jueves, 8 de enero de 2015

LEYENDA Y VERDAD: JULIO SCHERER, Juan Villoro

Leyenda y verdad. Julio Scherer 
J u a n    V i l l o r o http://www.revistadelauniversidad.unam.mx/4607/imgs/biografia.gif




Julio Scherer es una de las presencias fundamentales para el periodismo y la libertad de expresión en nuestro país. En este texto —leído el 4 de noviembre de 2007 en el Teatro Macedonio Alcalá, durante el homenaje que la Universidad Autónoma Benito Juárez, el pintor Francisco Toledo y la editorial Almadía rindieron a Julio Scherer— Juan Villoro, autor de Albercas, El disparo de argón y El testigo, entre otros, nos ofrece un esbozo del gran periodista mexicano.

En el año canónico de 1968, cuando Julio Scherer asumió la dirección de Excélsior, yo tenía doce años. Mi primera relación con el periodismo consistió en visitar la casa que rifaba “El periódico de la vida nacional”. A la distancia, me parece extraño que no tuviéramos otra diversión que ir a una casa que sólo por azar podía ser nuestra. Revisábamos las recámaras, los pisos relucientes, los grandes ventanales y el jardín como si aquel recinto entrañara una moral. En caso de que la suerte nos premiara, no sólo seríamos los felices propietarios de ese inmueble, sino que nos comportaríamos de otro modo. No me costó trabajo encontrar una habitación en la que me imaginé como el alumno modelo que nunca había sido, rodeado de amigos
que al fin dejarían de ser imaginarios.

No ganamos la casa de Excélsior. Nuestra insistente participación en las rifas sólo nos dio un módico asador de carnes, con una parrilla cuadriculada, como la que se hizo cargo del mártir san Lorenzo.
En los siguientes ocho años, de 1968 a 1976, el Excélsior de Julio Scherer se convirtió en uno de los principales diez periódicos del mundo. Crecí leyendo los artículos de Daniel Cosío Villegas, Miguel Ángel Granados Chapa, Heberto Castillo, Enrique Maza y Carlos Monsiváis, las caricaturas narrativas de Abel Quezada, las crónicas deportivas de Manuel Seyde y Ramón Márquez, los reportajes de José Reveles y Ricardo Garibay, los comentarios sobre cultura de José Emilio Pacheco y José de la Colina, los cables internacionales que resumían el mundo en un minuto. Además, el periódico ofrecía publicaciones adicionales de alta temperatura intelectual: Vicente Leñero se hacía cargo de Revista de Revistas, Octavio Paz dePlural e Ignacio Solares de Diorama de la Cultura.

No pensé que este periodismo era un milagro, pues carecía de antecedentes y puntos de comparación. Durante ocho años una obra maestra llegaba a la casa con el sencillo aspecto de un periódico. Mi padre colaboró durante algunos años en las páginas editoriales, sin reponerse del asombro de que Julio Scherer solicitara la opinión de un filósofo, pero tal vez recordando que Hegel, gran devorador de noticias y transitorio director de un diario, había dicho: “La lectura matutina del periódico es una suerte de plegaria realista”.


Para mi generación, el Excélsior de Julio Scherer fue la universidad abierta en la que ni siquiera supimos que estábamos inscritos. Sólo en 1976, con el golpe orquestado por el presidente Luis Echeverría, entendimos que la destreza informativa, en apariencia tan natural como la rifa de una casa, había sido un excepcional acto de valentía y desacato al poder autoritario.

De acuerdo con Manuel Vázquez Montalbán, hay dos tipos de periodistas: los que trepan en un helicóptero, descienden en paracaídas a una selva, arriesgan la vida en la línea de fuego y regresan para ganar el premio Pulitzer, y los que escriben o corrigen artículos desde una sombría oficina saturada de humos y sospechas de mala muerte. Ambos son imprescindibles. Pero hay un tercer tipo de periodista, que acaso sólo encarna Julio Scherer, el que asume su vida como una misión gregaria, donde cada máquina de escribir depende de otra y transforma su carisma en recurso informativo. Alguien, en algún momento, debe ordenar que se detenga la rotativa y el periódico pierda millones de pesos a cambio de mejorar la primera plana, pero sobre todo, alguien debe descubrir el talento de los otros, olfatear las virtudes que el colega no ha advertido en sí mismo, revelarle que su oficio es una misión con una moral inquebrantable. Sí, alguien tiene que encabezar la cruzada o, si se quiere ser menos épico, asumir la dirección de la obra.

Aunque en una época ya inverosímil pasó por años formativos, a Julio Scherer ya sólo podemos verlo al frente del pelotón. Incluso en su momento de mayor desgracia, cuando tuvo que abandonar el edificio de Excélsior, las fotografías lo registran caminando con enjundia por Paseo de la Reforma. Su perfil de senador romano, ideal para adornar una moneda, sus pasos decididos, sus gestos todos, pertenecen a alguien que ya conoce las noticias del futuro y sabe que son los otros los que se fueron al carajo.

