Poemas de Luis Armenta Malpica
LUIS ARMENTA MALPICA
EL PEZ INMERSO
El pez será una ausencia cuando ya no lo nombren
mientras no puedan verlo las arañas
ni se le dé por muerto
en algún nido.
El pez será el asombro que se finja
cuando al ir al zoológico
en la sección de historia se le mire
disecado
encima de una ficha:
Pez
extinto.
Entonces se le echará de menos.
Más de alguno dirá que él sí lo conocía:
era dueño de un par de poderosos alerones
cubierto con escamas de metal
y en la punta del cuerpo
en el timón de mando
una cortina de humo
ensombrecía
su avance.
Y otro dirá que no
que el pez era un antiguo rascacielos
especie de pirámide de vidrio y argamasa
en donde los muchachos escondían las monedas
robadas a sus padres.
Y una anciana gloriosa
(lo que denotará su estirpe y sexo)
abrirá los olanes de su blusa
desarmará su torso
y enseñará en la aréola
el cuerpo inconfundible del pez
en sus costillas.
Y ella no dirá el nombre que una vez fue
la herencia del agua
no dirá que malagua fue un invento de ancianos
y que no existe otro animal que el hombre…
Se quedará
desnuda
tan pez
como hace ya
muchísimo
estuviera
al acecho
de un nuevo golpe
de años
que la conduzca
al agua.
La mujer
en medio de la burbuja de aire
surgida de su aureola
beberá de una vez lo que una vez dio
a su hijo
se enganchará por siempre
en su anzuelo de madre
y morirá tranquila
atravesados los labios por un beso
los ojos de un crepúsculo blanco
y el corazón
partido en tres
por una gota de agua.
Y los desconocidos se dirán entre sí…
«Era la ungida».
Ella
en la agonía del pez
convulsionada
negará con los ojos.
Todo eso fue mentira.
Solo hay algo que de ella va a decirse
sin que el hombre recele:
la mujer era
el pez.
Siempre lo ha sido.
Mas los hombres esperan
porque habrá de llegar de algún sitio
del hombre
la migala.
FÁBULA EN CAN MAYOR
Recuerdo que yo tenía un cachorro; era muy inocente, por eso me gustaba.
De sus orejas gachas asomaba un mechón de pelo oscuro que le caía a los ojos.
Estaba un tanto ciego: a diario tropezaba con su hocico.
Le espantaban los gatos y perseguía ratones de juguete.
No jugaba con ninguno de mis otros hermanos, ni siquiera conmigo.
Un día lo bautizamos con el nombre de Dios.
Cambié mis huesos cortos por unos largos, gruesos, y olvidé a mi cachorro.
Con el tiempo, encerrado en el patio, el perro se hizo bravo:
gruñía todas las noches, mordisqueaba la cama y arañaba la puerta.
Es el celo —susurraba la abuela, entre sus oraciones—.
Un día rompió la soga que lo ataba del cuello y escapó de la casa.
Igual —dijo mi madre— hacen los hijos.
Dicen —los que lo vieron— que el perro estaba sucio, que tenía las pupilas inyectadas de sangre, y una saliva espesa le escurría entre los dientes,
que mordió a muchos niños, hasta que fue apaleado.
Cojo y un tanto ciego, merodeó por el barrio de mis padres.
Ayer lo envenenaron delante de mi casa.
El hombre que ahora vive conmigo, salió en la madrugada, cogió el cuerpo en sus brazos y lo enterró en el patio. Encima de la tumba puso algunos claveles y una cruz de hojalata. Yo lo observé, escondido detrás de las cortinas, y lo escuché rezar, de hinojos en la tierra.
Al lavarse las manos, ya en la casa, me contó que una vez él tuvo un perro: era muy inocente, por eso le gustaba. También tenía una boa. Como el perro y la boa eran sus animales preferidos, los puso a vivir juntos; y luego de unas horas, la serpiente se tragó al cachorrito. Él sabía que la boa era inocente, pero no volvió a verla.
Me acompañó al jardín de nuestra casa y allí permanecimos junto al perro.
Estando de rodillas, al voltear la cabeza observé a una serpiente, justo atrás de aquel hombre.
Las piernas me temblaban, y las manos, y el pecho. Sentí cómo la sangre me llenaba los ojos, sin poder dar un paso, y una saliva espesa me obstruyó dar un grito…
La serpiente, con sus fauces abiertas, se acercó hasta su víctima.
