Entrevista a Vicente
Leñero en 1963, a propósito del premio Biblioteca Breve por Los albañiles
Nada es más importante en el mundo que el respeto al ser humano
Los trabajadores de
la construcción representan un género intermedio que no
existe en la literatura mexicana, un tránsito de la literatura del campo a la
de la ciudad
Elena Poniatowska
Periódico La Jornada
Domingo 14 de diciembre de 2014, p. 3
Domingo 14 de diciembre de 2014, p. 3
¡Qué felicidad! ¡Qué orgullo! Vicente Leñero obtuvo el premio Biblioteca
Breve en 1963 concedido por Seix Barral –escribí en el diario Novedadesen
1963. Aclaré que era el primer escritor mexicano con semejante honra, porque
Leñero era muy joven para semejante presea: 30 años (nació el 9 de julio de 1933,
en Guadalajara, Jalisco). Sin embargo –continué– Vicente Leñero se echa años
encima, porque la seriedad lo abruma. Además, cosa muy poco común entre
nuestros escritores, cuenta con una carrera de ingeniero en la Universidad
Nacional Autónoma de México y se recibió en 1958. (Abandonaron la carrera:
Carlos Fuentes, Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco. En cambio, Vicente
siguió.) De ahí que su novela premiada Los albañiles retrate
la construcción de un edificio.
De Vicente Leñero se habla poco, nada
de la publicidad que rodea a otros escritores, aunque desde hace dos años
cuente con la beca del Centro Mexicano de Escritores y es ya uno de los pilares
de la talacha periodística. No pertenece a capilla literaria alguna. Benítez,
Fuentes, Cuevas, no hablan de él. Solitario, austero mira con extrañeza al corre
ve y dile de la literatura. A pesar de que ya en 1958 había ganado el
primer premio en el concurso del Cuento Universitario, cuyos jurados fueron
Juan Rulfo, Juan José Arreola, Guadalupe Dueñas y Henrique (con hache) González
Casanova, se mantuvo al margen decompadrazgos. Tiene otra característica
insólita. Me conmueve porque es un escritor católico. Nunca se burla de que sea
yo scout y guide de France y prepare a niños
a la primera comunión en la iglesia frente a la fuente de la ranita en la
esquina de Bolívar. No se tortura como Jorge Portilla. Qué tremendo ése vía
crucis de Portilla al lado de la tranquila fortaleza de un hombre que afirma en
pleno siglo XX: Yo soy un escritor católico y lleva el nombre de
Vicente Leñero.
Elena Urrutia solía invitarme a
espléndidas cenas en su casa del Pedregal: Voy a sentarte junto a una
magnífica pareja: Estela y Vicente Leñero. Era una suerte. Yo les decía deusted y
hasta muy tarde en la vida le dije de usted a Vicente. A Estela,
sicoanalista y gran conocedora de la obra de Rosario Castellanos, se me antojó
pedirle una acomodadita de angustias, pero nunca me atreví. La pareja (muy
guapa) me preguntó en qué andaba yo y les conté del antropólogo Oscar Lewis.
“Admiro a Oscar Lewis –respondió Leñero–, porque cuenta lo que ve y muestra a
la gente tal y como él la ve. ¡Y ver a la gente actuando es como si nos
asomáramos a su vida por una rendija! ¡A mí me gustaría ser una moneda de 20
centavos para poder meterme en los demás y ser parte de su vida diaria aunque
sé que no los voy a comprender nunca!”
–¿Por qué no los va a comprender nunca?
–¡Si no se comprende uno a uno mismo,
cómo va a comprender a los demás y saber lo que les hace falta! Algunos amigos
creen que mi mujer me quita el coche y que por eso no ando en él. Estela me
dice: Llévate el coche y prefiero caminar, subirme al camión, andar
con la gente. No hay nada más sabroso que una conversación de dos adolescentes
sentados en el Roma-Mérida. Me gusta más oír y ver a tipos que discuten que lo
que están discutiendo. En gran parte mi novela Los albañiles obedece
a este sentimiento, tratar a los albañiles, sentirlos, oírlos, compartir
–aunque solo sea un poco– su vida.