Las indicaciones de Scherer para entrar y salir de escena han alterado numerosas biografías. A Jorge Ibargüengoitia le habló para decirle: “Quiero que escriba de lo que le dé la gana”. A continuación, el novelista renovó la crónica con estampas sobre sus tías de Guanajuato, el tamaño de las banquetas de Coyoacán y las vacaciones de su sirvienta Eudoxia. La presencia de Ibargüengoitia en la página 7, dos días a la semana, se convirtió en paradigma literario y permitió que más tarde numerosos escritores entráramos al periodismo a desentrañar enigmas de lo cotidiano.

La entereza de Scherer se comprueba no sólo en su resistencia ante las presiones de los poderosos, sino en el respeto con que ha favorecido a sus subordinados. Como director, prefirió las voces de los otros y les buscó el espacio donde se expresaban mejor. El periodista de hierro entiende la razón como algo que está fuera de él y debe constatar. Por eso no le gusta que le hagan entrevistas: es él quien las hace. Tampoco busca ni suele aceptar homenajes, y educadamente resiste ahora estos elogios que en el fondo lo incomodan.

No pensé que este periodismo era un milagro, pues carecía de antecedentes y puntos de comparación. Durante ocho años una obra maestra llegaba a la casa con el sencillo aspecto de un periódico.


La valentía no lo ha abandonado al enfrentar las amenazas y la adversidad sutil de las adulaciones.

Su mejor testigo, Vicente Leñero, ha dicho de él:
No es profeta, ni visionario, ni orientador. Es testigo, sin partido político que lo ampare, sin compromiso que lo ate, sin futuro que lo consagre. El reportero es un hombre conjugado en el presente cuya misión es lanzar preguntas, no dictar respuestas. Pocos reporteros son, en México, tan reporteros como este Julio Scherer de corazón abierto a la curiosidad.
En uno de los muchos diálogos que han sostenido, el periodista por antonomasia le dijo a Leñero: “¿Sabes cuál es la diferencia entre tú y yo? Que si visitáramos a Picasso, tú te pondrías a ver los cuadros y yo le haría una entrevista”.

La única noticia falsa que ha dado Scherer es la de su retiro como guía de esfuerzos ajenos cuando dejó la conducción de la revista Proceso, que hoy dirige con acierto Rafael Rodríguez Castañeda. No hay forma de que deponga su gusto por sugerirle temas a los colegas o de que se abstenga de interrogar la realidad. Su entrega al periodismo es adictiva.
Leñero ha dejado constancia de la noche en que una fotografía de Raúl Salinas de Gortari iba a ocupar la portada de Proceso y no encontraban una frase para respaldarla. Cuando las ideas parecían agotadas, Scherer dio con una que ha transformado el habla popular de México: “El hermano incómodo”. Lo mejor de la anécdota es que la puntería del director reveló, una vez más, su entusiasmo por el oficio. Los ojos le brillaban cuando le comunicó el titular a Leñero: “Dime que te gusta, dime que te fascina, dime que te enloquece”. Scherer es injubilable porque el periodismo no representa para él un trabajo sino un acto de pasión.
Aún en la calma, sus llamadas telefónicas tienen la crispada energía de quien asigna tareas. Para un periodista contemporáneo, oír esa voz es lo más cerca que puede estar de hablar con Zeus. Al recibir una llamada de Scherer, el admirado interlocutor piensa con una mezcla de temor y vanidad: “Si me pide que cubra la guerra de Troya, no me voy a poder negar”.
Pero la curiosidad también lleva a Scherer a hacer llamadas a propósito de temas que no serán noticia. En una ocasión me pidió que habláramos del Quijote. El autor de Vivir matando, jamás actúa por pose. Me dijo con absoluta franqueza que el personaje más célebre de la literatura lo tenía sin cuidado. Sin embargo, gente que lo conocía muy bien, insistía en compararlo con ese dichoso engendro. Me pidió que discutiéramos el tema sin que él tuviera que someterse a leer los desvaríos de un enfermo de literatura.

El recelo de Scherer no podía ser más comprensible: el Caballero de la Triste Figura vive inmerso en la mentira y él, reportero de raza, persigue la ve rdad. Al mismo tiempo, no hay personaje que se le parezca más en el combate contra las desmesuras del poder. Y no sólo eso, en su discurso sobre las armas y las letras, el Quijote contrapone al hombre de acción con el poeta y toma partido por el soldado, el “mílite guerrero”, que se juega el cráneo en cada lance. Para Cervantes, la ética no es nada sin la valentía. Egresado de Lepanto, busca una síntesis entre el intelecto y la acción. Su protagonista malinterpreta el mensaje y pone la espada al servicio de su delirio. Nada puede ofender más a Julio Scherer, que pone la palabra al servicio del combate y asume el riesgo superior de no confundir a los molinos de viento con gigantes y enfrentar al huésped que no paga alquiler en Los Pinos.

