miércoles, 17 de septiembre de 2014

PAULA MÓNACO ENTREVISTA A MARIO LAVISTA



Foto: José Carlo González/
La Jornada
Mario Lavista es erudito y memorioso. Recuerda historias alrededor de la música, que es su mundo. Se le considera el más destacado compositor mexicano contemporáneo. Tiene setenta y un años de edad; se sentó por primera vez ante un piano a los ocho y está cumpliendo cinco décadas de carrera profesional.
El defensor del ruido
entrevista con Mario Lavista
Paula Mónaco Felipe
–¿Cómo ha sido el camino? ¿Cómo se siente cuando mira hacia atrás?
–Lo que me pasa es que sigo sintiendo la misma inseguridad que hace cincuenta años al enfrentarme a un papel pautado. Como la composición es de alguna manera una aventura del espíritu, un ejercicio de la imaginación, pues no hay nada escrito a priori. Entonces, cuando me enfrento a una página en blanco realmente estoy tan perdido como hace treinta o cuarenta años, comenzando de cero. Soy consciente de que tengo un mejor oficio y es útil, pero lo otro, la inspiración, sigue siendo un misterio. Es probable que en algún momento ya no exista y se vaya, porque ha habido casos. Sin embargo, al igual que niños prodigios hay viejos prodigios. Los admiro.
–¿Quiere ser un viejo prodigio?
–Imagínese qué maravilla sería llegar a los ochenta, ochenta y cinco, y tener energía para escribir otra ópera, por ejemplo. Me parecería fantástico. Espero seguir haciéndolo.
Fue de los primeros en probar la música electrónica. Sus conciertos, recuerdan muchos, eran experimentos divertidos en los años setenta. Fundó un grupo de improvisación llamado Quanta.
–¿Qué recuerda de esa época?
–Muchas cosas. Por ejemplo, tratamos de unir elementos sonoros muy disímiles. Con los instrumentos de [Julián] Carrillo, los pianos y las arpas, utilizábamos guitarras eléctricas en simultáneo, no tocadas de manera tradicional sino de forma diferente. También poníamos radios en onda corta, que produce una serie de alturas y vibraciones fantásticas, y teníamos percusiones no solamente occidentales sino de otras culturas. Hacíamos una mezcla de instrumentos de diferente procedencia. Eso, olvídese de que era interesante, era muy divertido.
Luego utilicé elementos sonoros que no son instrumentos. Por ejemplo, compuse una obra escrita como un texto, instrucciones para relojes despertadores, y programaba las horas en las que deberían sonar las alarmas. Me acuerdo que el estreno fue en un festival de música nueva; pusimos toda la instalación y durante días se estaba oyendo. De repente se oía la alarma a tal hora, 30 segundos después otra, después los tic-tac...
–¿Por qué lo hacía? ¿Por diversión, por romper con formas tradicionales, por curiosidad?
–Me interesaba que cualquier cosa que suene podría ser música. Esa obra de los relojes fue maravillosa porque fue realmente un escándalo. Muchos estudiantes sacaban pancartas que decían “Viva Bach”, “Viva Hendel” mientras estábamos en el escenario, toda una serie de gentes poniendo las alarmas. Muchos no lo aceptaban.
–¿Cambió mucho su forma de trabajar en estos cincuenta años?
–Sí, cómo no. Me fui a estudiar a París, a Colonia, y me empapé de la vanguardia musical que estaba en los fantásticos años sesenta. Era arte conceptual con una clara influencia de la filosofía y la estética de John Cage, el gran artista estadunidense.
Formé el grupo Quanta con la idea de que el proceso compositivo y el proceso interpretativo se llevasen a cabo simultáneamente, es decir, en tiempo real. Componer una obra mientras se tocaba. Hice varias composiciones con esa tendencia. Cuando Cage cumplió sesenta y cuatro años compuse una obra que se llama Jaula para cualquier número de pianistas y piano preparado; la partitura es gráfica y la hice como un regalo para Cage.
En esa época tendía uno a darle más importancia a la concepción, a la idea de la obra que a la realización misma. Muchas veces eran más importantes los fundamentos estéticos o filosóficos que el resultado mismo. A ese movimiento vanguardista lo dejé entre otras razones porque tendía a repetirme mucho en mis propias ideas y me hacía falta una renovación.
–Explique un poco más por qué dejó esa línea
–En esa época se empleaban muchísimo las partituras gráficas. Se inventaban símbolos, signos, y al tener una partitura muy abierta se le daba mucha importancia al intérprete como cocreador. El compositor dejaba abierta la posibilidad para que el intérprete decidiera por ejemplo las alturas, los ritmos, de qué manera va a tocar el violín o el oboe. El intérprete podía cambiar la obra cada vez que se enfrentaba a la partitura. Ya no me convencía, definitivamente. Quería escribir música mucho más rigurosa.
