domingo, 28 de abril de 2013

LO TRASCENDENTE Y LO SAGRADO EN LA POSMODERNIDAD, Fabrizio Andreella


Lo trascendente
y lo sagrado en la postmodernidad
Fabrizio Andreella
fabrizio108@yahoo.com
Trascendencia y deidad
No cabe duda de que el célebre lema de Nietzsche “Dios ha muerto”, fue profético. El siglo XX es la época de la historia occidental que menos ha involucrado al Todopoderoso en la construcción del mundo terrenal. Alejado en los cielos, invocado nada más como puro formalismo, Dios ha sucumbido por falta de atención humana.
¿El fallecimiento del Altísimo implica automáticamente la desaparición de las Alturas donde residía? ¿El tamaño del Dios religioso cubre todo el espacio de la trascendencia? No se trata de preguntas espirituales –que cada quien examina en su alma–, sino psico y sociológicas. Posiblemente, explorarlas nos pueda ayudar a entender nuestro destino antropológico.
Sí, es cierto, actualmente la trascendencia no se apoya en una tradición religiosa, aunque lo que el mercado de los sueños promete es anhelado y perseguido con una disposición devocional. También es cierto que la trascendencia hoy se pulveriza en ambiciones personales solipsistas y mundanas, como la celebridad, el dinero, el sexo y el poder: sugestivos placebos que sirven de parodia de la felicidad.
Sin embargo, aun admitiendo una evolución y una morfogénesis que la hacen casi irreconocible, la trascendencia (por lo menos la del deseo terrenal) permanece viva en la experiencia humana y sigue siendo muy influyente en las formas de pensar, desear, vivir. En realidad, la trascendencia nunca ha desaparecido del horizonte, ni siquiera en la noche atormentada que hospedó la pesadilla nazi-fascista. Incluso la tradición marxista, que asumió una perspectiva polémicamente inmanentista en contra de la religión, tenía una visión trascendente de la revolución, que reemplazaba la salvación eterna con la dictadura del proletariado.

Collages de Kevin Rupprecht
En el siglo XX, con el monumental avance de la técnica, aunque oculta por la lucha entre ideologías políticas, la trascendencia colgó el hábito religioso que anteriormente los hombres asociaban con ella hasta identificarla con la religión. Pero, a decir verdad, no es que la trascendencia se haya decidido por un frívolo cambio de ropa, sino que el mundo de la técnica ha conquistado el Olimpo, obligándolos a vestir el atuendo del progreso técnico.
En este mundo prevalece “una visión de la persona humana de una sola dimensión según la cual el hombre se reduce a lo que produce y lo que consume”. Las comillas son para Jorge Mario Bergoglio, que en sus primeros días romanos quiso expresar su preocupación por este envilecimiento tecnocrático. El vicario de Cristo cree que para contrastar esta tendencia actual “debemos mantener viva en el mundo la sed de absoluto”.
Es un hecho deseado y deseable que un pontífice –y por si fuera poco, latinoamericano– declare su inquietud por la reducción del ser humano a homo œconomicus. Y tal vez es normal y excusable que un Papa considere “Dios” y “absoluto” como dos palabras intercambiables. Sin embargo, esta simplificación lingüística –que quiero pensar desprovista de la legendaria astucia jesuítica– no nos ayuda a entender la experiencia de la trascendencia en la postmodernidad.
Curiosamente, el jefe de una Iglesia que se considera defensora de la humanidad contra el relativismo, usa un concepto como el de “absoluto”, que se entrega con facilidad al lenguaje especulativo de la filosofía. En cambio, es interesante adoptar laicamente la palabra que el Papa no quiso o no pudo usar para defender la trascendencia: lo sagrado.
Un concepto indefinible
Lo sagrado difícilmente se puede enjaular en una definición e implica una forma de acercamiento a la trascendencia que escapa a la lógica racional. Émile Durkheim, Rudolf Otto, Marcel Mauss, Bronislaw Malinowski, Gerardus van der Leew, Mircea Eliade, Roger Caillois y René Girard son los que más han explorado el concepto de lo sagrado.
