Ilustración de Liliana Ospina |
Involuntario Museo de los Hallazgos
Ricardo Bada
Este artículo debería titularse “La catedral de Colonia como involuntario Museo de los Hallazgos”, o bien “La catedral de Colonia como Oficina de Objetos Perdidos”, o más bien, reduciendo las últimas nueve palabras a su traducción alemana: Fundbüro Kölner Dom. ¡Ah, el poder aglutinante de la lengua de Goethe!
Tengo en las manos el libro extraordinario que lo documenta, que uno de los edificios más visitados del mundo es un involuntario Museo de los Hallazgos y una no menos involuntaria Oficina de Objetos Perdidos. El libro se titula Kruzifix und Mausefalle[Crucifijo y trampa para ratones], y ni el título ni el contenido son irreverentes, heréticos o impíos, antes al contrario, una declaración de amor al lugar más emblemático del imaginario coloniense: su catedral.
De la génesis del libro da cuenta detallada y algo irónica el prólogo de los autores, Stephan Brenn, Martin Kätelhön y Thomas Schneider, quienes bajo el epígrafe “Dios en un papel de envolver caramelos” explican lo que el libro se propuso, su contenido y cómo se llegó a este resultado. Y puesto que me resultaría imposible explicarlo mejor que ellos, les pedí permiso para traducirlo. Dice (en este caso tal vez fuera más congruente decir que “reza”) así:
“¡La catedral de Colonia es como una caja de bombones, nunca se sabe lo que habrá en ella!” De acuerdo con este lema, parafraseado de Forrest Gump, estuvimos peregrinando todo un año, día a día, a la catedral de Colonia, a partir del 6 de enero de 2001, festividad de los Reyes Magos. Aquí, en el interior de la catedral gótica, escudriñamos todos los rincones posibles, rastreamos filas de bancos, metimos los dedos en grietas polvorientas, paseamos innumerables veces alrededor del relicario de oro y encontramos miles de cosas. Cosas que nunca habríamos podido suponer que descubriríamos en una iglesia, por ejemplo: un condón japonés, unos pantalones vaqueros o un parche ocular negro; hallazgos que nos divirtieron, nos conmovieron y a veces también nos asustaron.
Nuestros enemigos naturales fueron las mujeres de la limpieza: sólo ingresó en nuestra colección lo que logró escapar a sus escobas y aljofifas inmisericordes, o lo que encontramos antes de que ellas aparecieran. También nos hicieron difícil la labor los ujieres catedralicios, celadores del orden vestidos de rojo de la cabeza a los pies: bajo sus ojos de Argos nos deslizamos disciplinadamente y devotos como corderos, con la cabeza agachada, la expresión digna, sin correr el peligro de que nos apostrofaran con uno de sus normales reproches, tales como: “¡Sáquese la gorra!”, “¡Desconecte el celular!” o “¡Esto no es un museo, es una casa de Dios!”
Sólo una única vez nos agarraron in fraganti: cuando quisimos posar delante del relicario el día de Reyes de 2002, para coronar nuestro proyecto con una foto. Desde luego fue algo un poco descarado por nuestra parte. De inmediato apareció un ujier bigotudo y alto como un pino, y nos alejó con estas palabras: “¡Esto no es un panóptico!”
En un año recorrimos muchos cientos de kilómetros por la catedral de Colonia. Y ahí sucedió algo raro: la recolección de objetos perdidos nos abrió crecientemente una segunda dimensión.
Más y más empezamos a sentir la santidad de ese lugar. Entendimos con nuestro propio cuerpo por qué justamente este lugar especial a la orilla del Rhin había sido elegido, ya en los tiempos paganos, para adorar diversas divinidades. Buscamos a Dios en papeles de envolver caramelos, en billetes del Metro y en paraguas. Y mira por dónde, a Jesús nos lo encontramos en una bolsa de plástico.
Para mejor entendimiento de este texto, debo aclarar la referencia al relicario y su conexión con la fecha 6 de enero, y es que en la catedral de esta ciudad se sigue sosteniendo oficialmente una superchería: que nada menos que en su altar mayor están custodiados los restos de los Reyes Magos, en un lujoso cofre, todo él de oro y piedras preciosas, y que milagrosamente no ha cesado de crecer de tamaño desde que el Estado implantó el diezmo (impuesto religioso).
