viernes, 13 de febrero de 2015

CORTAZAR Y LOS HIPERMEDIA, Guillermo Vega Zaragoza


Cortázar y los hipermedia 
Cronopio internauta



I. “TEORÍA DEL TÚNEL” O LOS PLANOS DEL CABALLO DE TROYA
Siempre he pensado que, de vivir en estos tiempos, Julio Cortázar habría amado Internet, porque los múltiples experimentos que llevó a cabo a lo largo de su vida para expandir la experiencia literaria encontrarían hoy una plataforma perfecta en la tecnología digital, la cual permite lo que ahora se conoce como hipertexto ehipermedia. Para muchos lectores actuales —jóvenes, sobre todo—, un artefacto narrativo como Rayuela les puede parecer elemental y hasta inocente, pero cuando apareció hace 51 años representó una verdadera revolución, sobre todo porque implicaba la crítica-destrucción-reconstrucción de la novela como género, un cuestionamiento del concepto de literatura como se entendía hasta ese momento y un replanteamiento del libro como objeto y de la relación del escritor con el mundo, con el lector y consigo mismo. Todo eso en una maquinaria narrativa de 600 páginas.
También para algunos críticos de entonces —y aun varios despistados y cínicos de hogaño—, Rayuela debió de parecerles la “puntada” de un argentino pretencioso que quería dárselas de “muy moderno”, cuando la realidad es que el libro es producto de un largo e intenso proceso de reflexión, de por lo menos 16 años antes de haber sido publicado en 1963. En efecto, como ya se sabe —pero recordarlo es necesario para los objetivos del presente texto—, los orígenes de la idea de Rayuela se encuentran en “Teoría del túnel. Notas para la ubicación del surrealismo y el existencialismo”, ensayo de apenas cien páginas escrito por Cortázar a los 33 años, en 1947, mientras trabajaba como secretario de la Cámara Argentina del Libro, después de renunciar a su cátedra de literatura francesa en la Universidad de Cuyo, en Mendoza. Sin embargo, los lectores no lo conoceremos sino hasta 1994 como primer tomo de su Obra crítica, publicado por Alfaguara, diez años después de su fallecimiento. El ensayo —como lo señala Saúl Yurkiévich en el texto introductorio— “posee la doble condición de crítica analítica y de manifiesto literario”. Soy de la opinión de que este breve texto debería incluirse como apéndice en sucesivas ediciones de Rayuela, pues en “Teoría del túnel” se encuentran los fundamentos que regirán el proceso de creación de lo que algunos llamarán “antinovela”; aunque también es cierto, como bien ha señalado Andrés Amorós, en la propia Rayuela están contenidas todas las claves necesarias para entenderla.

El planteamiento de Cortázar en “Teoría del túnel” es muy sencillo: hay que dinamitarlo TODO: el concepto de “Libro” como idea y como objeto, el género de la novela, la concepción misma del arte en general y de la literatura en particular. Hay que dinamitarlo todo porque lo literario se ha convertido en una jaula, una cárcel que aprisiona al escritor y al lector, que no les permite ejercer su libertad, cuando el objetivo primordial del arte debería ser precisamente el contrario: liberar al hombre, no aprisionarlo. Esto ha llegado a ser así porque la vida se adapta a la escritura y no la escritura a la vida, por lo que es necesario que la literatura tome la forma de la vida y no que se obligue a la vida a tomar la forma (falsa) de lo literario.
Cortázar utiliza múltiples imágenes y metáforas para ilustrar su concisa y documentada argumentación. Es evidente de que se trata de un estudioso de la literatura universal y un lector atento de su actualidad literaria, de la historia novelística desde sus inicios hasta la primera mitad del siglo XX. Así, para Cortázar, el escritor convencional—que opone al escritor vocacional— es aquel que se adapta a las convenciones idiomáticas y a las limitaciones estilísticas. Sostiene Cortázar:
Estos grandes continuadores de la literatura tradicional en todas sus gamas posibles no caben ya dentro de ella, los acosa la oscura intuición de que algo excede sus obras, de que al cerrar la maleta de cada libro hay mangas y cintas que cuelgan por fuera y es imposible encerrar; sienten inexplicablemente que toda su obra está requerida, urgida por razones que ansían manifestarse y no alcanzan a hacerlo en el libro porque no son razones literariamente reductibles; miden con el alcance de su talento y su sensibilidad la presencia de elementos que trascienden toda empresa estilística, todo uso hedónico y estético del instrumento literario; y sospechan angustiados que ese algo es en el fondo lo que verdaderamente importa.