“Trabajé en varias construcciones antes
de recibirme de ingeniero. Me llamaron la atención los albañiles, porque son un
lazo entre el campo y la ciudad; representan un género intermedio que no existe
en la literatura mexicana, un tránsito de la literatura del campo a la
literatura de la ciudad.
“Al principio, pensé escribir la novela
simultáneamente al edificio que iba construyendo, es decir, construir juntos
novela y edificio. Quería hacer una obra de literatura semejante a una obra de
ingeniería; que se pusieran los cimientos y los personajes aparecieran muy
borrosos y después poco a poco el edificio de la novela se fuera levantando y
los personajes se fueran dando a conocer, pero resultó que los personajes eran
borrosos desde el principio hasta las 100 o 150 cuartillas que llevaba
escritas. Entonces cambié todo el plan de la novela, maté a un velador y su
muerte me dio oportunidad de presentar a todos los demás personajes.
–¿Hizo usted una novela desuspense?
–Sí, Los albañiles es
policiaca. Toda la novela gira en torno a las investigaciones de un supuesto
agente del servicio secreto que no existe. En realidad es un idealista que
trata de descubrir el crimen. Ese es el pretexto para que cada uno de los
personajes se manifieste.
–Pero usted no hace una obra de tipo
sociológico ¿verdad? Oscar Lewis, por ejemplo, describiría la vida de los
albañiles explicándonos qué comen, qué beben, cómo se emborrachan, a qué hora
se enamoran, cómo son sus mujeres, etcétera.
–En algunas partes de la novela sí lo
hice. Algunos personajes, sobre todo, un plomero está descrito en su vida
diaria. Relato cómo es su cuarto, cuáles son sus costumbres, un poco como lo
hizo Oscar Lewis en Antropología de la pobreza,pero mi novela sólo
es sociológica en ciertos aspectos. En otros, trato de que el narrador se meta
más de lo que yo me metí en la vida de los albañiles, hable y piense y sienta
como ellos, y no permanezca como espectador curioso que juzga sus reacciones,
para poder explotarlas. Por ejemplo, a mí me revienta Thomas Mann.
–¿Por qué, Vicente?
–Bueno, no tanto que me reviente, pero
a mí La montaña mágica –tal vez sean sólo deficiencias mías–
me molesta, porque veo en ella un intento por demostrar con criaturas un
problema filosófico. También me revientan Camus y Sartre, porque crean
personajes para exponer sus preocupaciones personales. ¡Es una falta de respeto
al ser humano, y yo creo que nada es más importante en el mundo sino respetar
al ser humano! ¡A Sartre, a Camus no les importan sus personajes, sino
demostrar a través de ellos sus ideas! ¡Ya hacer novelas de ideas es
antinovelístico! ¡Para eso existen los ensayos!
–¿Pero cómo se pueden divulgar ideas si
no es a través de personajes?
–Sartre y Camus, por ejemplo, hacen
antinovelas. Las ratas, de Camus, es falsa, porque es un
ensayo con sentido de novela. ¡Y Sartre es peor! ¡Ni hablar! Creo que esa es la
antinovela por excelencia y no los del Nouveau Romanfrancés. A mí
me gustan Robbe-Grillet, Natalie Sarraute, Michel Butor, Claude Simon, Marguerite
Duras; esos me los bebo todos. Y me gustan porque dan al lector una oportunidad
que no le dan los filósofos; la de colaborar con el autor, tomar parte activa
en la novela y sentir que ayudan a escribirla. Que no le den a uno todo
masticado ni consideren que el lector es incapaz de pensar. La mayor muestra de
respeto que se le puede dar al lector es hacerlo partícipe. Claro, exige un
esfuerzo al que no estamos acostumbrados y por eso la primera reacción es botar
la novela. El lector se acostumbra a ser esclavo del escritor y se sorprende
cuando el autor le da libertad. Es como la esclavitud. El esclavo dice: ¿Y
ahora, qué hago con mi libertad? Fundamentalmente la novela debe ser de
personajes. El escritor no debe juzgar ni sacar conclusiones o ajustar a los
personajes a su manera de ser. Me encantan los escritores queven. Para mí el
secreto está (se ríe) –ya estoy juzgando– en que el narrador sea también
criatura del escritor. ¿Me explico? La voz que cuenta en tercera persona debe
ser verdaderamente una criatura del escritor, y no yo, Vicente Leñero,
dándomelas de objetivo, sino una creación, una grabadora, un micrófono o una
cámara de cine. Un ensayista no puede escribir una buena novela, porque tratará
de encontrar primeras causas y juzgar a sus criaturas desde lo alto. Lo que más
importa en una novela son las criaturas mismas, no lo que el escritor piense de
ellas. Yo iba a estudiar filosofía pero me dio miedo convertirme en un
intelectual –además de que no daría el ancho– y no me atreví por miedo a perder
la curiosidad por la gente… No quiero elaborar teorías. Quiero ser un
espectador atento y nada más. Ser un buen novelista consiste en ser lo
suficientemente humilde para limitarse a observar –a observarse a uno mismo
también– para no depender de la fama que es uno de mayores obstáculos; la
tentación de dejarse llevar por el reconocimiento.
