Gustavo Ogarrio
i. De las dificultades para nombrar a “nuestras repúblicas dolorosas de América”
En su célebre ensayo Nuestra América, José Martí afirmaba con lúcida urgencia: “Los pueblos que no se conocen han de darse prisa para conocerse.” Martí exigía una estratégica reconstrucción del pasado de los pueblos latinoamericanos, con mayor justeza “nuestroamericanos”, que tendría que articularse de manera apremiante a ese presente de finales del siglo XIX, 1891, en el que ya se prefiguraba una incursión colonial estadunidense en tierras latinoamericanas. El texto de Martí va a dar lugar a una importante tradición ensayística que pensaba América Latina desde la dificultad propia de un ciclo histórico altamente cargado de una amenaza de recolonización, ahora por parte de Estados Unidos; la necesidad de lo que Martí denominó como una “segunda independencia” hacia finales del siglo XIX: “De la tiranía de España supo salvarse la América española; y ahora, después de ver con ojos judiciales los antecedentes, causas y factores del convite, urge decir, porque es la verdad, que ha llegado para la América española la hora de declarar su segunda independencia.”
Ese “ahora” de Martí implicaba también una cuestión que no era menor: volver otra vez a nombrar al subcontinente como una manera de relanzar la pregunta por el sentido y actualidad de su independencia. Si Martí se refiere a este subcontinente como Nuestra América es también porque en la formación histórica de la región es de primer orden la cuestión de cómo referirse a ella. Nombrar una región no es exterior a su percepción política y cultural; implica ya una interpretación y una cuestión epistemológica: condiciona la manera de conceptualizar la realidad misma de la región nombrada.
John L. Phelan rastreó el origen de la idea de América Latina en el siglo XIX y al mismo tiempo planteaba que el problema de “la nomenclatura en las américas ha reflejado, muy a menudo, de una manera simbólica, algunas de las aspiraciones de los poderes europeos hacia el nuevo mundo” (“El origen de la idea de Latinoamérica”). El nombre “América Latina” surge en 1860 como parte de una acción política de Francia en su programa de expansión colonial. Obviamente, esta manera de nombrar al subcontinente se ha resemantizado y ahora podemos afirmar que América Latina es, al menos, una noción polisémica que ha desbordado su origen de pretensiones coloniales por parte de la Francia expansionista del siglo XIX. La cuestión de cómo nombrar lo que problemáticamente se denomina como “América Latina” tiene también otras perspectivas históricas.
Edmundo O’Gorman, en su libro La invención de América, alude al problema del surgimiento de América en la conciencia occidental mediante la reconstrucción histórica de la invención de su ser, como afirma en el prólogo de 1976 de su libro: “En esta obra, pese a afirmaciones que hoy considero que deben ser revisadas, puse en claro, para mí por lo menos, la necesidad de considerar la historia dentro de una perspectiva ontológica, es decir, como un proceso productor de entidades históricas y no ya, según es habitual, como un proceso que da por supuesto, como algo previo, al ser de dichas entidades. Estas reflexiones me sirvieron para comprender que el concepto fundamental de esta manera de entender la historia era el de ‘invención’.”
América y su aparición en el seno de la cultura occidental sería una “invención” del mismo pensamiento occidental, afirma O’Gorman. Esta invención, opuesta a la noción teológica de “creación”, es reconstruida críticamente en su larga historia de textos e interpretaciones que intentaron nombrar y dar por sentado que América había sido “descubierta” por Cristóbal Colón. Para O’Gorman, esta misma reconstrucción la podíamos denominar como una filosofía de la historia o, más propiamente, como una perspectiva filosófica de la interpretación histórica: “El análisis de la historia de la idea del descubrimiento de América nos ha mostrado que estamos en presencia de un proceso interpretativo que, al agotar sucesivamente sus tres únicas posibilidades lógicas, desemboca fatalmente en el absurdo.”