De esta forma, el escritor tradicional termina por instalar admirablemente sus muebles en el “aposento-libro”, decorándolo de manera muy elegante y aprovechando el espacio disponible; sin embargo, estos escritores convencionales “lo ven todo, lo calculan todo, lo resuelven todo; pero están ciegos más allá de las paredes; las usan como rebote, como reacción convencional que los provee de nuevas fuerzas, semejantes al sonetista en su casa de catorce aposentos, como el boxeador que aprovecha la elasticidad de las sogas para duplicar su violencia de avance. Se conforman. Pero todo conformarse, ¿no es ya una deformación?”.
Por otro lado, al echarle un vistazo al panorama literario de entre 1930 y 1940, Cortázar también identifica con nombres y apellidos a los escritores que entonces aspiraban a ser best-sellers, que ofrecen una literatura que se presenta al lector como puerta de escape a su existencia personal y acceso a otra, preferible o no, durante algunas horas, con obras que Cortázar denomina “literatura de escapatoria” e identifica con la técnica del “todo listo, todo servido, todo con su botón numerado”. Sin embargo, no hay que confundir al escritor popular o escapista con el escritor tradicional. A pesar de sus limitaciones, el escritor tradicional tiene sus valores y su compromiso con lo que escribe, mientras que el novelista popular “aprovecha hábilmente los cuadros estéticos del idioma (por lo cual se le confunde con la línea tradicional literaria), para montar situaciones que faculten la evasión del lector”, atacando en la sombra y casi siempre sin saberlo la literatura, suprimiéndole la raíz misma de su savia secreta: el compromiso con el hombre.
El escritor best-seller utiliza un maquillaje falsamente “moderno”, copia y parodia a los grandes maestros tradicionales, tiene cuidado de que “desde la primera página el lector sepa con alivio que no se le pide esfuerzo alguno —a lo sumo un esfuerzo grato, como el del amor o el desperezamiento— y que se le muestra para su complacencia una ventana sobre cualquier lugar que no sea aquel donde vive y lee su libro”. Con ello, este tipo de escritor “colabora a su triste manera, con talento y buen gusto y hasta generosidad, en el esfuerzo por liquidar la literatura”. Cortázar sostenía que escribir constituye una tentativa de conquista o compresión de lo real, pues “la realidad cotidiana en que creemos vivir es apenas el borde de una fabulosa realidad reconquistable”, y la novela, como la poesía, el amor y la acción, deben proponerse penetrar en esa realidad. “El fondo de un hombre es el uso que haga de esa libertad”, le escribió a Jean Barnabé en una carta de junio de 1959. Así, tal como señala Yurkiévich, Cortázar concibe la escritura, sobre todo la novela, “como acto de conciencia, como autoanálisis, como exploración epistemológica, quiere volverla portadora de los interrogantes últimos acerca del sentido y el destino, hacerla participar en la dilucidación y la elección de una conducta”.
La situación que describió Cortázar hace casi 70 años no sólo no ha mejorado sino que se ha puesto peor. A pesar de que, sin duda, su obra contribuyó con vigor como revulsivo de la situación literaria desde hace medio siglo, sus planteamientos estéticos, éticos y existenciales siguen más vigentes que nunca, pues ahora como entonces el escritor parece haberse convertido en el peor enemigo de la literatura, ya que la ha dejado morir, negándose a violentarla, a reavivarla, plegándose a las convenciones establecidas por el mercado, los intereses de los conglomerados editoriales y la burocracia cultural. Ahora como entonces, la vida parece haberse exiliado de la literatura.
Curiosamente, después de décadas de experimentación y de “ismos” convertidos en modas superadas y olvidadas, nos vuelven a llamar la atención obras como los seis tomazos de Mi lucha, la monstruosa novela autobiográfica del noruego Karl Ove Knausgård, donde cuenta los avatares de su existencia con lujo de detalles, tratando de insuflar un poco de vida a la moribunda narrativa contemporánea, pero, desde luego, sin lograr una verdadera convulsión literaria, sino cobijándose en idénticos cánones tradicionales, repitiendo el orden de cosas que Cortázar buscaba destrozar (y que finalmente logró romper con Rayuela).