Vicente Leñero tenía 30 años cuando obtuvo el premio que otorga la
editorial Seix Barral
lFoto Barry Domínguez
Si lo leemos, sabremos con exactitud y veracidad qué sucedió en México
de 1959 a 2012, y eso no lo logró ningún otro escritor mexicano, afirma Elena
PoniatowskaFoto Barry Domínguez
El papel del novelista
–¿No son humildes en México los novelistas?
–No, no lo son. Todavía se piensa en
México que el novelista puede contribuir a solucionar los problemas del país y
creo que su contribución es dar testimonio de lo que ve y que otros busquen las
soluciones. El anzuelo de la fama hace del novelista un hombre que escribe para
buscar el aplauso del grupo que lo rodea y no para encontrarse a sí mismo.
Todavía somos improvisados y subdesarrollados y no nos hemos encontrado a
nosotros mismos.
–Si es tan severo, ¿por qué canjeó
usted la ingeniería por la literatura?
–Entré a ingeniería porque me gustan
mucho las matemáticas, todos los artificios numéricos, las ecuaciones, las
matemáticas puras y estuve muy contento hasta el tercero de ingeniería, pero ya
cuando las matemáticas se aplicaron a cosas concretas como levantar un muro,
colar una trabe, me pareció que su utilidad era muy práctica y no me gustó.
Seguí estudiando por inercia y me recibí de ingeniero con trabajos y muchos
jalones, y en ocho años de carrera, pero la dejé terminada. Trabajé un año o
dos como ingeniero y después me dediqué a escribir. Desde que estaba en la
facultad sacábamos una revista en la que publicaba mis cuentecitos. Desde chico
me gustó escribir, pero nunca pensé que podría vivir de la literatura. ¡Y
todavía me asombra y sigo haciendo proyectos de ingeniería, aunque me considero
muy mal ingeniero o como dicen los albañiles:No le intelijo a la obra.
–¿En qué consiste el premio Biblioteca
Breve?
–En 100 mil pesetas en efectivo, unos
20 mil pesos mexicanos que ya tengo en la bolsa, y el compromiso de Seix Barral
de publicar mi próxima novela. Joaquín Díez Canedo, a quien le di la novela
después de que la rechazó el Fondo de Cultura Económica (FCE), mandó Los
albañiles al concurso, un gesto muy noble, porque si resultaba
premiada, Joaquín perdía todo derecho sobre ella. Quedaban pocas semanas para
el concurso, la enviamos y a la semana siguiente había obtenido el premio. Este
premio lo han ganado anteriormente, en 1953, Luis Goytisolo por Las
afueras;Juan García Hortelano con Nuevas amistades, que
también obtuvo el Formentor. En el siguiente año el concurso quedó desierto,
aunque la finalista fuera la mexicana Ana Mairenacon Los
extraordinarios. Ana Mairenaes el seudónimo de una señora
casada con un político Gilberto Flores Muñoz, luego ganó Caballero Belán con Dos
días de septiembre y finalmente Mario Vagas Llosa, que también entró
al Formentor y estuvo a punto de llevárselo con La ciudad y los perros, que
enfrentó problemas de censura en España. En México la distribuye Joaquín Díez
Canedo, así como todos los libros de Seix Barral, una editorial de Barcelona
que se empeña en presentar todas las novedades en técnicas literarias que se
publican tanto en España como en América Latina, así como las nuevas novelas de
franceses como Michel Butor, Robbe Grillet y otros.
