domingo, 21 de diciembre de 2014

NECROPOLÍTICA E IDENTIDAD, Ricardo Guzmán Wolffer

Graffiti en una calle de la ciudad de Oaxaca. Fuente: Facebook

Ricardo Guzmán Wolffer

Desde el momento en que se declara la guerra a la “otredad indefendible” (el crimen organizado, la corrupción, el abuso político, la represión cínica y muchos más), el discurso público saca de contexto las noticias de sangre que hay por millones en el país y, con ello, limita su comprensión y sus implicaciones.

La sangre sigue siendo la primera plana en México. No es sólo por el complejo contubernio –a veces inconsciente, queremos creer– entre factores de poder y medios de comunicación. En la actual administración, con cambios legales que literalmente modifican el concepto de país y cuyos efectos ni siquiera se vislumbran, todo parece opacarse frente a las notas de muertos y desaparecidos: estamos en un país que será modificado a partir de los fallecidos y no de los vivos.

La presión generada por los deudos de esos miles de asesinados y desaparecidos no se limita a los manifestantes ni a quienes recurren a organismos internacionales para obtener una simple respuesta sobre si viven o no sus parientes. El imaginario colectivo es otro, a partir de que resultó inocultable la avalancha de sangre. Son los muertos los que reinan este tiempo.


La impunidad como costumbre

La necesidad de explicar las causas de la violencia extrema se altera ante la evidencia de que la otredad no reside en los asesinos anónimos, de los cuales algunos son detenidos sin aminorar el desamparo colectivo, sino que la estructura general de poder forma parte de ese mecanismo apabullante. Se han perdido los referentes personales y colectivos. Una respuesta social son las autodefensas ciudadanas, pero jamás podrán acudir a la bolsa de valores o a los mercados internacionales para cambiar los negocios que hacen posible la depredación ambiental irreversible, así como muchos otros problemas: la premura por salvarse de lo micro impide ver la necesidad de resolver lo macro. ¿Sabrán los diputados los alcances que tiene señalar como delito con derecho a fianza los derivados de la especulación o de la elaboración de contratos que empobrecen a millones? ¿Por qué es más fácil encarcelar al delincuente callejero que al de cuello blanco, o al local que al nacional y al internacional? Con su oferta de bienestar económico en un país donde resulta irremediable la existencia de millones de pobres, a causa de la avaricia de unos y la incompetencia o complicidad de otros, ha dejado de tener sentido la división maniquea entre el narco –los “malos” por antonomasia– y el resto de la sociedad, intrínsecamente “buena” toda ella, de acuerdo con dicho maniqueísmo; comenzando esa supuesta bondad, claro está, por gobernantes y todo tipo de autoridades.

Mientras los legisladores comen chocolates con figuras de sus rostros, la vida se evapora de tantos modos que los cadáveres ensangrentados resultan ser minoría en este cementerio dividido en municipios. El imperio de la sangre ha llegado y es necesario señalarlo; primero, para concientizar parte del agobio ya anidado en millones de personas; segundo, para entenderlo y acercarnos a esta forma de vida, donde muchos quieren ver reflejada la cultura prehispánica de la sangre.

Suele mirarse la estrepitosa impunidad nacional como resultado de una incompetencia inamovible de la voraz clase política, la cual es capaz de recibir millones y millones de pesos sin siquiera salir a exponer los hechos que debería resolver: cada administración y sus partidos “de oposición” ejecutan “novedosos” mecanismos para aparentar cambios en una realidad que cada vez se evidencia más como perpetua. La sangre es una derivación de esa política basada en el olvido. Los que buscan modos de desaparecer a otros (los queman, los diluyen, etcétera) no viven en otro país. La identidad autorreferenciada con la que actúan los depredadores no puede ser vista como otro hecho aislado: los mecanismos de autorreforzamiento en la delincuencia, sus cómplices forzosos y los insuficientes mecanismos legales, hacen de la impunidad una práctica.