En contraposición al tradicional y al escapista, Cortázar describe al escritor vocacional, al escritor rebelde, a quien “sin paradoja alguna, lo vemos escribir libros con la esperanza de que ayuden a la tarea teleológica de liquidar la literatura”. Y Cortázar lo caracteriza así (aunque en realidad se está describiendo a sí mismo): el literato vocacional “no cree que el hombre merezca seguir encerrado en el uso estético del idioma, no cree que deba continuar aliñando los barrotes de la jaula”, sino que debe perfeccionar el martillo, mejorar su forma, cambiar detalles, adorarlo “como a su obra maestra y el fin de su esfuerzo, pero sin el sentimiento esencial de que todo este trabajo debe llevar finalmente a empuñar el martillo y ponerse a clavar”, sin perder de vista nunca el clavo, aunque a veces tenga que aplastarse los dedos, “porque eso forma parte del juego, y después se golpea mejor, con más encarnizada voluntad y eficacia”. Para lograr su objetivo , plantea una estrategia: acabar con lo literario desde el interior de lo literario, destruir y reconstruir la novela desde dentro de la propia novela, abolir los límites del libro dentro de las páginas del libro mismo. “Esta agresión contra el lenguaje literario —apunta Cortázar —, esta destrucción de formas tradicionales, tiene la característica propia del túnel; destruye para construir”, una autodestrucción en la que el objeto amado es a la vez objeto a destruir, “mantis religiosa que se come al macho en el acto de la posesión”.
II. MANOS A LA OBRA: LA FACTURA DE RAYUELA
Contando ya con los planos, había que poner manos a la obra de destruir y construir al mismo tiempo. Durante una década y media, el lapso que transcurre entre la escritura de su “Teoría del túnel” y la publicación de Rayuela, Cortázar se concentró en la absorbente tarea de consumar su proyecto antiliterario. Entre 1949 y 1950, los editores le rechazaron dos novelas: Divertimento y El examen, que sólo conoceríamos póstumamente. Siguió escribiendo cuentos, género en el que se había revelado como un excepcional oficiante desde su primer libro,Bestiario, en 1951, lo que refrendaría con Final del juego (de 1956, publicado originalmente en México por Juan José Arreola en su colección Los Presentes), y Las armas secretas, de 1959. Y cómo no, si abrevaría los secretos del género de la mano de uno de los grandes maestros, al traducir los cuentos completos de Edgar Allan Poe entre 1953 y 1954.
En Las armas secretas se incluye “El perseguidor”, relato que marca un antes y un después para Cortázar. El género empezó a quedarle chico para sus aspiraciones. Por ese entonces “había llegado a la plena conciencia de la peligrosa perfección del cuentista que, alcanzando cierto nivel de realización, sigue así invariablemente”. Pero no sólo eso: “En ‘El perseguidor’ quise renunciar a toda invención y ponerme dentro de mi propio terreno personal, es decir, mirarme un poco a mí mismo. Y mirarme a mí mismo era mirar al hombre, mirar también a mi prójimo. Yo había mirado muy poco al género humano hasta que escribí ‘El perseguidor’”. A partir de entonces, señala Amorós, los protagonistas de los relatos de Cortázar serán, todos, perseguidores, buscadores de algo que dé sentido a su vida en este mundo.
En 1960 le publican una novela por primera vez, Los premios, que había terminado dos años antes, pero al estar revisando las galeradas se daría cuenta de que esa no era la novela que ambicionaba escribir. Quería escribir algo que sería “bastante ilegible”. Algo que no sería lo que suele entenderse como novela sino “una especie de resumen de muchos deseos, de muchas nociones, de muchas esperanzas y también, por qué no, de muchos fracasos”, le escribió a Barnabé en 1958, algo por lo que “muchos lectores que aprecian mis cuentos habrán de llevarse una desilusión si alguna vez termino y publico esto en que estoy metido”. Pero todavía no sabe por dónde entrarle, por dónde atacar, por dónde empezar: “La novela es un monstruo, uno de esos monstruos que el hombre acepta, alienta, mantiene a su lado; mezcla de heterogeneidades, grifo convertido en animal doméstico”.
