día.
Así, las incursiones en el unomásuno fueron
rebasando el ámbito del taller hasta convertirnos en asiduos colaboradores e
incipientes reporteros. Recuerdo dos ocasiones que hablan del olfato
periodístico que nos inculcaba Huberto. En ese tiempo, el INBA tenía un ciclo
que se llamaba “Literatura en las rocas”, que consistía en presentar libros en
cantinas tradicionales del Centro Histórico. Un sábado le tocó el turno a Rubén
Bonifaz Nuño con su enorme Albur de amor en un bebedero de la
calle de Bolívar. El lugar lo dividieron en dos, para no molestar a los
parroquianos habituales a quienes les tenía sin cuidado la poesía. Al final,
cuando preguntaron si algún miembro del público tenía algo que añadir, uno de
estos parroquianos a los que supuestamente le valía madre la poesía se puso de
pie y pidió la palabra para recitar, de memoria, un poema de Bonifaz Nuño,
aquel que empieza: “Para los que llegan a las fiestas ávidos de tiernas
compañías…”. De los ojos ciegos del poeta asomaron tremendos lagrimones y
exclamó: “Ahora ya puedo morir en paz, mi poesía está en el lugar donde debe
estar: en las cantinas”.
En el lugar estábamos presentes Jorge
Luis Sáenz, Gonzalo Vélez y este tundeteclas. A la salida acordamos escribir
una crónica sobre lo que acabábamos de presenciar, pero cada quien redactaría
una sola cuartilla, para luego integrarlas en un solo texto, eliminando lo que
se repitiera. Quedamos de vernos al día siguiente. Sorprendentemente, ninguno
de los tres repetimos nada, los tres fragmentos se integraron con naturalidad,
como si lo hubiéramos planeado así. Se la llevamos a Huberto, quien la publicó
en la sección cultural con un seudónimo que combinaba los nombres de los tres
autores.
En otra ocasión, al salir del taller,
mientras caminábamos por Miguel Ángel de Quevedo rumbo al Metro, le pregunté a
Jorge Luis Sáenz si acudiría ese día en la tarde a la presentación de Mario
Benedetti en el foro de la (ahora antigua) librería Gandhi. Me dijo que no
sabía si podría, pero que si así era ahí nos veríamos. Desde una hora antes del
evento, la fila para entrar llegaba hasta el jardín contiguo a la librería. La
hilera avanzó apenas un poco y el lugar, que era más pequeño que una nuez, se
había abarrotado de inmediato. La gente empezó a protestar y a empujarse. Se
escuchó un crujido, se rompió el cristal de la puerta y una chica resultó
herida en una mano. Poco después, los organizadores salieron a avisar que la
presentación del famoso poeta uruguayo se había cancelado. Jorge Luis no
apareció. Regresé a casa, escribí una crónica de lo acontecido y la llevé al
periódico, a ver si le interesaba a Huberto. Al día siguiente apareció como
principal de la sección cultural una nota con el título “O se calman o no
salgo: Benedetti”, firmada por Jorge Luis Sáenz y Guillermo Vega. Resulta que
Jorge Luis sí había logrado entrar al foro y atestiguó todo el sainete desde
dentro, incluido el berrinche del poeta por la desorganización. Así, la crónica
fue redonda, con la visión de lo que sucedía adentro y afuera. Como no quedaba muy
bien parado Benedetti por estar instalado en su papel de divo —la verdad es que
nos pitorreamos de él bien y bonito: yo lo llamé “poeta de las gatígrafas”— al
parecer se enojó tanto que no volvió a colaborar en elunomásuno. El
olfato de Batis para provocar era infalible.
Me ha tocado escuchar y leer
historias escalofriantes sobre el “ogro Batis” en la redacción del “sábado” y
en sus clases de la Facultad, su carácter irascible —sobre todo a la hora de
estar trabajando—, sus exabruptos y “groserías”. Lo que he entendido es que esa
es su forma de poner a prueba a las personas. El peor error ante él es quedarse
callado, no responder a sus puyas. Le enervan los pusilánimes. Si le demuestras
carácter, te respeta. Si te arrugas, te desprecia. Aunque, claro, siempre hay
excepciones. Debo confesar que yo tenía pavor a provocar su ira, quizá porque
veía en él una figura paternal con la que quería congraciarme a toda costa (se
parecía mucho a mi padre, o por lo menos yo lo veía muy parecido), sobre todo
después de que atestigüé cómo echó del taller a un tipo que lo acusó de
“fascista” por opinar que estaba bien que desalojaran a los vendedores
ambulantes que estorbaban las salidas del Metro, situación que dicho individuo
había narrado en una crónica. Batis se encendió ante el insulto, le mentó la
madre, lo corrió del taller, pero el tipo no se fue sino hasta el final de la
sesión. De todos modos, ya nunca regresó.
Pero yo sí regresaba cada martes. La
escritura de la crónica que presentaría en el taller se volvió la actividad más
importante de mi vida durante el tiempo que participé en él. Tomaba notas
mientras iba en el Metro, en el Ruta 100, en todos los lugares veía historias
susceptibles de convertirse en crónica; el fin de semana hacía un borrador y el
martes en la mañana escribía a máquina la versión final para salir zumbando
rumbo al Carrillo Gil.
Del primer impulso a esa pasión por
escribir que se mantendrá por siempre tiene la culpa Huberto Batis.
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Guillermo Vega Zaragoza
Nació
en México, Distrito Federal en 1967. Escritor, periodista y maestro
universitario. Ha publicado un libro de cuentos: Antología de lo indecible
(Plan C/FONCA/CONACULTA, 2004), y dos de poemas: Desde la patria del insomnio
(Fridaura, 2007); Sinsaber (edición de autor, fuera de comercio). Estudió
Periodismo y Comunicación Colectiva en la UNAM y el Diplomado de Creación
Literaria en la SOGEM: Sus textos han aparecido en diversas antologías de
México, Estados Unidos, Colombia, Cuba y España. Trabaja en la redacción de la
Revista de la Universidad de México de la UNAM e imparte cursos y talleres
literarios. Actualmente es profesor del Diplomado de Creación Literaria del
INBA. Ha colaborado en el suplemento cultural La Jornada Semanal del periódico La
Jornada, en La Cultura en México de la revista Siempre!, El Ángel del diario
Reforma, yen TOMA Revista Mexicana de Cine, entre otras publicaciones.
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