Entonces, no sé cómo, y después de un gruñido prolongado, esa cruz de hojalata degolló a la serpiente.
A partir de ese día, le doy gracias a Dios, con todos mis ladridos.
NOVEDAD DE LA PATRIA
Oigo lo que se fue, lo que aún no toco.
Ramón López Velarde
Para decir la patria habría que estar muy lejos de la muerte
impedirle que llegue hasta los labios
esa cruz de su nombre
pues crece del sarmiento
de una piedra.
La patria es ilusión. Lo que pisamos y queremos mirar por encima del hombro. De un pasto casi blanco de tantas municiones. Del rojo que se escurre entre las barras y sin tener estrellas por techo o distinción. Barrotes que contienen asomo de colores, vislumbre de lo que ha sido un crimen, pero ninguna culpa. Un espacio disperso, tan adentro del hombre que no lleva apellidos, únicamente un alias, una letra cualquiera, el distante no sé.
El pasto se redime si una sombra
—verde guardián del mundo—
de lo que hemos andado
se prosterna en la luz.
Nos engaña la luz del arbotante. Nos engañan el agua turbia, los jueces y las instituciones. Pagamos con rodilla el ya no estar de pie, acostarnos envueltos en los miedos que se han tejido a diario. Nos engaña el gatillo que en su maullar destroza un esternón, el alma, la credibilidad de que somos la bala cuando al hablar decimos: no sé, en lugar del supongo. Tal vez, como decían, todo es suposición. Y mientras tanto…
No hablamos de inocencia:
es atributo de árbol hacer blancos los días.
Acaso el sol reseque lo que vemos del mundo
y está solo en los ojos.
La patria es un jardín. Y aquí no hay hoja blanca. Aquí no hay hojas secas. Para decirlo pronto, la única hoja que existe es el papiro. Del tiempo del papiro dan cuenta aproximada sus varias rasgaduras. Las marcas del grillete de la consolación, del siempre ha sido igual, del ya no sé qué haremos, pero habrá de llegarnos el auxilio si rezamos y cumplimos con diezmos y limosnas. Si dejamos los ojos apagados (casi blancos) y nada más leemos la cifra de uno más.
Para limpiar la lápida
habría que buscar dentro del llanto
un surco de semillas.
Al principio la arena era la forma idónea de dar soporte al tiempo. Confusional, acumulada, la arena no fue arena, sino un siglo. A tantos montes, eras. Al continente, la total dispersión. Pero llegaron ellos: los hombres, las palabras. Y con ellas, las voces. Y con todos, los gritos. Del último alarido que la arena no olvida nació lo que llamamos patria. Sin principios, la tierra ya no supo lo que vino enseguida. Lo que vino, enceguece.
A eso que llaman patria
le conozco de oído.
Luis Armenta Malpica (Ciudad de México, 1961) Radica en Guadalajara desde 1974. Fue miembro del Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Jalisco y es director de Mantis editores. Expremio de poesía Aguascalientes (1996), Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde (1999), Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta (1999), Premio Jalisco en Letras (2008) y Premio Nacional de Poesía José Emilio Pacheco (2011), entre otros reconocimientos; por su labor editorial recibió la Pluma de Plata (Patronato de las Fiestas de Octubre), en 2006. Autor de los poemarios: Voluntad de la luz (1996), Des(as)cendencia (1999), Ebriedad de Dios (2000), Luz de los otros (2002), Ciertos milagros laicos (2002),Mundo Nuevo, mar siguiente (2004), El cielo más líquido (2006), Cuerpo después (2010), Götterdämmerung (2011), El agua recobrada, antología poética (2011) y Envés del agua (2012) entre otros. Libros y poemas de su autoría han sido traducidos al alemán, árabe, catalán, francés, inglés, italiano, neerlandés, portugués, rumano, y ruso. Aparece en antologías de diversos países, siendo las más recientes: Le pays sonore. 9 poétes mexicains (Le Temps des Cerices, Écrits des Forges, Mantis editores, Quebec, 2008), Muestrario de poetas de Jalisco (Consejo Estatal de la Cultura y las Artes, 2010), Un árbol de otro mundo. En homenaje a Antonio Gamoneda (Vaso Roto, Barcelona, 2011), Dalla parola antica alla parola nuova. Ventidue poeti messicani d’oggi (Raffaelli Editores, Rimini, Italia, 2012) y Antologie lirică (Fundaţia Culturală Antares, Galaţi, Rumania, 2012).
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