En la edición conmemorativa de los 50 años de Rayuela, publicada por Alfaguara en 2013, se incluye como apéndice “La historia de Rayuela en las cartas de Julio Cortázar”, entresacadas de los ingentes cinco tomos de la nueva edición de la correspondencia del argentino aparecidos un año antes. Resulta fascinante seguirle la pista, desde que apenas la está concibiendo en 1958, hasta 1972, cuando le cuenta a una amiga sobre la carta que le escribió una chica norteamericana donde le dice que decidió no suicidarse después de haber leído Rayuela, pues la reconcilió “con la vida, entendiendo admirablemente cada página del libro, decidida a recomenzar y a buscar”. Para mediados de 1960 Cortázar está enfrascado de lleno en la escritura de lo que llama “crónica de una locura”. Escribe “mucho pero revuelto”. Calcula entonces que el “monstruo” tendrá unas mil páginas. Empezó por un capítulo que al final quedará a la mitad del libro, y así ha seguido: “Escribo episodios que vagamente corresponderán al final, lo que escribo después y que corresponde al principio o al medio, modifica lo ya escrito, y entonces tengo que volver a escribir el final (o al revés, porque el final también altera el principio). La cosa es terriblemente complicada, porque me ocurre escribir dos veces un mismo episodio, en un caso con ciertos personajes, y en otro con personajes diferentes, o los mismos pero cambiados por circunstancias correspondientes a un tercer episodio. Pienso dejar los dos relatos de esos episodios, porque cada vez me convenzo más de que nada ocurre de una cierta manera, sino que cada cosa es a la vez muchísimas cosas”.
Es posible aventurar una hipótesis: Cortázar pensaba más en imágenes en movimiento, en episodios, que en largas historias completas de principio a fin; por ello le costaba tanto trabajo armar una novela y se sentía tan cómodo en la brevedad del cuento. Contó muchas veces que las imágenes e ideas para los relatos le llegaban de repente, como si alguien se las dictara, como si él no fuera él, como si estuviera habitado por otra persona. Escribe porque de alguna manera quiere darle orden a esas imágenes que lo asaltan. “Para mí el mundo está lleno de voces silenciosas —dice Morelli en Rayuela—. ¿Significa eso que soy un vidente o que tengo alucinaciones?”. Pero la vida misma, como esas imágenes o alucinaciones, no se vive ni se cuenta como un relato lineal y cronológicamente ordenado (como una novela tradicional, vamos), sino como fragmentos, destellos, que las personas van acomodando en su memoria y arman conforme a su imaginación y su libre albedrío. ¿Cómo dar orden al mundo, a la vida, si no lo tienen? O mejor: puede haber muchos órdenes. Al principio, le resulta algo confuso, pero con el tiempo lo va entendiendo. Parafraseando al propio Julio, la vida es como las comedias cuando uno llega al teatro en el segundo acto: todo es muy bonito, pero no se entiende nada. O muy feo, pero sigue sin entenderse. Esta noción asalta a Cortázar y decide abrir, destazar literalmente, la narración, y ofrecérsela a un lector también abierto, cómplice, para que este participe activamente en la conformación de “una novela que no es novela”. Parece decirnos: “Ahí está el material. Ustedes ármenlo como quieran, como les dé la gana”. Una estética de lo fragmentario, como diría Morelli.

III. LA PROEZA HIPERTEXTUAL
Poco a poco, dolorosa y gozosamente, Cortázar va fraguando su antinovela, su novelapoema, que es al mismo tiempo una teoría de la novela y de la literatura contemporánea, y la aplicación de esa teoría a la práctica narrativa. Rayuela es una novela que el lector parece irla creando-armando-escribiendo conforme la va leyendo. Desde luego, Cortázar no es un ningún ingenuo: el libro es —apunta Amorós— “como una máquina que, además de funcionar muy bien, contiene todas las herramientas necesarias para desmontarla y comprobar cómo funciona, sin necesidad de llamar al mecánico del taller de la esquina”.
En una carta a Barnabé, en mayo de 1960, Cortázar le cuenta que la novela empezará por el final, para luego “mandar al lector a que busque en diferentes partes del libro, como en la guía del teléfono, mediante un sistema que será la tortura del pobre imprentero… si semejante libro encuentra editor, cosa que dudo”. Aún es posible recordar la propia sorpresa como lector al enfrentar el “Tablero de dirección” con el que nos recibe el libro. Es un juego, una invitación y un reto, todo al mismo tiempo. Por primera vez se nos ofrece la posibilidad de escoger cómo queremos leer una novela: de la forma tradicional, bien portaditos, desde el principio hasta el capítulo 56, prescindiendo del resto; o siguiendo la secuencia propuesta por el autor, saltando de un capítulo a otro, en aparente desorden. Desde luego, al emprender la primera posibilidad, el lector se pregunta: ¿Me estaré perdiendo de algo valioso para entender la historia si no leo los capítulos prescindibles? Esto lo sitúa en una ambigüedad insoportable, que lo obliga a leer toda la novela de corrido. Pero, luego al terminarla, se preguntará otra vez: ¿Y si la leo en el orden que plantea el autor, cómo será la experiencia?