Street art en calles de la ciudad de México y Monterrey. Fuente: Facebook
En México no puede perderse de vista una historia ininterrumpida de colonización. La mayoría sigue defendiéndose de unos cuantos; ya no importa si son españoles con caballos, si son ladrones de tierras, si son saqueadores de riquezas naturales, si lo hacen desde la “legitimidad constitucional”, si nacieron aquí o llegaron en tránsito: hay grupos que devastan sin considerar la continuidad de la vida misma. Octavio Paz explicaba cómo el mexicano vive sintiéndose agredido y cómo desconfía de todos (chingas o te chingan, no hay nada más), y los hechos le han dado razón.
Ya no hace falta dividir entre autoridad y pueblo para saber que el peligro acecha de tantos modos, que sobrellevarlo es ya un reto para millones de depresivos clínicos o presas del estrés que también aniquila, lo cual está clínicamente comprobado. Para muchos, lo que más lastima es ver a otros tomar a manos llenas y advertir la propia imposibilidad de ser parte de ellos: el país ha dado para generaciones de voraces sin pudor y seguramente habrá para más, pero los hastiados caminantes de esas calles colectivas exigen tomar lo suyo, aunque sea intangible, aunque sea la idea de un país por el que aún vale el reclamo.


La necropolítica al poder

La compulsión consumista derivada de las riquezas que se acumulan detrás de los negocios donde unos sangran y otros expiran en la inanición indefendible, termina por consumir a los supuestos triunfadores de la sangre y permea entre quienes miran con horror el camino que ha tomado una sociedad donde, hasta hace unas pocas generaciones, el sentido del aquí y el ahora partía hacia lugares donde no se esperaba ver cuerpos amontonados o reclamos multitudinarios por la presentación de desaparecidos.
Solía mirarse a los exportadores de armas para buscar culpables, pero la barbarie se ha diversificado a tantos utensilios como los que requieran los hombres salvajes que viven en la necesidad de causar dolor y muerte. Los primitivos imponen la ruta y los argumentos no lavan el camino encostrado.

El poder lo sabe y busca perpetuarse, incluso si es necesario mentir o deslegitimar. Los recientes videos donde se muestra a los vándalos como parte de una corporación policíaca sólo reafirman la percepción de que la desestabilización viene de las propias esferas de “seguridad”: crea la necesidad para hacerse inevitable, pero al ser captado por los miles de pequeños Grandes Hermanos, se evidencia el timo. Este último tiene su contrapartida: frente a los millones de descontentos que confían en el efecto de hacer catarsis pacífica, pública y colectiva, también están los estudiantes que queman y golpean y, al hacerlo, aceptan ante ese mismo auditorio virtual que son parte del caos y de la violencia orquestada desde esa sociedad civil que tiene tantos sustratos reactivos como niveles de ultraje dado o recibido. Si son puestos en libertad no es por su inocencia, sino por el desconocimiento aparentemente voluntario (¿qué otra explicación puede haber ante los nimios resultados?) sobre los elementales procesos acusatorios: habrá que ver a esos Ministerios Públicos y policías ante la publicitada reforma penal.

Mientras tanto, en la confrontación mediática se pierde de vista quiénes dieron el paso principal hacia la necropolítica: los delincuentes que saben callar cuando sus peones estatales salen a enfrentar a esos ciudadanos que suponen estar en un ajedrez de dos oponentes: el reclamo de seguridad se ha cambiado por la revancha generacional, se reprocha a los censurables políticos por su cómplice tibieza –los muertos deben ser tomados en cuenta–, pero en el fondo del reclamo hay mucho más: salarios miserables, servicios insuficientes, tarifas excesivas, distribución inexistente de la riqueza... Muchos tienen ya muy poco o nada que perder, y en su desconsuelo han encontrado una bandera para ondear, aunque no se trate exclusivamente de clamar por los aniquilados. Para este Estado que no quiere mirar al verdadero enemigo, es más fácil manipular la expresión inconforme que atacar la causa generadora y, por lo tanto, lo primero –y casi lo único– que se hace es aprobar con velocidad una Ley para la Movilidad supuestamente neutra en términos políticos. En un sexenio de leyes que dicen prometer un futuro mejor, la realidad sigue poniendo a los legisladores en su lugar: ¿de qué sirve esa movilidad si no hay a dónde ir?