En 1998 fue elegido miembro de El Colegio Nacional, institución que reúne a los científicos, intelectuales y artistas más destacados de México. En su discurso de ingreso habló de ampliar las fronteras musicales y considerar al ruido.
–¿Por qué defiende tanto al ruido?
–Lo que pasa es que en el siglo XX los instrumentos de percusión y los grupos de percusión encuentran su lugar, es algo nuevo. Quizás la primera obra que se escribió únicamente para percusiones sea la de un cubano, Amadeo Roldán, unas intenciones rítmicas en 1930, 1931. Es la primera vez que realmente se juntan instrumentos de percusión para hacer música y hay resultados fantásticos. El ruido ya forma parte del panorama de la música, nadie lo puede negar. Me parece además que ahí se amplía la oferta sonora. Ahora casi todo puede ser música.
–Entonces ¿qué es música y qué no?
–Es una cuestión muy difícil de definir. A mí no me corresponde, a quien le corresponde es al tiempo, el juez absoluto que hace que las cosas sobrevivan o se gasten. Nunca me ha preocupado saber si algo es o no es música, simplemente oigo. Intuitivamente me parece que es música y no tengo ningún juicio a priori. Por ejemplo, hace poco oí una obra sorprendente de Stockhausen que era un homenaje a Pierre Boulez. Simplemente consistía en unas piedras que se golpeaban, nada más, una o dos piedras, y era extraordinario porque tenía un ritmo muy interesante y sonoridad diferente.
–¿Sería música lo que provoca algo en el ser humano, sea o no con instrumentos tradicionales?
–Sí. Y hay que hacerle caso a esa inspiración pero también hay que organizar la intuición musical, hay que darle una estructura, porque en última instancia lo que el músico hace es darle al mundo una forma. Lo mismo en otras artes: una novela y una pintura tienen una forma, no solamente son una terapia de grupo, es una cosa mucho más consciente. La inspiración, que quién sabe de dónde venga, tiene que ser armada, formada, estructurada. Si no, el resultado es una cosa informe y eso ¿a quién le interesa?
–¿Usted puede expresarse mejor con el lenguaje verbal o con la música?
–Con la música. Pienso en términos de música y lo que quiero expresar lo hago a través de la música, no tengo la menor capacidad para escribir un poema. Pero ahí se plantea un problema muy serio: ¿qué quiere decir la música? ¿qué dice la música? Dice en sus propios términos, tiene un sentido inmanente. Si usted me preguntara qué quiso decir Chopin con su primer Nocturno, creo que la respuesta correcta sería que me sentara al piano, tocara el primer Nocturno y dijera: “Esto que acaba de usted escuchar es lo que quiso decir Chopin.”  Todo lo demás son metáforas. Eso que siente o no siente, eso es lo que quiero decir.
A sus dieciséis años lo rechazaron en el Conservatorio Nacional con el argumento de que ya era muy grande para estudiar. “Ni me escucharon tocar. Fue uno de los días más terribles de mi vida.” Lo salvó Rosa Covarrubias. Le presentó a Carlos Chávez (1899-1978), entonces uno de los más destacados compositores y artistas del país. “Yo me voy a encargar de usted”, le dijo, y guió personalmente su formación musical.
–¿Qué música escucha usted?
–Desde niño me fascinó la música clásica pero también oigo otros tipos. Mi amigo Nicolás Echevarría, el cineasta, es un gran conocedor de jazz y me ha educado; entonces, con un placer infinito puedo escuchar a Billie Holiday o a Miles Davis. Y también oigo cierta música de rock porque siempre me gustó el rock de los sesenta, fundamentalmente en inglés. Me encantan los Rolling Stones, que me parecen unos musicazos; Keith Richards, el que tiene cara de fascineroso y drogadicto, es un guitarrista realmente excepcional, un gran gran músico. Me gustan los Beatles, como a todo el mundo, y la música del Caribe, la música guapachosa me parece fantástica. Uno de los grandes autores de música para bailar es Pérez Prado, sin lugar a dudas. ¡Pero grande! Yo lo pongo al nivel de Tchaikovsky, porque fue un orquestador de primerísima, fue capaz de crear su propio sonido de orquesta. Cuando uno escucha la orquesta sabe que es de él, el color es Pé-rez-Pra-do. Es extraordinario.
–¿Qué le pasa si se topa ahora con un radio encendido y aparecen cumbias,narcocorridos o una canción comercial? ¿qué hace? ¿Lo apaga?