Algunos críticos han sostenido que los capítulos prescindibles son una especie de “cajón de sastre”, de retacería que Cortázar ya no supo o no quiso hilvanar. Pero otros afirman rotundamente que esos capítulos son en realidad los menos prescindibles de la novela, pues en ellos se encuentran las llaves fundamentales para penetrar en el mundo de los personajes. Con esta estrategia en apariencia sencilla y juguetona, Cortázar logra una de las cualidades del gran arte: la ilusión de naturalidad. Pero para alcanzarla es necesario una meticulosa planeación y una cuidadosa ejecución. Con Rayuela, Cortázar devolvió a la novela la emoción del juego, de la aventura, de lo impredecible. Porque eso es precisamente el juego: orden y aventura, como dijo otro argentino, César Luis Menotti, acerca del futbol. En este caso, Cortázar logró un “orden desordenado” y duplicó la aventura.
Pero, además, con esta estrategia sorprendentemente sencilla, Cortázar logró transgredir los límitesdel objeto-libro al introducir lo que ahora conocemos como hipertexto. Resulta curioso que este concepto surgiera en el ámbito informático por la misma época en que Julio estaba enfrascado en su lucha por romper las fronteras de lo literario. El término fue acuñado por Theodor Holm “Ted” Nelson, filósofo y sociólogo norteamericano, quien en 1960 fundó el Proyecto Xanadú con el objetivo de crear una biblioteca en línea con toda la literatura de la humanidad, con los textos vinculados entre sí y al interior de los mismos. Xanadú es uno de los antecedentes de la World Wide Web, el sistema hipermedia por Internet que ahora conocemos, creado por Tim Berners-Lee en 1991. El hipertexto es “un cuerpo de material escrito o ilustrado interconectado de una manera tan compleja que no puede presentarse o representarse convenientemente en papel”, así lo define Nelson. La hazaña de Cortázar es haber creado una pequeña “maquinaria de hipertexto” en los rígidos límites de un libro de papel.
Tres años después de haber publicado Rayuela, en La vuelta al día en ochenta mundos Cortázar presentará con su característico humor de vena patafísica el imaginario RAYUEL-O-MATIC, inventado por un tal Juan Esteban Fassio, una máquina para leer Rayuela en la comodidad de un sillón o triclinio, pues el suyo es un libro “para leer en la cama, a fin de no dormirse en otras posiciones de luctuosas consecuencias”. Con una idea muy parecida al dispositivo Memex, ideado (pero nunca realizado) por el ingeniero norteamericano Vannevar Bush en 1945, el RAYUEL-O-MATIC funciona mediante teclas, gavetas, resortes y un sistema eléctrico, que permiten al lector ir disponiendo de los capítulos del libro en un orden prestablecido o en el que le dé la mejor gana. Sorprende que Julio previera con ello también lo que ahora conocemos como lector de libros electrónicos o e-book reader.

Diseño de la Rayuel-o-matic, máquina inventada por Juan Esteban Fassio, reproducido en La vuelta al día en ochenta mundos
Resulta intrigante que a estas alturas pocos se hayan atrevido 1 a emprender una versión de hipertexto o hipermedia de Rayuela (la hipermedia es la conexión de documentos de diverso origen, no sólo texto, tales como imágenes, video, audio, mapas y otros soportes de información). La novela cortazariana es célebre no sólo por su singular estructura sino también por incluir en la acción narrativa un gran número de referencias de tipo cultural: obras literarias, canciones, películas, lugares, personajes históricos, etcétera. Cortázar era un lector insaciable y un hombre de amplia cultura; para él, la vida era, sobre todo, el goce artístico y cultural. Además, recordemos, de lo que se trataba era de reincorporar la vida en la novela para re-vivirla. Sin embargo, ya desde su primera edición, algunos lectores se quejaban por el supuesto “esnobismo” del autor, por ensartar tantas referencias culturales para ellos desconocidas.
