Leyenda y verdad.
Julio Scherer
J u a n V i l l o r o
Para mi
generación, el Excélsior de Julio Scherer fue la universidad abierta en la que ni siquiera
supimos que estábamos inscritos. Sólo en 1976, con el golpe orquestado por el
presidente Luis Echeverría, entendimos que la destreza informativa, en
apariencia tan natural como la rifa de una casa, había sido un excepcional
acto de valentía y desacato al poder autoritario.
De acuerdo con
Manuel Vázquez Montalbán, hay dos tipos de periodistas: los que trepan en un
helicóptero, descienden en paracaídas a una selva, arriesgan la vida en la
línea de fuego y regresan para ganar el premio Pulitzer, y los que escriben o
corrigen artículos desde una sombría oficina saturada de humos y sospechas de
mala muerte. Ambos son imprescindibles. Pero hay un tercer tipo de
periodista, que acaso sólo encarna Julio Scherer, el que asume su vida como
una misión gregaria, donde cada máquina de escribir depende de otra y
transforma su carisma en recurso informativo. Alguien, en algún momento, debe
ordenar que se detenga la rotativa y el periódico pierda millones de pesos a
cambio de mejorar la primera plana, pero sobre todo, alguien debe descubrir el
talento de los otros, olfatear las virtudes que el colega no ha advertido en
sí mismo, revelarle que su oficio es una misión con una moral inquebrantable.
Sí, alguien tiene que encabezar la cruzada o, si se quiere ser menos épico,
asumir la dirección de la obra.
Aunque en una
época ya inverosímil pasó por años formativos, a Julio Scherer ya sólo
podemos verlo al frente del pelotón. Incluso en su momento de mayor
desgracia, cuando tuvo que abandonar el edificio de Excélsior, las fotografías lo registran caminando con
enjundia por Paseo de la Reforma. Su perfil de senador romano, ideal para
adornar una moneda, sus pasos decididos, sus gestos todos, pertenecen a
alguien que ya conoce las noticias del futuro y sabe que son los otros los
que se fueron al carajo.
Las indicaciones
de Scherer para entrar y salir de escena han alterado numerosas biografías. A
Jorge Ibargüengoitia le habló para decirle: “Quiero que escriba de lo que le
dé la gana”. A continuación, el novelista renovó la crónica con estampas
sobre sus tías de Guanajuato, el tamaño de las banquetas de Coyoacán y las
vacaciones de su sirvienta Eudoxia. La presencia de Ibargüengoitia en la
página 7, dos días a la semana, se convirtió en paradigma literario y
permitió que más tarde numerosos escritores entráramos al periodismo a
desentrañar enigmas de lo cotidiano.
La entereza de
Scherer se comprueba no sólo en su resistencia ante las presiones de los
poderosos, sino en el respeto con que ha favorecido a sus subordinados. Como
director, prefirió las voces de los otros y les buscó el espacio donde se
expresaban mejor. El periodista de hierro entiende la razón como algo que
está fuera de él y debe constatar. Por eso no le gusta que le hagan
entrevistas: es él quien las hace. Tampoco busca ni suele aceptar homenajes,
y educadamente resiste ahora estos elogios que en el fondo lo incomodan.
No pensé que este periodismo era un milagro, pues carecía de
antecedentes y puntos de comparación. Durante ocho años una obra maestra
llegaba a la casa con el sencillo aspecto de un periódico.
La valentía no lo ha abandonado al enfrentar las amenazas y la
adversidad sutil de las adulaciones.
Su mejor testigo,
Vicente Leñero, ha dicho de él:
No es profeta, ni
visionario, ni orientador. Es testigo, sin partido político que lo ampare,
sin compromiso que lo ate, sin futuro que lo consagre. El reportero es un
hombre conjugado en el presente cuya misión es lanzar preguntas, no dictar
respuestas. Pocos reporteros son, en México, tan reporteros como este Julio
Scherer de corazón abierto a la curiosidad.
En uno de los
muchos diálogos que han sostenido, el periodista por antonomasia le dijo a
Leñero: “¿Sabes cuál es la diferencia entre tú y yo? Que si visitáramos a
Picasso, tú te pondrías a ver los cuadros y yo le haría una entrevista”.