De acuerdo con Reporteros sin Fronteras, México es actualmente el segundo país más peligroso para ejercer el periodismo, sólo superado en riesgos por Irak. En este entorno, Scherer prolonga una saga de caballería; si critica al Quijote es porque no le gusta que un colega se extravíe en la magia de las palabras en vez de vigilar los hechos.“ El periodismo es rudo por naturaleza”, ha dicho Scherer. Al modo de los grandes del box, está más orgulloso de sus heridas que de sus trofeos. La valentía no lo ha abandonado al enfrentar las amenazas y la adversidad sutil de las adulaciones. Hay periodistas que deben moderar el tono de sus artículos porque esa mañana el director de su periódico desayunó con el político que ellos pretendían criticar. La conciencia de Scherer no depende de su estómago. No hay oferta o halago que altere su tono. Basta ver la forma en que conversa, incluso con la gente que no le simpatiza. Su mano toma con firmeza el antebrazo del interlocutor, le golpea la rodilla, lo ve a los ojos con mirada hipercuriosa, el pelo agitado en tirabuzones, como un director de orquesta en un fortissimo. Scherer atenaza, atrapa en la conversación. No hay modo de distraerlo para que acepte un terrenito o un golpe para volver a Excélsior.





Y cuando no tiene a quien entrevistar, se entrevista a sí mismo. Su libro más reciente, La terca memoria recorre pasajes de los que ha sido testigo. Desde el presente, Scherer cuestiona al Julio que estuvo ahí; pone en tela de juicio al que vio aquello, le exige razones y respuestas.

Hace unos días, el fulminante caricaturista Gonzalo Rocha me señaló la importancia que la cárcel ha tenido como espacio periodístico y metáfora del oficio en la obra de Julio Scherer. En efecto, el reportero que anhela la libertad se ha ocupado de la mente cautiva (Siqueiros en Lecumberri), los reclusorios mexicanos y ciertos personajes impunes cuya única condena es la celda provisional que el cronista les otorga.

En 2001, Scherer entrevistó al subcomandante Marcos para Proceso y Televisa. El diálogo no podía ser fácil: enfrentaba a dos talentos de la retórica y a dos líderes naturales, acostumbrados a llevar la voz cantante. El resultado fue una pieza histórica, en la que ambos se esforzaron por entenderse y destacar ante los oídos del otro. Como en una partida de ajedrez, al final de la conversación, el periodista pidió al guerrillero que resumiera en un cuento su marcha a la capital. Marcos improvisó una fábula. Luego preguntó con el obligado candor que alguien de mi generación muestra ante Julio Scherer:“ ¿Pasé el examen?”.

Scherer es el maestro. Por eso me desconcertó tanto que asistiera a un seminario que un grupo de colegas impartíamos en la revista Proceso. “Vengo a aprender”, dijo en forma desarmante. Después de las exposiciones, fue un alivio que nos corrigiera desde su silla de falso alumno. La vida había vuelto a la normalidad.

Cuando yo tenía doce años pensaba que el periodismo servía para ganar una casa. Hoy pienso lo mismo, pero por otras razones. En Excélsior y en Proceso, Julio Scherer construyó un espacio para la verdad, ruidoso y a veces exagerado, pero de puertas abiertas, hospitalario. Numerosas presiones lo asediaron y es un privilegio poder decir esta tarde en Oaxaca que le hicieron lo que el viento a Juárez.

“La mayoría de las vidas humanas son simples conjeturas”, escribió Julio Ramón Ribeyro: “Son muy pocos los que logran llevarlas a la demostración”. No es casual que la Fundación de Nuevo Periodismo, creada por Gabriel García Márquez, decidiera que su primer premio a
una trayectoria ganada desde el periodismo fuera para Julio Scherer, que ha llevado su vida a la demostración.

Concluyo con una fábula sobre el inconforme ante el poder. En su biografía de Montesinos, el cronista peruano Luis Jochamovitz, narra toda clase de descalabros morales y abusos políticos, pero desemboca en una nota esperanzadora. Durante años, Montesinos, hombre fuerte de Fujimori, corrompió en la sombra a infinidad de gente. Sin embargo, una tarde se enfrentó con alguien que tranquilamente le dijo que no y salió por la puerta como si su vida no estuviera en peligro. Que uno solo se negara a doblegarse, indicaba que no todo estaba perdido.

Demasiadas veces, los periodistas se han visto forzados a desviar la vista. Entre nosotros ha habido al menos uno que no ha cerrado los ojos. Como el rebelde de la fábula, él nos justifica a todos. Pronuncio el nombre de quien ha vivido para la verdad pero, muy a su pesar, ya se inscribe en la leyenda: Julio Scherer García.

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