El mismo año en que murió Cortázar apareció la edición crítica de Rayuela en Editorial Cátedra, realizada por el multicitado Andrés Amorós. Es reconocido el rigor (en el límite de la puntillosidad) de estas versiones: plagadas de notas de pie de página explicativas sobre todo aquello que el editor considera necesario aclarar al lector. Sin embargo, es evidente que en el caso de Rayuela, Amorós se tuvo que quedar corto, lo cual es entendible: incluir notas aclaratorias sobre todas y cada una de las referencias culturales inmersas en el libro hubiera duplicado, por lo menos, el número de páginas del volumen, de por sí ya muy gordo.

Dicho escollo sería posible remontarlo hoy con una versión hipermedial: cada referencia estaría conectada (a través de un hipervínculo activado con el mouse de la computadora) a cualquier tipo de documento (texto, foto, ilustración, audio, video, etcétera), disponible en la Red o creado especialmente para la edición. Imaginemos, por ejemplo: en el primer párrafo de la novela,
Oliveira se pregunta si volverá a ver a La Maga y recuerda el lugar donde solía encontrarla, “viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts”.
Las posibilidades para ilustrar estas referencias podrían ser: el texto tradicional, el enlace a una enciclopedia u otro libro cualquiera; un mapa normal o interactivo; una ilustración o pintura alusiva; una fotografía actual o de época; un video realizado especialmente o de los que se encuentran disponibles en Internet, o como ya es posible en la actualidad: un vínculo a una cámara de video que nos permitiera ver en tiempo real ese lugar de París. Lo ideal sería que el propio autor decidiera el tipo de documento hipermedial a utilizar, pero lamentablemente Cortázar ya no puede hacerlo; sin embargo, no es difícil imaginar que hubiera explorado diversas posibilidades, pues en obras posteriores se aventuró aun más a romper los límites del objeto-libro, como en La vuelta al día en ochenta mundos, Último round y Los autonautas de la cosmopista. 2

IV. DEL ALMANAQUE AL BLOG Y DE REGRESO
Luego del éxito y las repercusiones de Rayuela, Cortázar siguió escribiendo. Publicó en 1966 un nuevo libro de cuentos, Todos los fuegos el fuego, y preparaba otra novela, derivada de Rayuela, 62/Modelo para armar. Además, se puso a trabajar en un encargo hecho por Arnaldo Orfila Reynal, director de la entonces recién creada Siglo XXI Editores de México. Se trataba de agrupar poemas, comentarios, pequeños cuentos, artículos, recuperar citas ajenas, reflexiones, complementadas con viñetas, ilustraciones y fotografías, en un discurso heterogéneo que Cortázar llamó libro-almanaque, en recuerdo de los almanaques de su infancia: anuarios dirigidos al humilde público rural, que incluían juegos para niños, acertijos, laberintos y trabalenguas, así como horóscopos, chistes, poemas, recetas de cocina, remedios caseros y consejos prácticos para sanar dolencias, etcétera. En esos almanaques había de todo para la familia, eran útiles “y al mismo tiempo tenían un contenido estético, inocente, pero muy bello”, explicó Cortázar. El planteamiento era entonces armar un volumen que aglutinara muchas partes dislocadas entre sí, inconexo pero vinculado orgánicamente, como esos almanaques de su infancia, pero transmitiendo al lector la sensación de encontrarse ante un libro para jugar. La parte visual del proyecto, que terminó titulándose La vuelta al día en ochenta mundos y apareció en 1967, la hizo conjuntamente con Julio Silva, quien seleccionó materiales y realizó una diagramación muy atractiva en la que se combinan con gran habilidad grabados, fotografías, dibujos, textos apaisados y diversas tipografías. El libro fue un éxito rotundo y le dio un espaldarazo definitivo a la editorial, que ha agotado varias ediciones en una versión de bolsillo en dos tomos, que es la más conocida, aunque en 2010 Editorial RM reeditó la versión original en gran formato de este y de Último round, aparecido en 1969.

Ejemplar abierto de Último round
Resultan evidentes las coincidencias de esta aproximación cortazariana al libro-collage con lo que ahora conocemos como blog o bitácora digital, donde el bloguero puede incorporar en una secuencia cronológica contenidos de todo tipo: texto, imágenes, video, audio, etcétera, enlazándolos con otros materiales disponibles en la Red y dentro de su misma bitácora, creando una experiencia hipermedial. “Si yo tuviera los medios técnicos para imprimir mis propios libros, creo que seguiría haciendo libros-collage”, dijo Cortázar en alguna ocasión. Si viviera hoy, de seguro contaría con su propio blog y hubiera explorado sus alcances y posibilidades.
