lunes, 15 de septiembre de 2014

LAS EDADES NARRATIVAS DE BIOY CASARES, Gustavo Ogarrio

Gustavo Ogarrio
El joven Bioy. Fuente: internet


Fuente: byricardomarcenaro.blogspot
Para Raúl Mejía, quien desde hace más de diez años viene imaginando prodigiosamente este texto que no me atrevía a escribir por vergüenza.

Al referirse a la “recuperación” de esa prodigiosa aventura de tres días con sus noches en el carnaval de 1927 en Buenos Aires por parte de Emilio Gauna, personaje de la novela El sueño de los héroes (1954), de Adolfo Bioy Casares, Enrique Anderson Imbert utiliza una metáfora crítica poco afortunada: “La novela va por dos niveles, como una niña traviesa que camina con un pie en el cordón de la acera y con el otro en la calzada.” Para Anderson Imbert, estos “dos niveles” de la novela son paralelos y no están articulados por esa voluntad de duplicar lo que se vivió, que es al mismo tiempo el eje narrativo de lo que se va a contar.
Afirma el narrador-testigo sobre Gauna y su obsesión por duplicar la experiencia del carnaval del ‘27, es decir, sobre su ofuscación por “obtener” y “perder” esos tres días borrosos y memorables mediante un intento de repetición en el carnaval de 1930: “Lo que Gauna entrevió al final de la tercera noche llegó a ser para él como un ansiado objeto mágico, obtenido y perdido en una prodigiosa aventura. Indagar esa experiencia, recuperarla, fue en los años inmediatos la conversada tarea que tanto lo desacreditó ante sus amigos.” El punto de partida de la narración en esta novela de Bioy Casares es precisamente esta bisagra conflictiva entre pasado y presente, no su simple duplicidad en dos niveles como caminos paralelos; más bien cierta precipitación trágica con la que Gauna buscabarepetir en el ‘30 la “primera y misteriosa” culminación de su vida grabada en las tres noches del carnaval del ‘27. A pesar de reconocer la fuerza de un relato cuyas figuras narrativas (la imposibilidad de duplicar la experiencia heroica de Gauna y su pandilla, la dimensión mítica y clásica de la aventura, el sórdido y trágico juego de espejos carnavalescos y su relación con el destino y el “sueño” bizarro de estos héroes improbables) están marcadas por lo fantástico (“el viaje de Gauna por los barrios de Buenos Aires relampaguea fantásticamente como el de Jasón y los argonautas: éstos son los héroes con los que Gauna ha soñado”), Anderson Imbert interpreta la modulación del habla imberbe de los personajes como un “descuido” estilístico del autor: “El estilo es descuidado como en una charla, pero con sonrisas y guiños irónicos.”
Anderson Imbert no ha sido el único que ha desdeñado el estilo de la narrativa de corte fantástico que surgió en América Latina en la segunda mitad del siglo XX, además de que también despreció a narradores cargados de “subjetividad” como Juan Carlos Onetti; su reconstrucción histórica de la literatura hispanoamericana se inscribe en una larga polémica en contra de ese tronco de posibilidades de la narración que constituyen la novela de aventuras o de peripecias, la literatura fantástica, la ciencia ficción y el relato policíaco. Esta polémica de larga duración en la crítica literaria hispanoamericana ya se advertía también en el célebre prólogo que Jorge Luis Borges escribió para La invención de Morel (1940), una de las obras maestras de Bioy Casares. Borges señalaba que, desde 1822, Stevenson “anotó que los lectores británicos desdeñaban un poco las peripecias y opinaban que era muy hábil redactar una novela sin argumento o con argumento infinitesimal, atrofiado”. Borges alude también a José Ortega y Gasset como otro de los precursores de este menosprecio por la narrativa de aventuras, para finalmente sellar su alianza con Bioy Casares mediante la afirmación de un disenso compartido y el traslado “a nuestras tierras y a nuestro idioma (de) un género nuevo”. O quizás de varios géneros literarios enlazados artísticamente bajo la noción “literatura fantástica”.
La “perfección” de La invención de Morel, defendida desde la posición estética de Borges contra el realismo narrativo y la novela psicológica, no ha sido suficiente para afirmar también la autonomía artística de su autor, Adolfo Bioy Casares, no sólo en lo que se refiere a su estrecha relación autoral con el mismo Borges sino también en su ubicación crítica en el mapa de la literatura latinoamericana del siglo XX. Sus procedimientos artísticos, el punto de vista de sus narradores o las variaciones en el uso de los géneros literarios, muchas veces simplificados bajo el rótulo de “literatura fantástica”, apenas son la puerta de entrada para leer una obra sumamente heterogénea en sus estrategias narrativas, como lo afirma José Miguel Oviedo: “En verdad, tales membretes (‘literatura fantástica’, ‘novela policíaca’ o ‘ciencia ficción’) no son inexactos, sino insuficientes porque el autor excede los marcos de esas fórmulas que él utiliza irónicamente para algo distinto de lo habitual.


