Hugo Gutiérrez Vega
Orgullosos morirán
En la anterior columna les hablé de la retórica falangista y fascista de los educadores religiosos de nuestro país. Estos extremos ideológicos se modificaron al terminar la segunda guerra mundial, pero quedaron polvos de aquellos lodos y el himno del colegio de los jesuitas en Guadalajara siguió convocando a la lucha, a la victoria o la muerte, a sus alumnos y, en particular, a los que pertenecían a la Congregación Mariana y a otras agrupaciones piadosas. Vale la pena recordar otras partes del belicoso himno: “Nuestro Instituto,/ Fuerza y Energía,/ forjando temples que amen su deber,/ te ofrendará una juventud bravía/ que por saber morir sabrá vencer.” Todo un programa militar que mantenía los olores de la cruzada nacional del espadón Franco, de la segunda guerra cristera que, según mi abuela, fue ya puro bandidaje, y del levantamiento de un extraño caudillo religioso llamado Lauro Rocha que fue ultimado por la policía en algún barrio de Ciudad de México. El olor a pólvora se iba desvaneciendo, pero las obsesiones en materia de moral social e individual no habían cambiado un ápice. Mi compañera Lucinda, estudiante en un colegio de monjas de Querétaro, recordaba hace poco una oración-poema de pésima factura, pero de tremenda carga ideológica. Así dice: “Porque es el beso a la corola blanca de las flores más puras de la vida, la hoja primera que al pudor se arranca.” Una oración nos ponía a temblar todas las noches ligerísimamente pecaminosas: “Pecador, no te acuestes nunca en pecado, puede ser que despiertes ya condenado.” Mi primo Héctor, pío y escrupuloso, se levantaba de repente en la madrugada y corría rumbo a la residencia de los que mi abuela llamaba “los santos padres de la Compañía”. Uno de ellos dejaba su ventana abierta toda la noche para que los jóvenes pecadores fueran a confesarse. Mi primo era uno de los clientes más asiduos al rito del perdón, lo que significaba que su voluntad de arrepentimiento era más bien débil y escasa.
El Colegio ya había firmado una especie de modus vivendi con el gobierno estatal, que le permitía violar impunemente el artículo tercero de la Constitución y cubrir las apariencias vistiendo a los profesores con ropas civiles y quitando crucifijos e imágenes religiosas de las aulas cuando llegaba el inspector, sin duda miope perdido. En mis primeros años escolares la jerarquía recordaba las viejas épocas del dominio eclesiástico total sobre el país. El mejor alumno era nombrado príncipe del Colegio y las “dignidades” eran las siguientes: cuestor de pobres, edil de clase, jefe de filas, jefe deportivo. Se rezaban oraciones al principio de las clases y al final del día, pero los controles políticos salían del confesionario y de la estrategia basada en el sentimiento de culpa. Cuando estaba ya en secundaria noté los cambios. Para empezar, el príncipe desapareció y apareció una figura militar peninsular, el brigadier general. Los que ostentaban ese título eran generalmente miembros de las buenas familias de Guadalajara y, casi todos ellos, rubitos y de ojos claros, bien vestidos y modositos. Un año fue nombrado brigadier general un joven de apariencia indígena. Pronto nos enteramos que era hijo de un político influyente casado con una señora de las buenas familias. Esto significaba que los rudos revolucionarios mejoraban la raza uniéndose a las pálidas flores de invernadero de la ciudad reaccionaria. Debo advertir que esas flores eran bellísimas y que sus padres las cultivaban con esmero, para llevarlas al mercado matrimonial y casarlas con un nuevo rico al que la Revolución había hecho justicia. “No importa que sea prieto –decía mi tía Chole–, con tal de que tenga influencias y dinero.” Teniéndolos, se vuelve un prieto polveado y, como la segunda educación es la de la esposa, sin duda se volverá piadoso y civilizado. La tía recordaba el ejemplo de don Porfirio Díaz, polveado por doña Carmelita.
Ramón Pérez de Ayala, en su novela A. M. D. G., recuerda con pavor los días que pasó en un colegio jesuita del norte de España. Mis recuerdos son menos terribles. Yo diría que son más bien amables, pues las corruptelas, los arreglos y el cuidado de las apariencias nos daban un buen margen de libertad y obligaban a los hijos de Loyola a ser menos rígidos y militaristas. Además, entre los maestrillos crecían ya las voces de la Teología de la Liberación.
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