Al trabajar de nuevo al alimón con Julio Silva para Siglo XXI Editores, en Último round, Cortázar continuaría con su idea del libro-almanaque, ampliando la utilización de la técnica del collage, que le fascinaba tanto, e incorporando una audacia que rompería las limitaciones del objeto-libro.
La culpa la tuvo Julio Silva. Un día vino con una idea. Estábamos planeando hacer ese libro pero iba a ser un poco como La vuelta al día…, es decir, textos-collage pero seguidos. Y entonces él me dijo: ¿por qué no hacemos un ensayo de hacer un libro en dos pisos, entonces tú distribuyes los textos como te guste? Al principio no entendí mucho pero después de eso se me ocurrió a mí, yo le dije sí, podría ser una buena idea pero no hay que cortarlo por la mitad sino que hay que cortarlos más abajo. Y entonces en la parte de abajo usar una letra más pequeña de imprenta, más pequeñita, y poner un cierto tipo de texto más corto o documentos, y dejar la letra grande, más cómoda para el lector, para los textos, no diré más importantes pero más significativos para mí. A él le pareció muy bien y trabajamos en ese sentido.
En Cortázar por Cortázar, Evelyn Picon Garfield le señala a Julio: “Cuando arreglas los pedacitos del libro, hay la posibilidad de leer o de ver alguna relación de vez en cuando entre lo que pasa en la página quince, por ejemplo, del primer piso…”,  a lo que él apunta:
Ese fue el azar, allí es el elemento surrealista que entra en juego. Allí nos dimos cuenta también —porque él hizo una maqueta pegando cualquier cosa— que al abrir la mitad del libro, se crean dos relaciones distintas que cambian todo el tiempo entre lo alto y lo bajo. Obligadamente si está leyendo un texto de la página de la parte de abajo, al dar vuelta a la página quedas con una imagen, por ejemplo, que se sitúa en una relación especial con lo alto. Y se producían algunas coincidencias divertidas. Pero eso no fue deliberado, pasó así”.
(Esto no se puede apreciar totalmente en la versión de bolsillo que casi todos conocemos, pero sí en la edición original, reeditada, como ya dijimos, por RM).
En agosto de 1981, Cortázar y su segunda esposa Carol Dunlop decidieron embarcarse en una aventura peculiar: escribir un libro que contara un viaje atemporal entre Marsella y París con su camioneta combi roja (bautizada como Fafner) sin salir de la autopista. La idea era hacer el recorrido deteniéndose dos veces por día; vivirían, cocinarían, descansarían y se desplazarían en el vehículo durante un mes. El libro estaría firmado por los dos y aparecería en dos idiomas. Sin embargo, el proyecto se tuvo que aplazar debido a la enfermedad de Julio, quien fue hospitalizado durante varios días. Finalmente, en plena primavera francesa, Julio y Carol realizaron su travesía, un viaje que en condiciones normales hubiera durado diez horas lo realizaron en poco más de un mes, del 23 de mayo al 27 de junio de 1982. Con su espíritu lúdico intacto, Cortázar se siente feliz y a sus anchas, instalando su mesita y su máquina de escribir en algún paraje a la orilla de la carretera que hubiera llamado la atención, para registrar las incidencias del día, mientras Carol toma fotografías o descansa o cocina.

Cortázar autonauta
© Carol Dunlop

El libro, que terminó titulándose Los autonautas de la cosmopista. Un viaje atemporal París-Marsella, es —como señala Miguel Herráez— “pastiche neodecimonónico y crónica de viajes, reflexiones, fotografías, informes sobre los parkings, pesquisas de explorador a lo Sir Henry M. Stanley, falsos análisis de campo, todo ello revestido con un aire paródico con mucho también de Dr. Livingstone”. No resulta difícil imaginar cómo hubieran realizado hoy estos autonautas su singular odisea: Julio con su laptop o su tableta electrónica, escribiendo en su blog o en su muro de Facebook, mientras Carol toma fotografías con su teléfono inteligente o su cámara digital y las sube de inmediato a Twitter o Instagram. Ahora cualquiera podría realizar una experiencia parecida, pero no cualquiera le impregnará la genialidad de Julio Cortázar, nuestro improbable cronopio internauta.

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