Mundo que funde el bien y el mal, realidad última, esfera de un poder invisible, terrorífico y al mismo tiempo fascinante, substrato ontológico de la realidad, espacio de la violencia primigenia necesaria para la fundación del mundo, orden superior, territorio defendido contra la impureza del tiempo y de las formas, misterio obscuro perseguido por la racionalidad que quiere explicarlo, recinto amurallado donde se alberga lo indiferenciado, experiencia de la otredad... Estas son solamente algunas de las sugestiones que emergen de las páginas de estos autores extraordinarios.
Sin embargo, la postmodernidad nos exige revisar no sólo el concepto, sino el papel y la ubicación de lo sagrado.
La técnica es un ambiente y un sistema que tiene una teleología autorreferencial. Se autolegitima sin interrogarse sobre su finalidad, que es solamente su eficiencia y su potenciación. A posteriori, todas sus producciones se aprovechan de una justificación que magnifica sus efectos, oculta las contraindicaciones y olvida su influencia sobre la percepción de la realidad. La consolidación definitiva de esta estructura obliga al ser humano a adaptarse incesantemente al mundo psíquico y físico creado por la maquinaria de la técnica. En este contexto de continua y acelerada transformación, ¿qué pasó con lo sagrado, que es el reino de la permanencia? ¿Se fue, se ocultó, pereció?
Escenas sagradas
Escena 1. Toda la semana ha sido de preparación para la ceremonia. Ya ha llegado el día. Los feligreses se arreglan, toman los objetos necesarios para el ritual, se acercan al templo y ocupan su lugar. Empiezan a cantar, usan sus cuerpos como células de un gran organismo devoto que festeja a los dioses y éstos se muestran, hacen milagros, piden a los feligreses que canten más fuerte para ayudarlos en su lucha. Al final de la celebración, los dioses se acercan, sonríen y hasta aplauden a la muchedumbre fervorosa que los ha acompañado.
Escena 2. Desde la madrugada los feligreses se juntan en religioso silencio, acercándose lo más posible al portón del templo. La fe les ha enseñado la paciencia; la esperanza les da la fuerza para aguantar; la caridad les otorga la comprensión hacia los creyentes más alterados. Las dificultades son solamente pruebas para reforzar la devoción. Las primeras luces del amanecer despiertan a los fieles, aplastados en el piso. La puerta del templo por fin se abre, los oficiantes encargados de la vigilancia dejan pasar a unos cuantos feligreses que, al salir, permitirán a otros entrar para la celebración. Todos salen del santuario con una reliquia protegida por una elegante envoltura y se van a sus casas, donde, con veneración, perpetúan el culto en silencio, regresando a la vida de anacoretas.
Escena 3. El feligrés se acerca al altar con la máxima concentración. Nada lo distrae, su atención es firme, constante, focalizada en la divinidad que se revela poco a poco. La convergencia de todos los sentidos y el latido acelerado del corazón lo transforman en una bala contemplativa, que tiene como única aspiración terminar su trayecto en la belleza celestial que tiene frente a sus ojos. La deidad se acerca, se aleja, pone a prueba la tenacidad de los asistentes. ¿A qué están dispuestos a renunciar para vivir la experiencia sagrada de la unión con lo divino? Los más devotos hacen ofrendas continuas y cada vez más lujosas.
Estas tres escenas no salen del marco de pintorescos rituales religiosos medievales, pero tampoco del de imaginarias sectas teocráticas del futuro próximo. Son eventos habituales del mundo postmoderno, ese mundo que normalmente es leído como la tumba de lo sagrado. Los escenarios son un estadio de futbol, una tienda de Apple donde se estrena el último modelo de iPad y un table dance.
Lo sagrado postmoderno
Como se puede ver, varios elementos de lo sagrado religioso se han transfigurado en importantes cultos profanos postmodernos, pintando a los nuevos ídolos una aureola de superioridad e invulnerabilidad. He aquí otros aspectos de lo sagrado religioso presentes en lo profano contemporáneo.