Antonello Gerbi, en su libro La disputa del Nuevo Mundo. Historia de una polémica 1750-1900, ubica históricamente este conflicto de nombrar y otorgar sentido a la región a través de la suma de interpretaciones sobre el Nuevo Mundo. A partir de la exégesis del naturalista Buffon, a mediados del siglo XVIII, se comienza a desarrollar la tesis de la “debilidad” o “inmadurez” del continente americano. Gerbi reconstruye lo que históricamente será una manera de interpretar y nombrar en perspectiva siempre comparada al Nuevo Mundo para, posteriormente, analizar ese síndrome ideológico de superioridad o de madurez que va a sostener las interpretaciones de un importante cuadro de pensadores europeos y que, para Gerbi, culminarán en la restauración de una filosofía de la naturaleza en Hegel y en su condena para América como figura inmadura e impotente. Afirma Gerbi:
Hegel, impresionado por la visión de la rápida adolescencia de la república norteamericana y de las reiteradas y victoriosas explosiones revolucionarias de la América española, pero inseguro en cuanto a la manera de incluir el continente en sus tríadas dialécticas de tendencia eurocéntrica, no niega a los pueblos de América el crisma glorioso de la juventud, a la que pertenece el Porvenir, pero remacha sobre la América física la condena de inmadurez.
Ilustración de Gabriela Podestá |
También es cierto que el patrón comparativo entre el Nuevo Mundo y Europa comienza con la llegada misma de Cristóbal Colón, como se puede ver en las primeras incursiones del Almirante en tierras americanas, por ejemplo, en la del martes 16 de octubre de 1492: “Y vide muchos árboles muy disformes de los nuestros, y dellos muchos que tenían los ramos de muchas maneras y todo en un pie, y un ramito es de una manera y otro de otra, y tan disforme que es la mayor maravilla del mundo cuánta es la diversidad de una manera a la otra” (Cristóbal Colón, “El descubrimiento”, en Descubrimiento y conquista de América, selección, prólogo y notas de Margarita Peña, UNAM, México). Para Colón, esta “diversidad” y diferencia de flora y fauna entre el Nuevo Mundo y Europa todavía no es sinónimo de inferioridad, aunque ya está presente en su criterio de conquistador una matriz cultural simplificadora, su propia conciencia explicativa de la naturaleza y una perspectiva de comparación en la que lo “propio” europeo siempre será el criterio último de valoración de lo que encontrará en el Nuevo Mundo.
¿Para qué evocar este breve rastreo en la forma de nombrar lo que hoy conocemos como “América Latina”? América Latina lleva, en el nombre mismo, las marcas de su propia historicidad y heterogeneidad. Un amasijo de pasados vistos a la luz del presente, del comienzo de este siglo XXI, en el que es necesario relanzar no sólo el problema de la nomenclatura de la región sino el de una “tercera independencia”, esto ante el nuevo ciclo de colonización neoliberal y ante la creciente “americanización” estadunidense del subcontinente. ¿Se puede entender América Latina, con toda su polisemia, sin una mínima reconstrucción histórica de sus formas de ser nombrada? ¿Son los estudios sobre y desde América Latina –entendidos en todas sus acepciones: como estudios regionales, como estudios de área, como estudios en perspectiva intercultural o como un legado de ámbitos como la historia de las ideas, la historia de las mentalidades, el postcolonialismo o el giro descolonial, por ejemplo– una heterogeneidad conflictiva con múltiples formas de nombrar y problematizar lo que es actualmente el subcontinente, o se pueden reducir a una simple disputa por imponer una sola manera de pensarnos como latinoamericanos?
ii. De la heterogeneidad para interpretar América Latina desde una perspectiva histórica y geopolítica
Ninguna disciplina o saber, ninguna teoría o metodología, tiene asegurado su acceso a la “verdad”; tampoco tiene garantizada una relación infalible con la historia. Los estudios sobre América Latina representan también una heterogeneidad de disciplinas y saberes que se mueven en un permanente conflicto de interpretaciones, que cuentan con una sólida ventaja en sus debates y posiciones: al ser herederos del quiebre de una “universalidad occidental”, al pensar el mundo moderno desde una o varias regiones, han tenido que ejercer una fuerte relación con un saber histórico y muchas veces geopolítico. Es sumamente heterogénea esta manera en que cada disciplina y saber construye y ejerce su propia perspectiva histórica y geopolítica. Por eso mismo es imposible hablar, por ejemplo, de una simple renuncia al historicismo desde los estudios latinoamericanos, entendido reductivamente el historicismo como un metarrelato, como esta exigencia que el discurso postmoderno en Lyotard le quiso imponer al debate sobre la crisis de paradigmas. Más bien, pensados como estudios regionales, los estudios sobre América Latina cuentan con un punto de partida estratégico para moverse en su propia heterogeneidad y en la misma crisis de paradigmas: la perspectiva histórica y geopolítica, que al menos evita empuñar una ingenua universalidad o totalización eurocéntrica del espacio y el tiempo, esto en la manera de comprender y trabajar con disciplinas y saberes como la historia, la filosofía, la antropología, la ciencia política o los estudios literarios.