–Sí, la verdad no estoy muy al tanto de todo eso porque el azar no me ha deparado buena música. Cuando prendo el radio a veces escucho a una cantante que me gusta mucho, Norah Jones, pero junto aparece una cosa tan mala que no me dan ganas ni de saber quién es. Arbitrariamente, apago mi radio. Creo que en esta época priva la música comercial, de consumo. Es una música que dura muy poco tiempo porque se trata de hacer negocio, no hay otra razón. Se crea una cantautora; se le mete todo el dinero a través de una compañía de discos, Televisa o TV Azteca; y se vuelve famosa en un día. Todo el mundo compra sus discos, luego desaparece y viene otro que se va a llamar “x”.
–Y eso, la mercantilización, ¿acarrea riesgos para la música?
–Eso no tiene nada que ver con la música ni con el arte ni con la estética. Tiene que ver con cuestiones de mercado y de dinero, nada más. Claro, dentro de todo ese mundo de la música popular hay gente de primerísima, le acabo de nombrar a Norah Jones, una cantante muy fina, pero también hay otras que son infumables como Filippa Giordano, que es el colmo. ¿La conoce? Ha venido mucho al Auditorio Nacional... O Charlotte Church, una inglesa, ¡Dios mío de mi vida! Y hay una violinista, Vanessa-Mae, una inglesa oriental que toca muy bien pero en una minifalda que le llega acá (señala la cintura). Es fantástica, guapísima, y las multitudes la alaban. Toca muy bien pero con un pésimo gusto; de repente toca Vivaldi ¡con swing! O ¿qué le parecen los tres tenores? [Luciano Pavarotti, José Carreras y Plácido Domingo]. Es mercadotecnia, no es un fenómeno musical interesante a pesar de que los que cantan son muy buenos.
Las obras de Mario Lavista están casi siempre ligadas a la literatura. A veces incluyen partes vocales y otras son puramente instrumentales, pero en la música remiten a sus autores predilectos, como Xavier Villaurrutia, Octavio Paz y Luis Cernuda. También compone para cine, generalmente junto a Nicolás Echavarría, y ha hecho ejercicios para pintura. Su tiempo se divide entre componer; cumplir con las actividades académicas que le exige El Colegio Nacional; dictar clases en el Conservatorio y editar la revista Pauta, especializada en teoría, que dirige desde 1980. Muchas tareas que apenas alcanzan para acercar la música contemporánea a los oyentes. El distanciamiento, explica, radica en que “como son lenguajes muy diferentes, el oyente se está enfrentando a algo muy difícil. Se necesita atención y oír mucho este tipo de música”.
–El 14 de junio le otorgaron el premio de la Sociedad General de Autores y Editores de España, la SGAE. Es muy importante porque se considera el mayor reconocimiento para autores vivos de Iberoamérica y es la primera vez que lo obtiene un mexicano. Leí que el gobierno no lo ha felicitado, ¿es cierto?
–Yo no he recibido nada. De Los Pinos, jamás. Recibí una felicitación muy cordial de María Cristina García Cepeda, que es la directora de Bellas Artes y de Tere Franco, directora del Museo de Antropología, pero de otras instancias no. Porque... yo creo que en Los Pinos está bien que reciban a los futbolistas aunque hayan perdido. Es una cosa rarísima. ¿Por qué, si perdieron, los reciben? En fin.
–¿Cómo ve la educación musical en México?
–Es mejor que la educación en las primarias o en las secundarias oficiales, ahí es un desastre. En música hay muy buenos maestros, hay maestros de canto extraordinarios y en el caso de la composición una continuidad de muchos años. Desde el siglo pasado, en los años veinte y treinta, cuando Chávez fundó un primer taller de composición en donde estaban Blas Galindo, Moncayo, etcétera.

–¿Hay infraestructura suficiente para un país de 120 millones de habitantes?
–Para nada. El gobierno es muy tacaño en subvenciones a la ciencia y al arte; muy, muy tacaño. Es una pena que en el Conservatorio Nacional de Música –una institución que va a cumplir 150 años de existencia– no exista una biblioteca de música ni un taller de laudería, que no tengamos los mejores instrumentos. ¿Por qué? Porque el presupuesto que da el gobierno, es decir la Secretaría de Educación, no alcanza para poner una gran biblioteca. El dinero se va para otro lado; para diputados, senadores, partidos políticos, etcétera.
Sí hay carencias. Doy clases en el Conservatorio y este año lo dediqué a Stravinsky. El ochenta por ciento de las partituras las llevé yo porque el Conservatorio no tiene la obra de Stravinsky y la debería tener como también la de Chávez, la de Revueltas, la de Manuel M. Ponce. Ahí debería haber no solamente partituras, sino las grabaciones de todo. La ciencia y las artes definitivamente no han sido prioritarias para ningún gobierno mexicano. No solamente para el de hoy, para ninguno. Esa es mi experiencia después de cuarenta y cuatro años como maestro.

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