Foto: Paulina Lavista, contraportada de la revista El Cuento
La incrédula
Sin mujer a mi costado y con la excitación de deseos acuciosos y perentorios, arribé a un sueño obseso. En él se me apareció una, dispuesta a la complacencia. Estaba tan pródigo, que me pasé en su compañía de la hora nona a la hora sexta, cuando el canto del gallo. Abrí luego los ojos, y ella misma a mi diestra, con sonrisa benévola, me incitó a que la tomara. Le expliqué, con sorprendida y agotada excusa, que ya lo había hecho.
–Lo sé –respondió–, pero quiero estar cierta.
Yo no hice caso a su reclamo y volví a dormirme, profundamente, para no caer en una tentación irregular y quizá ya innecesaria.
De amor
…Y me volví hacia ella, con una emoción infinita, bienhechora. Supe diáfanamente cómo me gustaba con esa su sedante ternura, con esa su suave y tranquila actitud y cómo en sus ojos y en sus labios, en la expresión de su rostro tomaba forma lo más deseado para mí en el mundo. Ella estaba compartiendo lo que empezaba a suceder, lo que ya presentíamos a través de intensas miradas, lo que nos habían expresado implorantes estrechamientos de manos, con temblor de palabras alucinadas y nerviosas, en un despertar indolente, imprevisto, y ya fiebre ardorosa, urgente llamado mutuo que se nos salía por los poros. La atraje hacia mí, la enlacé, ávido de su boca, de sus labios, y nos besamos en irresistible entrega, en cesión total al beso que derrumba la vergüenza y germina el deseo original y avasallador, embargado de felices calosfríos. Ella era en mi abrazo un rumor palpitante de carne, rendida, dócil, cálida, que yo extenuaba en amoroso y tenaz apretón de todo mi ser y capaz de anticiparme el prodigio de una posesión que abarcaba, con su sexo, a toda ella, a su invariable enigma de mujer, a sus más recónditos misterios y entrañas, a ese mundo sorprendente y tibio que era ya mi universo, a sus voces íntimas, a su vida entera, a su alma, a su pasado, a su niñez, a sus sueños de virgen, a su carne en flor, a sus pensamientos, en delicioso afán de apropiármela íntegra y fundirla a mi cuerpo y a mi vida para siempre.
El fin
De pronto, como predestinado por una fuerza invisible, el carro respondió a otra intención, enfilado hacia imprevisible destino, sin que mis inútiles esfuerzos lograran desviar la dirección para volver al rumbo que me había propuesto.
Caminamos así, en la noche y el misterio, en el horror y la fatalidad, sin que yo pudiera hacer nada para oponerme.
El otro ser paró el motor, allí en un sitio desolado. Alguien que no estaba antes, me apuntó desde el asiento posterior con el frío implacable de un arma. Y su voz definitiva, me sentenció:
–¡Prepárate al fin de este cuento!
Enigma
En el sueño, fascinado por la pesadilla, me vi alzando el puñal sobre el objeto de mi crimen.
La marioneta
El marionetista, ebrio, se tambalea mal sostenido por invisibles y precarios hilos. Sus ojos, en agonía alucinada, no atinan la esperanza de un soporte. Empujado o atraído por un caos de círculos y esguinces, trastabilla sobre el desorden de su camerino, eslabona angustias de inestabilidad, oscila hacia el vértigo de una inevitable caída. Y en última y frustrada resistencia, se despeña al fin como muñeco absurdo.
La marioneta –un payaso en cuyo rostro de madera asoma, tras el guiño sonriente, una nostalgia infinita– ha observado el drama de quien le da transitoria y ajena locomoción. Sus ojos parecen concebir lágrimas concretas, incapaz de ceder al marionetista la trama de los hilos con los cuales él adquiere movimiento.
Sueño
Sentada ante mí con las piernas entreabiertas, columbro la vía para cumplir mi sueño de cosmonauta: arribar a Venus.
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lunes, 1 de diciembre de 2014
SEIS MINIFICCIONES, Edmundo Valadés
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