Fragmentos del desencanto
Bernardo Araujo
Toque de queda
Pictographia
2013
México es un país en ruinas. No hay prácticamente ningún ámbito de la vida pública, de la esfera política, del campo sociocultural o del imaginario colectivo en el que no se haya trasminado la violencia atroz producto del narcotráfico, producto a su vez del neoliberalismo.
No es raro entonces que los escritores se cuestionen por la responsabilidad ética de ellos mismos como artífices del lenguaje en este contexto impredecible. Más raro aún, que haya escritores que se detengan o se preocupen por abordar las posibilidades reales del lenguaje (posibilidades en serio reales) ante una escenario que lo ignora (como siempre se ha desdeñado a la palabra), lo utiliza (tal es el caso de la demagogia política o de las narcomantas) o lo destruye (el asesinato sistemático de periodistas, por ejemplo).
¿Acaso habrá manera de expresar la realidad actual que no sea mediante un lenguaje sacudido, un estilo fragmentado, una exploración discontinua, desarticulada? La propuesta narrativa de Bernardo Araujo (Zacatecas, 1981) con su libro Toque de queda (Pictographia, 2013) supone que ante una realidad caótica no debe subestimarse la fuerza, la elocuencia, la pertinencia del fragmento.
Ni arenga pero tampoco silencio. La escritura fragmentaria es para Araujo ese asidero estético y crítico desde el cual pueda anclarse un punto de reflexión breve mas no inconcluso, que quede abierto sin llegar a quedar trunco. A diferencia de la gran mayoría de la microficción trivial que suele verse en concursos organizados por librerías, en encuentros de estudiantes, en blogs, en redes sociales, Araujo busca generar una escritura condensada y reflexiva. El autor logra inyectar sentidos no explícitos que apelan al desvelamiento producto de la elucidación por parte de los lectores más que a un alarde pirotécnico y fugaz, tal como suele hacerse, insisto, con la mayoría de la escritura de microrrelato, bajo la sombra de la «estética de la ocurrencia».
Esto además de ser un logro es la huella distintiva de la obra, proporciona un respiro reflexivo que contrasta brutalmente con el temperamento de los textos de extensión regular o mayor, los cuales, viscerales, son el espejo de una realidad atroz, común y reconocible por todos nosotros.
Textos como «Toque de queda» (un furtivo encuentro de adulterio en medio del miedo y la paranoia urbana), «El castillo del conde» (una iniciación sexual contradictoria y sórdida), «Noche de reyes» (la desconcertante entrega de regalos en un pueblo por parte de un grupo criminal), «El paradero» (una historia de cantina alternada por dolorosos recuerdos de familia), «Motel Illusions» (un pormenorizado encuentro de motel con un final inesperado), «Un perro de azotea» (el desquiciado monólogo de un peligroso adicto sin control) o «Dramas para piano y violín» (la historia del Señor O. y su obsesión e involucramiento con una joven misteriosa con la que se obsesiona), si bien son muy distintos entre sí (porque en realidad todo el volumen es heterogéneo) tienen en común la intencionalidad del retrato, uno particularmente no frontal sino oblicuo. Detallado y a la vez ambiguo, lo cual potencia cada uno de los cuentos en tanto que lo que nos muestra como historias individuales no parecen ser sino el telón de fondo para contarnos algo más.
Ese «algo más» son tragedias particulares, vicisitudes insertas en contextos ultraviolentos, de miedo, de peligro o zozobra. Araujo logra recrear atmósferas sórdidas, decadentes, opresivas con naturalidad realista. He mencionado antes la palabra retrato, luego también la palabra recreación. Con escritores como Araujo no podemos ignorar que ambas se implican. Así, el autor, pese a la brevedad de los textos (en una suerte de intensidad concentrada) no escatima en detalles feroces, perspectivas crudas, personajes crueles y también narradores crueles, irónicos, brutales.
Si los textos comparten algo más no es un «hilo conductor» (lugar común paradigmático entre las categorías críticas de las presentaciones de libros), ni una estructura discursiva, ni siquiera un tema recurrente (no puede decirse enteramente que Toque de queda sea un libro más que deba unirse a las filas de la literatura sobre el narco, que tanto se discute ahora), sino más bien un temperamento. Un espíritu de desencanto contagioso. Araujo, narrador pesimista, no sólo asume que el lenguaje tiene problemas para acceder a algunas de las zonas más oscuras de nuestra condición humana actual (una muy distinta a la que le tocó a Chéjov o a Allan Poe, por ejemplo), sino que considera que en tanto no se vislumbra una sola solución de la tragedia (o tragicomedia, lo cual sería doblemente trágico) de nuestro país el fragmento, si bien puede expresar mejor lo fragmentario, en realidad puede apenas expresar.
Acaso, ante una realidad en ruinas el lenguaje sólo pueda ser igualmente ruinoso, la sombra de lo que solía ser, y sin embargo debe persistir. Y la literatura en ruinas, acaso tenga qué expresar más que nunca, aunque apenas pueda.
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