No es un problema nuevo el de la impugnación a la legitimidad misma de los estudios sobre América Latina como estudios regionales o como estudios de área, o como esa articulación de disciplinas para interpretar lo que actualmente es el subcontinente y sus fundamentos epistemológicos como “objeto” de estudio. Esta impugnación se desvanece súbitamente en nuestros días si aceptamos que los estudios sobre América Latina no tienen por qué responder de la misma manera al supuesto “cambio de paradigmas” que en los últimos años ha cuestionado la legitimidad científico-social de disciplinas como la antropología, la filosofía, la historia, los estudios literarios y la ciencia política. Los estudios latinoamericanos cuentan con la ventaja de enfrentar esta crisis de paradigmas con una nueva regionalización de las mismas disciplinas de origen universalista y de sus modos de articular o desarticular sus pautas metodológicas sobre América Latina. Los estudios latinoamericanos pueden ser entendidos como una herencia legítima –y muchas veces poderosa– de esa fractura del universalismo con el que se concebían las ciencias sociales y las humanidades en la llamada cultura occidental.
Quizás ahora, más que nunca, los estudios latinoamericanos dependen de tradiciones de pensamiento asimétricas, no simultáneas, respecto a las recurrentes crisis de paradigmas de las disciplinas entendidas en su concepción clásica y eurocéntrica. Más bien, es la oportunidad de volver a discutir el ámbito de pertinencia de cada disciplina, los modos de unificación o integración entre diferentes campos del conocimiento sobre América Latina y los debates y la acumulación de conocimiento que cada saber ha conquistado por su cuenta en sus investigaciones sobre el subcontinente.
Por supuesto que es necesario reconocer que los problemas de integración o desarticulación en los estudios sobre América Latina son diferentes a los que, por ejemplo, hace algunos años señalaba el discurso postmoderno para las ciencias sociales y las humanidades. Más bien, pensar actualmente a América Latina tiene que ver con ensayar cierta perspectiva histórica y pluriétnica que impida el rechazo arbitrario de todos sus pasados, con el abordaje de nuevas formas de nombrar al subcontinente, aunque no sea siempre a través de la modificación directa del nombre de “América Latina”; tiene que ver también con aclarar el nuevo mapa geopolítico del subcontinente, lo cual implica también una intensa disputa ideológica que todavía tiene como una de sus claves la definición misma de Estado.
Es probable que la América Latina actual esté, otra vez, “cubierta de tinieblas”, como el momento en que Simón Bolívar escribió su “Carta de Jamaica” (6 de septiembre de 1815), y que cualquier respuesta apenas se pueda ofrecer como una conjetura ante la posibilidad de una “tercera independencia” –ya no criolla sino enfáticamente descolonizadora y con una definición pluriétnica del Estado-nación–, ante una nueva manera de afirmar su soberanía regional frente a los poderes hegemónicos en la era del neoliberalismo, de comprender su propia heterogeneidad estructural, de problematizar la articulación entre sus múltiples perspectivas históricas y su actual condición geopolítica. Ante las dificultades de lograr la primera independencia de lo que serían los países latinoamericanos, Bolívar afirmaba algo que ahora se puede entender como una resonancia de larga duración que nos obliga a buscar formas novedosas para interpretar nuestro presente latinoamericano, nuestra contemporaneidad como sujetos políticos que afirmen su heterogeneidad en perspectiva histórica y crítica ante la avalancha neoliberal del pensamiento único: “sólo se pueden ofrecer conjeturas más o menos aproximadas, sobre todo en lo relativo a la suerte futura y a los verdaderos proyectos de los americanos; pues cuantas combinaciones suministra la historia de las naciones, de otras tantas es susceptible la nuestra por su posición física, por las vicisitudes de la guerra y por los cálculos de la política”.
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