Víctor Manuel Mendiola
En México hemos transitado de ver a las autoridades con resignado cansancio y cierta repulsión, a mirar a todos los políticos con agobio y rabia. Nos indignan los crímenes injuriosos e insoportables de los últimos meses, sumados a los asesinatos ocurridos durante los tres gobiernos anteriores, en particular las matanzas en la administración de Felipe Calderón y del procurador Genaro García Luna –de manera inexplicable nadie le ha fincado responsabilidades a este exfuncionario por sus teatros y mentiras.
Todos sabemos lo que sucede en nuestro país. Lo que vivimos es fruto de la tremenda desigualdad histórica de nuestra sociedad y de la corrupción. Un pequeño grupo inmenso no sólo elude de todas las maneras posibles cumplir sus deberes (evaden impuestos con fundaciones, residencias prolongadas fuera del país –a la manera de Gerard Depardieu–, costosos equipos de contadores y administradores y un sinfín de artimañas más), sino que obtiene superutilidades en condiciones ventajosas por irregulares. Mientras, los empleados y los trabajadores reciben minisueldos y minisalarios. Además, como sabemos los que hemos tratado de enfrentarnos con las empresas dedicadas a destruir el patrimonio arquitectónico de Ciudad de México (inmobiliarias y firmas de arquitectos), los principales corruptores de funcionarios públicos no son los políticos; son los empresarios. Este comportamiento de los creadores de “desarrollo” en el terreno de la industria de la construcción es exactamente el mismo en el área de los bosques, las playas, el agua, el mar y todos los recursos susceptibles de ser enajenados (ahí está el caso de la contaminación del río Sonora por la minera Cananea), aunque esas riquezas representen un bien y una propiedad colectivos. Asimismo, no pocos políticos poseen tan grandes riquezas que no hay forma de explicarlas de manera honesta y, en el mejor de todos los casos, son responsables de lavar dinero de negocios ilícitos (por ejemplo, recibir porcentajes por tráfico de información confidencial u otorgar obras a discreción).
A esto habría que agregar, en general, la disposición de una buena parte de los mexicanos comunes y corrientes a quebrantar normas y reglas: si con frecuencia nos pasamos el alto, poniendo en riesgo la vida de otras personas, por qué no nos vamos a pasar el alto en otros planos y carriles del orden y la convivencia.
Pero lo inédito del momento actual es que se ha hecho evidente una situación radical: de un lado están las autoridades, los políticos de todos los partidos y los grandes empresarios y, del otro, los más pobres (campesinos, obreros y desempleados), las clases medias y toda laya de pequeños empresarios que tratan de sobrevivir. La mayoría de los participantes en las marchas es –unos más, otros menos– la gente que vive al día y que ya no quiere sobrellevar su existencia en un clima permanente de zozobra. No quiere violencia. No quiere la patria dura. Quiere La suave patria, que también existió y existe todavía. Y al tocar esto, llegamos al fondo de la cuestión.
¿En las condiciones actuales es posible resolver el problema de la inseguridad? Si por un procedimiento casi mágico el gobierno lograra reorganizar las policías (para empezar pagándoles más) y disminuyera un poco las diferencias de ingreso, ¿podríamos aspirar a que la violencia bajara de manera sensible?
No, no sería posible.
La razón es que la fuente del problema del miedo y la incertidumbre social, de la presencia de la dureza despiadada, no está en México. No es México. Su origen es el drogadicto que vende armas. Ese hombre, ese maleante, no está aquí. Está al otro lado. Está en Estados Unidos. Es Estados Unidos, el mercado más grande de drogas y el vendedor satisfecho y feliz de pistolas, rifles, cuchillos y toda clase de pertrechos para matar.
Da un poco de esperanza ver una serie de TV como Breaking Bad, donde los vecinos del norte asumen una parte no pequeña de su responsabilidad en la producción, distribución y consumo de drogas. Pero una golondrina no hace verano. Los del otro lado han integrado, como nadie en el resto del mundo, a su vida social el uso de los estupefacientes y, además, son una nación profundamente feroz. La olla podrida de narcóticos más armas es un explosivo. La sociedad estadunidense puede medio controlarlo por su enorme riqueza, pero para los mexicanos es una desgracia estar junto al país donde se toma esa sopa.
La única solución sería tratar a las drogas como tratamos al alcohol: una sustancia estimulante permitida y un asunto de salud pública. Sin embargo, como los políticos mexicanos sí pueden aceptar consumir el enervante alcohol y, al mismo tiempo, se escandalizan con el uso de los otros enervantes y piensan –aunque sean jóvenes– como viejitos gagás, no van a echar mano del único remedio verdadero: legalizar las drogas. Además, los empresarios estadunidenses probablemente ya decidieron que el negocio de los narcóticos es suyo y no permitirán que el gobierno mexicano camine en esa dirección.
Ayotzinapa sucederá, más tarde o más temprano, otra vez, como ya ocurrió San Fernando en Tamaulipas. Lo que han creado estos crímenes atroces es, por un lado, el tráfico de estupefacientes hacia casi toda la Unión Americana y, por el otro, la capacidad de las organizaciones de delincuentes para “equiparse” en las cuatro mil o más armerías que los miembros de la Asociación Nacional del Rifle en Estados Unidos han establecido en la frontera norte del lado yanqui. El drogadicto que vende armas está ahí, tiene muchas ganancias, sopla al fuego y no se irá.
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lunes, 26 de enero de 2015
AYOTZINAPA Y EL DROGADICTO QUE VENDE ARMAS. Vúctor Manuel Mendiola
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