Ilustración: Chetan Kumar, Lo perdido en el metro |
(Además de la superchería resulta a todas luces algo fuera de lugar que una catedral se enorgullezca de un robo a mano armada, puesto que los presuntos restos mortales de Melchor, Gaspar y Baltasar se hallaban a buen recaudo en laSEO de Milán, de donde fueron rapiñados por el arzobispo de Colonia, Rainald von Dassel, en el año del Señor de 1000-y-164, pero, en fin, esa es otra historia, diría Rudyard Kipling. Lo cierto y verdadero es que los colonienses se vanaglorian con ser los custodios de esas reliquias, como los turinenses con su paño sagrado, que jamás envolvió el cuerpo de Jesús, y los compostelanos con las de su apóstol, que jamás estuvo allá; es más, con toda seguridad los restos que reposan en su presunta tumba son los del hereje Prisciliano. Pero si la gente cree semejantes patrañas, y son felices creyéndolas, allá cada cual con sus credulidades. Y ya va siendo hora de que volvamos al libro de marras.)
Desde luego, Crucifijo y trampa para ratones no alcanza ni puede alcanzar los niveles de belleza y seducción del libro más hermoso que jamás se haya impreso, laHypnerotomachia Poliphili (Batalla de amor en sueño de Polifilo), editado en 1499 por Aldo Manuzio, pero sí que puede muy bien considerarse como el más bonito y original que jamás se haya publicado en Colonia. Añádase a ello que los autores del proyecto tuvieron el buen acuerdo de encargar al profesor Volker Neuhaus –quien reúne en sí la cuádruple condición de teólogo, filólogo y experto en la obra de Günter Grass y en la literatura policial de Nueva Inglaterra– la redacción de los textos explicativos y la elección de las citas bíblicas que, por así decirlo, sacralizan lo profano de sus hallazgos.
El formato del libro fue patentado por Gallimard en Francia, para publicaciones de este género, y es una pura delicia manejarlo, porque se trata de un objeto bastante lúdico, con páginas que se abren como puertas a mundos insospechados, u hojas dobladas que al desplegarse es como si mutasen a benéficas cajas de Pandora. Tanto más extraño parece, por lo tanto, que sin estar oficialmente agotada la edición no se pueda adquirir en librerías. Desapareció de la circulación como por ensalmo. ¿Agiotismo de cara a convertirlo en rareza bibliofílica? Lo descarto como hipótesis, porque el 3/III, festividad de santa Cunegunda, emperatriz y virgen –¡fabulosa combinación para los altares–, y surfeando el autor de esta Carta en internet, comprobé que en Amazon podía comprarse un ejemplar (nuevo) del libro a partir de 1.55 €, cuando el precio que indica el código de barras de la edición original es más que el séxtuplo de esa cifra: 9.90 €. Esto sí que es un milagro, y no el de la multiplicación de los panes y los peces, por otra parte tan precursor de la producción industrial en la cinta sinfín.
Y del formato pasemos al contenido: 20 mil visitantes diarios dejan en la catedral de Colonia una considerable huella de su paso, como revela el demorado hojeo de este libro, y téngase en cuenta que en él sólo se documentan fotográficamente ochenta y uno de los objetos encontrados. Ochenta y dos, si contamos la bolsa de plástico verduzco donde estaba el crucifijo del título. Y por mi gusto reseñaría el completo, pero temo que ello haría saltar las costuras de esa camisa de once varas que es, siempre, un artículo metomentodo, escrito por un extranjero desde un país para el que administrativamente lo sigue siendo.
Como en botica, hay de todo. Literalmente de todo. Además de lo que va de suyo en el título y en el prólogo de los tres mosqueteros del proyecto (sumando el pormenor nada desdeñable de que el preservativo japonés era con sabor a fruta), ilustran el libro desde una entrada para visitar los museos vaticanos hasta un diccionario de bolsillo alemán-tailandés, pasando por un sello del correo alemán –de una edición especial– con la vera efigie de Greta Garbo, un par de calcetines para una criatura de pocos meses, y un tenedor de plástico de tres puntas, con una de las laterales semirrota, de modo y manera que colocando el tenedor a distancia conveniente, entrecerrando los ojos y arrimando un poco de imaginación, estamos viendo la mismísima silueta de la propia catedral.