La poética narrativa de Bioy Casares:
las tres edades del calamar

En la introducción de las obras escogidas de Adolfo Bioy Casares, que aparecen bajo el título La invención y la trama, Marcelo Pichón Riviére divide la obra del escritor argentino en tres edades narrativas: “En su juventud Bioy Casares se deja dominar por el inventor; en su madurez, por el narrador; en su vejez, por el escritor satírico.”

Boda de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares,
1940 Testigos: Jorge Luis Borges, Enrique Drago Mitre y Oscar Pardo
A la edad de la invención pertenece la novela La invención de Morel, una obra que se asume tan definitiva y emblemáticamente fantástica que muchas veces se pasa por alto la riqueza creciente de su irónica clave artística, ya que el narrador es un perseguido que quiere dejar un testimonio escrito de su acorralamiento en una isla: “Escribo esto para dejar testimonio del adverso milagro. Si en pocos días no muero ahogado, o luchando por mi libertad, espero escribir la Defensa ante sobrevivientes y un Elogio de Malthus. Atacaré, en esas páginas, a los agotadores de las selvas y de los desiertos; demostraré que el mundo, con el perfeccionamiento de los policías, de los documentos, del periodismo, de la radiotelefonía, de las aduanas, hace irreparable cualquier error de la justicia, es un infierno unánime para los perseguidos.” Sin embargo, conforme se complica su “relación” con las imágenes que llegan a la isla y su condición de espectador que mira a los “intrusos” a “todas horas” sin ser visto, el prófugo va modificando la naturaleza de su testimonio: “Siento con desagrado que este papel se transforma en testamento.”

Una lectura deslumbrada por las posibilidades metafísicas que se advierten en las imágenes como invención acaso ha disminuido la importancia del narrador en la novela. La historia de amor improbable entre el prófugo que llega a la isla en la que posteriormente surgen las imágenes de Morel, Faustine y otros “intrusos”, es también el hilo narrativo en la perspectiva de la historia: la novela está contada en la primera persona del singular, desde el yo del prófugo; este punto de vista hace más imperiosa y dramática la imposibilidad de su amor por Faustine, la joven de aspecto gitano que todas las tardes mira el sol. Además, esta perspectiva narrativa del prófugo también unifica las referencias intelectuales del mundo narrado y las dos líneas problemáticas de la novela, según Francisco Javier Rodríguez Barranco: “el sentimiento trágico de eternidad” y el “desdoblamiento metafísico de la realidad”.

Quizás como le ha sucedido en muchas ocasiones al mismo Borges, La invención de Morel también ha sido analizada más como un documento de perplejidades filosóficas que como una novela que narrativamente enuncia ciertas aporías de índole metafísica como la eternidad, la inmortalidad y sus imposibilidades. Además, la lectura puramente filosófica de La invención de Morel deja de lado el problema de ese contrapunteo entre las afirmaciones documentales y testimoniales del prófugo, y las notas a pie de página que aparecen como notas del editor. Por ejemplo, cuando el narrador-prófugo especula que la isla a la que ha llegado “se llama Villings y que pertenece al archipiélago de Las Ellice”; la nota del editor irrumpe con todo su poder de sistemática e irónica erudición crítica: “Lo dudo. Habla de una colina y de árboles de diversas clases. Las islas Ellice –o de las lagunas– son bajas y no tienen más árboles que los cocoteros arraigados en el polvo del coral. (N. del E.)”.