–¿Cómo es posible que el FCE rechazara
su novela?
–Bueno, es cuestión de gustar a unas
gentes y a otras no. A mí no me parece extraño dicho fenómeno. Joaquín Díez
Canedo la aceptó a pesar del rechazo del FCE.
Modesto, callado, hoy por hoy Vicente
Leñero sigue trabajando sin recurrir a las candilejas ni buscar que hablen de
él. Y tiene razón. Es en la soledad del cubículo o del cuarto de trabajo, lejos
de las innumerables citas y de los inútiles compromisos que se emprende una
obra verdadera y la de Vicente con sus 18 guiones de cine entre los que destaca Mariana,
Mariana oBatallas en el desierto, El callejón de los milagros y El
crimen del padre Amaro es sólida como lo es su novelística y sus
manuales de periodismo entre los que destaca Talacha periodística, que
he leído y anotado innumerables veces. Atento a los grandes acontecimientos de
su tiempo, protagonista de la tragedia de Los periodistas, jugador
de ajedrez, autor de novelas como El evangelio de Lucas Gavilán, que
pone a Cristo al alcance de la mano, Vicente Leñero siguió siendo el amigo
devoto de mi querida Elena Urrutia, que a su vez recibía en su casa al
admirable José Gallegos Rocafull, a Sergio Méndez Arceo, a la feminista belga
Betsy Hollants, que muchos elogiaban, y al lado de Vicente, siguió muy de cerca
el drama histórico y documental de Emmaus, cuando en junio de 1967, el prior
Gregorio Lemercier decidió renunciar al sacerdocio y con él toda su
congregación, después de un año de sesiones de sicoanálisis que causaron la
desbandada de los futuros sacerdotes. La postura de Sergio Méndez Arceo fue
admirable, pero también lo fue la de Vicente Leñero en su Pueblo
rechazado. Cuernavaca se convirtió en un clavo ardiente para los que
buscan. Recuerdo que Ramón Xirau y Raoul Fournier viajaban dos veces por semana
a Morelos a sicoanalizarse con Erich Fromm, autor de El arte de amar (que
todos devoramos), y que Susan Sontag venía de Nueva York sólo para dialogar con
Iván Illich. Más tarde, Vicente habría de invitarme a ver su obra sobre el
asesinato de Obregón El juicio: el jurado de León Toral y la madre
Conchita y asistiría también a La mudanza, que
relacioné con mi hermana que cambia de casa con frecuencia. De todas sus obras
me conmovió El martirio de Morelos y ya nunca viTodos somos
Marcos.
Vicente Se apasionó por el doble crimen
de los Flores Muñoz y le conté que Gilberto Flores Muñoz compró la casa de La
Morena, al lado de la de la mis padres, que tenía un sabino maravilloso al que
Octavio Paz le hizo un poema. Cuando el horrible Gilberto Flores Alavez asesinó
a tubazos a sus abuelos dormidos, ya mis padres vivían lejos, gracias a
Jesucristo Gómez. Ana Mairena era el nombre de pluma de María
Asunción Izquierdo, cuyo marido Flores Muñoz no quería que la literatura de su
esposa (muy buena según Díez Canedo) interviniera en su carrera política.
Nunca conocí a lo largo de mis 83 años
a un hombre más sincero y veraz que Vicente Leñero.
Vicente hizo de toda una época de
México materia memorable. Si lo leemos, sabremos con exactitud y veracidad qué
sucedió en México de 1959 a 2012, y eso no lo logró ningún otro escritor
mexicano. Tampoco gringo o francés. Somos muchos quienes sentimos por el un
inmenso agradecimiento.
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