Conmueve descubrir entre estos objetos un dibujo infantil encontrado el 21/IX/2001, a sólo diez días del atentado a las Torres Gemelas de Nueva York, dibujo en el que aparecen ambas torres y un avión precipitándose hacia una de ellas, y además de la firma del niño, Michael, una frase que no deja lugar a dudas, a pesar de sus fallos ortográficos: “DIE katastrofe ist scheise”, o sea: “LA Catástrophe es Mielda”. (Por favor, amigos linotipistas y correctores: dejen la traducción tal cual, si no se va a la mielda todo el trabajo de mis células grises: ¡de las dos!)
Capítulo aparte sería el de los hallazgos pecuniarios, cuya escala abarca un amplio espectro: una moneda de 20 centavos de euro, un penique estadunidense, una ficha de monopoly, una monedita tailandesa escondida en el nudo de un pañuelo... y un billete de cien marcos, habido el 14/VII/2001, cuando aún era de curso legal. Pero yo, desde que uno de mis más queridos amigos “descubrió” un billete de mil marcos que había “olvidado” en un libro, y me llamó de Madrid para preguntarme si todavía lo podía cambiar en euros, ya no me asombro por uno de tan sólo la décima parte de ese valor. El cual, dicho sea de paso y en honor de quien lo hubo, fue entregado a los ujieres de la catedral, previa foto que documentaba semejante pérdida.
Nuevo capítulo aparte habría que dedicarle a los mensajes personales. Papelitos de todos los tamaños y de todos los colores, algunos deben de habérsele perdido a quienes los llevaban consigo (ya fuesen remitentes o destinatarios), por ejemplo aquel que dice: “Querida Sandra, ¿cómo estás? Estamos muy preocupados por ti. ¿Nos llamas? Te quiero mucho. Tu mamá.” Pero hay varios que no sabe uno en qué casilla meter, como el que certifica lapidariamente nada más que: “Uschi, la pura tentación rubia.” Y ése que perteneció a un bloc de los que regalan en las tiendas y cuyas hojas lucen su publicidad, o se compran en librerías y sus hojitas llevan alguna ilustración, y donde dice arriba de manera bastante telegráfica: “Olivia jueves a las 23:48, tu HB”, mientras el dibujo del rincón inferior izquierdo muestra a una diablita roja genuflexa delante de un diablito rojo al que practica una felación con todas las de la ley. Como programa de contraste valga este otro botón de muestra, que me enternece, y es un mensaje de acción de gracias de un hincha de un equipo de futbol: “Gracias, Señor, porque el Werder Bremen”... y el mensaje al Buen Dios se interrumpe: un gaudeamus interruptus.
También en este capítulo de los mensajes personales, el único hallazgo que los autores del libro lograron conectar con un rostro. Se trata de una hojita de bloc, color pardo claro, con propaganda farmacéutica y siete palabras garabateadas: “Estamos fuera, junto a la columna. Stephanie + André.” Y ocurre que cuando el lanzamiento deKruzifix und Mausefalle se exhibieron en un museo de Colonia los objetos que lo ilustran, y muchísimos otros más, y de repente una de las visitantes se detuvo en seco delante de ese mensaje. Era Stephanie.
Agarremos la recta final. Sólo tres objetos para terminar. 1. Un barquito de papel hecho con una particella de algún coral, pues que en la reproducción se ve claramente un “Ky-ri-e , y-ri- e e-lei-son”. 2. El diente de un animal tal vez prehistórico, si pensamos que lo encontraron dentro de un contenedor utilizado por los arqueólogos que trabajaban en 2001 en derredor de la catedral. Y 3. La guinda del pastel, que curiosamente no es una guinda sino una manzana, una manzana mordida ávidamente hasta no quedar de ella nada más que el corazón y el pedúnculo. Contemplándola, mi malpensamientismo innato me hace recordar un título de novela del coloniense universal que se llamó en el siglo Heinrich Böll: ¿Dónde estabas, Adán?
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