Poca atención se ha prestado al hecho de que el narrador-prófugo de La invención de Morel está inscrito en una resonancia cultural que pertenece tanto a Europa como a América Latina: la figura del náufrago, del prófugo que llega a una isla, a un “Nuevo Mundo” sórdido en el que los “otros” se le aparecen como puras imágenes que hacen evidente la tragedia de ser demasiado real; la imposibilidad de que el alma del prófugo habite el mundo de las imágenes en el que “vive” Faustine: “Mi alma no ha pasado, aún, a la imagen; si no, yo habría muerto, habría dejado de ver (tal vez) a Faustine, para estar con ella en una visión que nadie recogerá.” La posible “inmortalidad” de las imágenes tanto de Faustine como del prófugo, también como posible consumación de la historia de amor, se presenta al final de la novela con un acento trágico definitivo.

En un cuento que pertenece ya a la edad satírica de la narrativa de Bioy Casares, “El lado de la sombra” (1962), otra vez el punto de partida es un hecho de navegación narrado también en primera persona del singular: “Tan acostumbrado estaba a los crujidos de la navegación, que al despertar de la siesta oí el silencio del buque.” El narrador baja del buque para internarse en una isla que le recuerda “factorías donde nunca estuve, parajes de novelas de Conrad”. Al bajar del barco, el narrador cruza al “lado de la sombra” que se va volviendo absurdo al encontrar a su viejo amigo Veblen, quien le cuenta su tormentosa y también imprecisa historia de amor con Leda, una visión también improbable que vuelve a plantear narrativamente el problema de la duplicidad: “Los azares del viaje me revelaban, quizá, que había varios ejemplares de una misma cara, perdidos por el mundo.”

En “El calamar opta por su tinta”, Bioy Casares lleva esta narrativa satírica a una conjugación de géneros literarios que se antoja imposible. Un falso relato de costumbres, una crónica de pueblo, escrita también en primera persona por un “docente” y “periodista” de la comunidad en la que va a ocurrir un hecho inverosímil, pero también casi incomprobable: un ser de otro mundo cuya figura jamás es vista por ese “nosotros” prejuiciado y murmurador del pueblo, una sociedad que pone al límite su capacidad de acción y especulación y que nunca se atreve a entrar al corralón de don Juan Camargo para descubrir al extraterrestre. Un cuento modulado por el acento discreto y estratégico de un relato de ciencia ficción que culmina satíricamente como una moraleja, con su falso e irónico poder moralizante: “Cuántas Américas y Terranovas infinitas perdimos esta noche”, exclama el narrador del cuento al final.

Se podría decir que las edades narrativas de Bioy Casares, la primera como invención y la última, satírica, también guardan cierta unidad gracias a ese movimiento de narradores en primera persona del singular; un yo que organiza tanto la perspectiva del relato como esa perplejidad metafísica de la identidad y las trágicas imposibilidades de la eternidad y la inmortalidad.

Bioy Casares y Borges: la inevitable
polémica de una amistad autoral

Quiero sólo indicar otro problema que presenta la lectura contemporánea de la obra de Bioy Casares: la necesidad de marcar su autonomía artística para identificar plenamente sus relaciones autorales respecto a Borges. El mismo Bioy Casares asumía con sarcasmo algo lastimoso esta situación después de la muerte de Borges: “Ya no está Borges y Ernesto Sabato es un gran escritor de obra mediocre, ¿a quién admirar, a quién dar los premios? A Bioy, por supuesto.” José Miguel Oviedo afirma que, en España y antes de que se le concediera el Premio Cervantes (1990), a Bioy Casares “solía vérsele como un mero discípulo de Borges y dentro de las categorías ya establecidas como ‘literatura fantástica’”.


También se ha interpretado esta amistad literaria como la formación de un tercer autor: “Biorges”, como le gustaba decir a Emir Rodríguez Monegal. Sin embargo, por la cantidad y calidad de los textos y compilaciones en coautoría, por la polémica desatada con la publicación de los extensos diarios (1931- 1989) de Bioy Casares que llevan como eje al mismo Borges (considerados como meros chismes criollos y como ominosas relaciones de conspiraciones literarias), la teoría del tercer autor va perdiendo fuerza para asumir este “vasto campo de experimentación literaria” (Oviedo dixit) en los términos dialógicos que plantea Rodríguez Barranco: “Borges y Bioy coinciden en el sustrato melancólico que anima sus textos, pero existe también un diálogo entre dos autores que compartieron tantas empresas de índole estético, como creadores conjuntos, como editores, como antologistas; pero que sobre todo dejaron en sus respectivas obras los apuntes fundamentales de lo que fue su comunicación”.

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