Delincuencia, norma y legalización

El Estado se ha perdido en manos de los impunes y los papeles parecen haberse cambiado: el porcentaje de políticos enjuiciados legalmente es mínimo, a pesar de las evidencias reiteradas. Basta hacer cuentas para establecer matemáticamente la culpabilidad ética de los “estadistas”, y sería suficiente ver quién manda en territorios cada vez mayores para establecer hasta dónde se han cambiado los papeles. Se paga el “derecho de piso” porque hay más eficacia social con los cárteles que con esos aparatos de “procuración” de justicia que conllevan niveles casi totales de impunidad.

La insurrección civil ha llegado, pero los de hoy son peores tiranos: al imperio del dinero han ampliado el mandato de la sangre. En un Estado no funcional, la violencia es la única rectora que no se puede simular; quizá por eso “funcionarios” de distintos niveles recurren a ella, ante la certeza de que las leyes existen en lugares que no habitamos, de que esas palabras se las llevó el viento en boca de voraces legalistas que creen reformar un mundo ajeno a sus delirios: hace tiempo que dejaron de ser Estados paralelos: subordinado uno, en el mejor de los casos; inexistente, en cualquier otra realidad que no sea la de “legalizar” los cobros al incluirlos en la nómina.

Una mujer durante una de las marchas de familiares de los normalistas
desaparecidos de Ayotzinapa en Iguala, Guerrero, 12 de diciembre de 2014.
Foto: Xinhua/ Edgar de Jesús Espinoza (EE) (DA) (SP)
Tal como fue sentenciado desde hace siglos, la historia pendular se repite. Ante la masacre sostenida, la República centralista parece que quiere volver: se busca minar las células del federalismo, presumido como democrático, al asumir su inercia ante los salvajes que vuelven para conquistar y mostrar la inexistencia del poder de la legalidad en muchas parcelas, tantas que suman más de las que deberían. ¿Cómo es que ahora la Guerra de Intervención viene de adentro? ¿Cuántos territorios más habrán de perderse? Una de las Siete Leyes expedidas en 1836 otorgaba al Supremo Poder Conservador facultades para declarar la incapacidad física o moral de cualquiera de los tres poderes de la República; hoy se inicia con los municipales. En la evocación de la historia, muchos miran con suspiros al ostracismo de Atenas: si un político reunía determinado número de votos, sin importar la causa, era desterrado por diez años de la ciudad. Hoy tenemos la variante de los políticos autoexiliados que se llevan dinero suficiente para varias generaciones de gozosos ausentes. También están los narcos, que pactan encierros en el extranjero (en cárceles con condiciones tolerables, no como las mexicanas) con penas muy inferiores a las que merecerían bajo una mínima justicia, y con la fácil obligación de dar al Estado gringo sólo un porcentaje menor de las ganancias ilegales, en lugar de restituirlas a los miles de secuestrados, mutilados y deudos de asesinados.


Promesa de muerte

Ante los ojos internos y externos, México ha dejado de ser la tierra de la gran promesa o el líder de una Latinoamérica que ahora apenas existe en el discurso, para volverse un país cuyos muertos tienen voz en muchos países, cuya búsqueda ha llevado a escenarios insospechados; está siendo convertido en un sitio donde los campos exponen sus terribles siembras y manchan los tiempos mefíticos del regreso de una forma de gobernar que supone la primacía de la imagen y el discurso frente a los regueros de plasma que conducen a altares que esperábamos desaparecidos, pero donde se siguen sacrificando miles de vidas a cambio del bienestar fugaz de unos pocos. El postcolonialismo polimorfo ha encontrado un nuevo laboratorio donde los colonizadores tienen tantos nombres que parecen inagotables, pero donde, también, la intolerancia anida en el ciudadano desconfiado y temeroso de las autoridades, a las que mira como si fueran un solo ente que incumple con su labor de proteger a una sociedad perdida entre nubes escarlatas; ciudadanos dispuestos a cobrarse con furia los agravios largamente causados, incluso los verbales: como si no hubiera una interdependencia, como si no necesitáramos la cohesión para avanzar.

No extraña que ante tales realidades muchos busquen escapar por caminos autodestructivos. En este punto, entorno y ensoñación pesadillesca se hacen una serpiente circular que nos recuerda lo rastrero y lo cerca que estamos de la tierra que reclama vidas para brindar algún futuro, con la esperanza de que sea mejor.

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