Alessandra Galimberti
Todo cambia, salvo el horror que cíclicamente vuelve una y otra vez, persistente, obcecadamente, aquí y allende; y con él, también, la urgencia de mostrarlo y señalarlo en el intento desesperado de extirparlo o, de menos, neutralizarlo.
¿Cuál es el nivel de tolerancia humana y social? ¿cuál el mínimo umbral de dolor soportable?
El arte, sin lugar a dudas, ayuda. Brinda una orilla desde donde divisar y afrontar la barbarie. Y decir y exclamar y gritar “no hay muerte, sino muertos”. Así repetía una y otra vez, como plegaria, como mandala, como ritual de exorcismo, el coro presente a lo largo de toda la obra La sangre de Antígona que –a principios de septiembre, en premonición tal vez de lo que ocurriría a finales del mismo mes en Ayotzinapa-Iguala– la Compañía Nacional de Teatro de México presentó en el madrileño Teatro María Guerrero.
Se trató de la recreación dramática del mito griego de Antígona que hiciera José Bergamín, escritor y activista republicano, sobreviviente de la Guerra civil española, exiliado y acogido como tantos otros ibéricos por la generosa política cardenista de los años treinta del siglo pasado. Una versión teatral que, bajo la batuta de Ignacio García, es contextualizada en el México contemporáneo, es decir –tal como rezaba una pancarta que portaba un niño en la reciente marcha de protesta contra los estudiantes masacrados– en el “México roto”. Horrores, pues, de ida y vuelta en el tiempo y el espacio.
Las fosas clandestinas de ayer y hoy, los fusilamientos franquistas de antaño, las desapariciones forzadas o los rostros desollados de hoy en día de normalistas no son –no cabe duda– tributo alguno a la muerte. Todo lo contrario. Son una afrenta, un vil escupitajo.
La muerte está desde luego en otra parte; no en los balazos, no en el golpe, no en el calabozo ni en la puñalada; y menos si viene del otro, y menos aún si viene del paisano, del vecino, del hermano, y menos todavía si –como declamara el versador Fernando Guadarrama– no tiene santa sepultura…
Se amontonan a granel los muertos, mas no hay muerte. Así lo entendió perfectamente Antígona frente a sus dos hermanos sin vida tras una guerra fratricida inducida por la cínica mano del poder. Así lo denunciaba en su voz dolorosa, llena de rabia e indignación. Una rabia e indignación claramente dirigidas hacia un receptor perfectamente ubicado y ubicable, el mismo que corresponde con el emisor de la violencia fundante y estructural: Creonte o Franco o cualquier gobierno que usurpa vidas tan fácilmente como obsequia y reparte caramelos e impunidad (caramelos de chile o dinamita), tras las consabidas promesas de justicia y legalidad.
Una pareja sentada frente a mí, en el patio de butacas del teatro, se levantó de repente y se marchó. No había acabado aún la obra. En el escenario había cuerpos inertes colgando de sogas. Quién sabe por qué se fue la mujer y tras ella el hombre. No creo que fuera por la majestuosa interpretación del personaje principal, a cargo de la actriz Érika de la Llave. Quizás no pudieron, ni el uno ni el otro, con tanta ignominia.
Los otros, los que nos quedamos hasta el final, salimos en silencio, como en una procesión, mascullando en nuestro interior todo lo visto y lo oído. Una frase, otra frase, un vaticinio más de la obra, se imponía indudablemente como verdad, como triste realidad: “ni aun matando, pudieron encontrar a su patria”.
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lunes, 24 de noviembre de 2014
LA SANGRE DE ANTÍGONA (DE MÉXICO A MADRID), Alessandra Galimberti
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