Los templos. Hoy todas las celebraciones colectivas terminan en un único recinto sagrado, un templo luminoso que engloba todos los templos: la pantalla. En ella desfilan los santos (hoy presentes en la forma pagana de celebridades) y las reliquias del mercado mediático. En el templo mayor de la pantalla, seres y objetos asumen semblantes divinos, pues por el mero hecho de estar allí se les concede el título de hierofanía, de manifestación de lo sagrado.
La liturgia. La sociedad postmoderna está repleta de liturgias mundanas sacralizadas. Se ubican principalmente en el sector del entretenimiento, donde la celebración se torna en espectáculo: la boda de William y Kate, el concierto de Lady Gaga, el partido Barcelona-Real Madrid. Incluso el acto de la compra se ha transformado en un ritual global estandarizado: la cola afuera de la tienda para conquistar el nuevo iPod, el paseo al centro comercial cada domingo, el peregrinaje de vacacionistas en los aeropuertos.
El sacrificio. La estrella del rock que muere por sobredosis, el campeón deportivo que se queda inválido por un accidente, el político que termina su carrera por un escándalo, la diva del cine desfigurada por una cirugía plástica: todas son versiones del sacrificio postmoderno que inmola a algunos de los más afortunados de la comunidad como víctimas, para aplacar la frustración social de la multitud anónima que, cíclicamente, alcanza los niveles de peligro.
La profecía. La edad de los profetas no ha terminado. Ayer eran los místicos, hoy son los líderes carismáticos y las encuestas. La salvación ya no es el tema de clérigos o revolucionarios armados, sino de publicistas que construyen alrededor de los productos la teología y el utopismo actuales. La misma Anunciación se ha fragmentado en miles de anuncios publicitarios.
Las reliquias. La sacralización de los objetos de consumo les ha conferido un aura de reliquias, como si fueran partes de un invisible e inaccesible cuerpo sagrado, del cual conservan dotes sobrenaturales. Los nuevos instrumentos de comunicación móvil, ciertas marcas de ropa y otros fetiches postmodernos están cargados con un poder mágico, una plusvalía que otorga a quien los posee cualidades percibidas y reconocidas por toda la comunidad como admirables. Son objetos que tienen un componente fundamental del mundo mitológico: una narración épica donde el héroe del mito es el dueño del objeto mismo.
La sacralización de lo profano
En resumidas cuentas, ayer la aspiración del ser humano a un más allá era monopolizada por el paraíso o la revolución, mientras que hoy es más bien una elevación del estatus. Sin embargo, la percepción de una esfera sagrada invisible y pre-racional que confiere un sentido a lo visible y racional, no se ha muerto ni se ha diluido en la postmodernidad.
Simplemente, lo sagrado se ha fragmentado, multiplicando como en una alucinación los edenes que relucen en el cielo. En cambio, lo profano como experiencia postmoderna de la complejidad, de lo inauténtico como expresión de la realidad y de la recomposición de fragmentos heterogéneos, se ha sacralizado.
Hoy lo sagrado ya no es lo contrario de lo profano: más bien es su esqueleto, sobre el cual la nueva mitología del consumo exhibe sus divinidades. Si ayer lo sagrado era un espacio que contrarrestaba lo profano y custodiaba los semblantes del Creador, en la época postmoderna es una condición que se ha infiltrado en lo profano, ofreciéndole su esplendor a algunas creaciones humanas. La trascendencia se ha vuelto un paradójico componente de la materia, de los objetos que definen el paraíso privado del hombre postmoderno.
No sólo Nietzsche tuvo una visión inspirada sobre la trascendencia en la sociedad venidera. Ya en 1856 otro personaje controvertido había intuido que “el resultado de todos nuestros descubrimientos y progresos parece no tener otra consecuencia más que otorgar a las fuerzas materiales una vida espiritual y reducir la existencia humana a fuerza material”. Un profeta de la postmodernidad que parece anticipar la preocupación de papa Francisco. ¿Su nombre? Karl Marx.

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