Javier Sicilia
Releer a Primo LeviDe todas las literaturas sobre el Holocausto, la de Primo Levi no sólo es, como alguna vez lo dijo Enrique Krauze en una entrevista que en 2010 le hicimos en la desaparecida revista Conspiratio, “la instancia más alta, porque dio testimonio del horror sin un solo elemento de sentimentalismo”. Es también, en esa objetividad, una manera de aproximarnos al horror que vivimos en México. Aunque la obra de Levi se refiere a la Alemania nazi, la lógica que está detrás de ella y que, particularmente en Los hundidos y los salvados, logra desmontar, muestra como nadie esa realidad que, ajena a la máscara ideológica, habita en todos los regímenes donde le horror se ha instalado en la vida política. Uno de los múltiples descubrimientos que en este sentido hace Levi es que los totalitarismos no son, como frecuentemente se piensa, una ideología. Son, por el contrario, el fruto de “un sistema extenso, complejo, profundamente compenetrado con la vida cotidiana del país”, un universo concentracionario que –a diferencia de una cárcel o de lo que suele pensarse cuando se habla de regímenes totalitarios– no está cerrado y se relaciona profundamente con el rendimiento económico en el que participan casi todos. En la Alemania nazi, las “sociedades industriales grandes y pequeñas, haciendas agrícolas, fábricas de armamento sacaban mano de obra prácticamente gratuita que proporcionaban los campos”. En México, cuya expresión totalitaria es de nuevo cuño, la muerte, las desapariciones forzadas, los secuestros, el lavado de dinero, la corrupción y el silencio que se obtiene del crimen, benefician al sistema político y a diversas corporaciones legales, como las de los bancos y los financiamientos que proporcionan. De lo que se trata es de la reducción de todo –seres humanos y naturaleza– a materia prima que permite la maximización de los capitales, su reducción a meras externalidades en función del dinero y del poder. En el caso de la Alemania nazi, para llevar a una parte de la nación a expandirse por el mundo, en el de México, para que ciertos grupos se inserten precisamente en los grupos del poder económico global.
Aunque no hemos llegado a la magnitud y la calidad del horror de Auschwitz –“en ningún lugar o tiempo se ha asistido a un fenómeno tan imprevisto y tan complejo: nunca han sido extinguidas tantas vidas humanas en tan poco tiempo ni con una combinación tan lúcida de ingenio tecnológico, fanatismo y crueldad”–, México tiene, al igual que la vergüenza de los Gulag, el autogenocidio de Camboya, las desapariciones y crueldades del militarismo en Argentina, Chile y Centroamérica, la misma mecánica que Levi describe y analiza enLos hundidos y los salvados. Leerlo hoy es encontrar la estúpida complejidad del horror que vivimos. Su ejemplo hitleriano no enseña en qué medida puede ser devastadora y espantosa una guerra desarrollada en la era industrial, y cómo los imbéciles que desde la política la hacen posible y los criminales no son gente sádica, marcada por un vicio de origen, sino gente como nosotros, “seres humanos promedio, medianamente inteligentes, medianamente malvados: salvo excepciones no [son] monstruos, [tienen] nuestro mismo rostro”, sólo que el mal, que es siempre mediocre e indescifrable, los imbecilizó. Son, en su mayoría, gente gregaria, funcionarios corrompidos y vulgares, o gente estúpida que encontró en el crimen su modo de vida. Algunos fanáticamente persuadidos por la lógica neoliberal, muchos indiferentes, atemorizados, deseosos de hacerla en el mundo o idiotamente obedientes. Todos, en nuestro caso, asumieron la lógica corrupta de casi cien años de priísmo, la devastación de la educación humanista y la lógica del dinero y del consumo como el único valor. Nos enseña, por último, que debemos ponerles un alto. México ha tenido varios movimientos que han intentado cambiar esa nueva forma del totalitarismo. No lo han logrado. Su población sucumbió a las promesas electorales. Hoy la masacre de Ayotzinapa la ha movilizado de nuevo y hace imperativo cambiar el régimen. No hacerlo ahora nos llevará a una opresión tan espantosa como la que hizo posible el inmenso crimen de Auschwitz.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas, a Nestora Salgado, a Mario Luna y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, y boicotear las elecciones.
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