La única noticia
falsa que ha dado Scherer es la de su retiro como guía de esfuerzos ajenos
cuando dejó la conducción de la revista Proceso, que hoy dirige con acierto Rafael Rodríguez
Castañeda. No hay forma de que deponga su gusto por sugerirle temas a los
colegas o de que se abstenga de interrogar la realidad. Su entrega al
periodismo es adictiva.
Leñero ha dejado
constancia de la noche en que una fotografía de Raúl Salinas de Gortari iba a
ocupar la portada de Proceso y no encontraban una frase para respaldarla. Cuando las ideas parecían
agotadas, Scherer dio con una que ha transformado el habla popular de México:
“El hermano incómodo”. Lo mejor de la anécdota es que la puntería del
director reveló, una vez más, su entusiasmo por el oficio. Los ojos le
brillaban cuando le comunicó el titular a Leñero: “Dime que te gusta, dime
que te fascina, dime que te enloquece”. Scherer es injubilable porque el
periodismo no representa para él un trabajo sino un acto de pasión.
Aún en la calma,
sus llamadas telefónicas tienen la crispada energía de quien asigna tareas.
Para un periodista contemporáneo, oír esa voz es lo más cerca que puede estar
de hablar con Zeus. Al recibir una llamada de Scherer, el admirado
interlocutor piensa con una mezcla de temor y vanidad: “Si me pide que cubra
la guerra de Troya, no me voy a poder negar”.
Pero la
curiosidad también lleva a Scherer a hacer llamadas a propósito de temas que
no serán noticia. En una ocasión me pidió que habláramos del Quijote. El
autor de Vivir matando, jamás actúa por pose. Me dijo con absoluta franqueza que el personaje
más célebre de la literatura lo tenía sin cuidado. Sin embargo, gente que lo
conocía muy bien, insistía en compararlo con ese dichoso engendro. Me pidió
que discutiéramos el tema sin que él tuviera que someterse a leer los
desvaríos de un enfermo de literatura.
El recelo de
Scherer no podía ser más comprensible: el Caballero de la Triste Figura vive
inmerso en la mentira y él, reportero de raza, persigue la ve rdad. Al mismo
tiempo, no hay personaje que se le parezca más en el combate contra las
desmesuras del poder. Y no sólo eso, en su discurso sobre las armas y las
letras, el Quijote contrapone al hombre de acción con el poeta y toma partido
por el soldado, el “mílite guerrero”, que se juega el cráneo en cada lance.
Para Cervantes, la ética no es nada sin la valentía. Egresado de Lepanto,
busca una síntesis entre el intelecto y la acción. Su protagonista
malinterpreta el mensaje y pone la espada al servicio de su delirio. Nada
puede ofender más a Julio Scherer, que pone la palabra al servicio del
combate y asume el riesgo superior de no confundir a los molinos de viento
con gigantes y enfrentar al huésped que no paga alquiler en Los Pinos.
De acuerdo con
Reporteros sin Fronteras, México es actualmente el segundo país más peligroso
para ejercer el periodismo, sólo superado en riesgos por Irak. En este
entorno, Scherer prolonga una saga de caballería; si critica al Quijote es
porque no le gusta que un colega se extravíe en la magia de las palabras en
vez de vigilar los hechos.“ El periodismo es rudo por naturaleza”, ha dicho
Scherer. Al modo de los grandes del box, está más orgulloso de sus heridas
que de sus trofeos. La valentía no lo ha abandonado al enfrentar las amenazas
y la adversidad sutil de las adulaciones. Hay periodistas que deben moderar
el tono de sus artículos porque esa mañana el director de su periódico
desayunó con el político que ellos pretendían criticar. La conciencia de
Scherer no depende de su estómago. No hay oferta o halago que altere su tono.
Basta ver la forma en que conversa, incluso con la gente que no le simpatiza.
Su mano toma con firmeza el antebrazo del interlocutor, le golpea la rodilla,
lo ve a los ojos con mirada hipercuriosa, el pelo agitado en tirabuzones,
como un director de orquesta en un fortissimo. Scherer atenaza, atrapa en la conversación. No
hay modo de distraerlo para que acepte un terrenito o un golpe para volver a Excélsior.
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jueves, 8 de enero de 2015
LEYENDA Y VERDAD: JULIO SCHERER, Juan Villoro
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