LAS HORAS GRISES
JOSÉ DÍAZ CERVERA
hay horas grises, blancas y amarillas.
EFRAÍN HUERTA
Había que darle oportunidad al silencio para que nuestras lenguas no se enredasen hasta dejarnos definitivamente mudos. No cabía sentarse a esperar nada que no tuviera al menos el aspecto de un gramo de esperanza; no cabía desollarse ni morder el viento.
No valía la pena ni siquiera pronunciar nuestros nombres sólo para que los devorase el vacío.
Y es que todos habíamos muerto ya; y es que a todos nos habían arrancado nuestros rostros y perforado las manos y los pies con clavos de sombra, mientras estábamos sentados sobre una piedra blanca devorando el pan de azufre en que siempre naufragan nuestras voces.
No digo Ayotzinapa; no digo tan sólo Ayotzinapa ni el pulmón ni los ojos ni la luz que se esfuma cuando abro mis párpados que crujen, ni digo nuestros muertos o nuestros pájaros lavando el otoño. Digo Abel y Benjamín; digo Alexander y Jacinto. Digo Leonel, Marcial, Luis Ángel, Magdaleno… Digo la imagen de una anciana de Aguas Blancas arrojando a los soldados una piedra y una maldición; digo los agujeros que en los muros de Tlatelolco no quisieron reparar los vecinos para que no haya olvido; digo Tlatlaya con el paladar hinchado; digo Bolonchén con la saliva negra.
No digo sino lo que en silencio repiten los ojos que nos arrancaron. No digo sino lo que tiembla en mi mano cuando la pongo sobre el corazón de las cosas: sólo estoy solo alrededor de mí, dibujando la transparencia.
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