Una mancha en la luz, abierta circunstancia
de meditar el tiempo sobre un pobre caballo
y volver a la hora que el pan se vuelve azúcar
y el viejo de la barba donde dormita el eco,
se pone su pantalla de Febo en la cabeza
para partir despacio hacia el largo molino
donde descansa el viento.
Y luego, cuanto todos se olvidan de las nubes
para agorar sus lluvias de sombras y de estiércol
sobre las torpes sábanas comandantes de sueños,
o en las alcantarillas de mesas trasnochadas,
o en esas costumbristas regiones imposibles
donde el sol no es más que un amarillo espejo,
yo busco en las rendijas de todos los augures
la simple, penetrante y descuidada palabra.
Entonces, veo un néctar de sangre entre las uñas
y un ronronear melódico de agujas con sorpresas,
o la triste agonía fatal de la moneda, o la piedra,
o ese tosco andar de monaguillo con cara erosionada
por los soplos postreros, que un día, no sé cuando,
tal vez en el momento del circo y la batalla
en un crisol se unieron.
Y pesco doradillos al borde de un pañuelo
y antiguallas que el pastor dejara de costado,
o las plácidas rutinas, o las agrias vigilias,
las losas, los trabajos cuneiformes de agosto,
de septiembre, de algún viciado enero,
de números contritos, de perros avarientos,
de soldados doblando la yesca de una carta
y el pálido final de un yunque adormilado
que labra los silencios.
Yo sé que habrá murmullos, me perseguirán los gestos,
descreerán mis audacias y formarán cortejos
para que se desmayen mis búsquedas continuas
y ejecute el canto inferior y sempiterno
de quienes se titulan normales por las dudas
y rugen, cantan, gritan, se muerden los zapatos,
se enturbian en campanas y vuelcan en el plato
de la vida sin vida, sus engordados miedos.
Ricardo Alvarez Morel
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