domingo, 4 de enero de 2015

NARRATIVA VENEZOLANA: MÁS DE UN SIGLO


La cuita
José Antonio Ramos Sucre
(Cumaná, 1890-Ginebra, 1930)
La adolescente viste de seda blanca. Reproduce el atavío y la suavidad del alba. Observa, al caminar, la reminiscencia de una armonía intuitiva. Se expresa con voz jovial, timbrada para el canto en una fiesta de la primavera.
Yo escucho las violas y las flautas de los juglares en la sala antigua. Los sones de la música vuelan a zozobrar en la noche encantada, sobre el golfo argentado.
El aventurero de la cota roja y de las trusas pardas arma asechanzas y redes contra la doncella, acervando mis dolores de proscrito.
La niña asiente a una señal maligna del seductor. Personas de rostro desconocido invaden la sala y estorban mi interés. Los juglares celebran, con una música vehemente, la fuga de los enamorados.
De La torre de timón, 1925.
La piedra y el espejo xvi
Antonia Palacios
(Caracas, 1904-2001)
Al extremo de tu brazo miré tu reloj.
Las agujas que marcan las horas, las que marchan más aprisa en los minutos y aquella agitada, febril, que cuenta los segundos. Pensé en los antiguos relojes, sin horas y sin tiempo. El reloj del abuelo con leontina de oro, en la tapa grabada una inicial y hacia adentro se ocultaba el retrato de la abuela.
Aquel reloj altivo que presidía los encuentros y el otro pequeñito que vigilaba el sueño y el aliento.
En el extremo de tu brazo miré tu reloj. Un círculo luminoso me reintegró al implacable tiempo.
De La piedra y el espejo, 1985.
Nada nos conmovió tanto…
Alfredo Armas Alfonso
(Clarines, 1921-Caracas, 1990)
Nada nos conmovió tanto a los catorce años como la muerte de María, la niña pura del libro de Jorge Isaacs. Este tomito, encuadernado en cuero rojo, con cantos y tafiletes dorados, había pertenecido a la biblioteca del abuelo Ricardo Alfonso, y lo hallé en uno de los baúles en la habitación frente al tanque. Solamente esas paredes saben cómo lloré durante el proceso de enfermedad, muerte y entierro de María.
Entonces cuando iba al cementerio de arriba a visitar la tumba de Edda Eligia, la hermanita muerta, me parecía ver la misma siniestra ave negra posada en el brazo de hierro de la cruz. Al yo acercarme, el pajarraco levantaba el vuelo graznando lúgubremente.
Mi mayor felicidad entonces hubiera consistido en que la tuberculosis acabara con la hija de Narciso Blanco, pero los Blanco eran tradicionalmente una familia de gente sana.
De El osario de Dios, 1969.
Nací en Borburata
Elizabeth Schön
(Caracas, 1921-2007)
Nací en Borburata. En el corredor había un tinajero verde; el agua se precipitaba y sonaba dentro del bernegal con un ruido semejante al de las monedas pequeñas al caer. En el patio se destacaba una fuente; los helechos se amontonaban alrededor y formaban una carpa verdosa, húmeda, que olía gratamente. Los pilares eran redondos, de madera, y en los sitios resquebrajados, apuntaban clavos que, a veces, herían.
La casa no tenía muchas habitaciones. Los techos estaban construidos de cañabrava y viguetas de mangle; allí las arañas tejían sus enjambres que tupían los bordes del maderaje. En los copetes de las camas, en los aguamaniles, siempre se hacinaba la polilla y una arena fina, dorada, que el viento traía del mar lejano. Dos hornillas permanecían prendidas; dentro de las brasas, de vez en cuando, se asaban una mosca, una abeja que había estado cazando el caldo que se cocía.
Detrás del corral, donde crecía un árbol de apamate, una quebrada corría, ahí las vacas iban a beber, mientras los torditos picoteaban sus lomos y yo pensaba en el día que viviese en Caracas. Caracas la imaginaba igual al palacio más bello, inmenso, habitado por hombres gloriosos.
De Casi un país, 1972.
Nevado
Orlando Araujo
(Calderas, 1928-Caracas, 1987)
Yo sí es verdad que no aguanto eso y dijo al darle pescozadas. Marcial salió de correndilla. Se trompicó, cayó y cogió a llorar. Más que te peguen no llorés. Cómo no va a llorar si don Chico pega tan duro, y el Marcial, un niño.
Dijo a correr y se perdió en el monte. Llevaba el cráneo abierto de una pedrada. Buen tiro, don Chico.
Lo recogió Barbas de Oro, ya con gusanos, y estuvo echándole creolina. El pelo ralo y duro como junco de laguna se le enmogotó sobre la cicatriz en un peñasco blanco. Le quitaron el Marcial y le pusieron el Nevado.
Como no bebía aguardiente, no se obligaba a conversar con nadie y estuvo muchos años sin bajar al pueblo. Entre Sacapán y Las Bonitas recogió café, aliñó chimó, cortó mapora y cazó un salvaje a machetazo limpio.
Un buen día bajó por don Chico.
Felipillo
Orlando Araujo
Felipillo Racacabulla era un nombre muy largo para una vida muy corta.
Hizo de todo:
llevó becerros al potrero
fue monaguillo en aguinaldos
elevó papagayos sin cola: zamuracas
y mató cinco azulejos con su honda.
Se murió a los diez años, dando saltos, pero vivió más que don Cesáreo.
De Compañero de viaje, 1970.
La mirada
Salvador Garmendia
(Barquisimeto, 1928-Caracas, 2002)
Un hombre encuentra a una mujer por la calle, la toma, la lleva de inmediato a su casa y una vez allí la desnuda completamente y se dedica a contemplarla. La situación es simple: ella de pie, a cuatro pasos del hombre que la mira dentro de un círculo perfecto, sólo perturbado por los reflejos de algunos objetos laterales que apenas colorean el aire. La mira sin pausas, limpiamente, como sólo puede hacerlo el ojo frío y destructor de los sueños. Al poco rato, la mujer comienza a desmantelarse. Caen los senos, los brazos desgajados se desprenden y todas las protuberancias se deslían, teniendo como centro el foso imantado del vientre.
Cuando delante de él no hay más que aire y luz del día, el hombre oye en su cabeza el zumbido de cien años de vida. Cierra los ojos y piensa que dormirá hasta que lo despierten.
De Los escondites, 1983.

Muro de difusión, Caracas, Venezuela. Foto: David Kjelkerud (CC BY-NC-SA 2.0)
Pasatiempo
Rafael Cadenas
(Barquisimeto, 1930)
Por la mañana exploro las paredes de mi cuarto en busca de nuevos agujeros.
Pongo en ellos cartón piedra, jirones de ropa inservible, trozos de periódicos.
Encima les pego pequeñas tarjetas con vehementes recados.
Son exhortaciones anotadas apresuradamente en letras gruesas.
Combate
Estoy frente a mi adversario.
Lo miro, cuento la distancia entre él y yo, doy un salto.
Con mi mano abierta en sable lo cruzo, lo corto, lo derribo, rápidamente. Veo su traje en el suelo, las manchas de sangre, la huella de la caída; él no está por ninguna parte y yo me desespero.
De Falsas maniobras, 1966.
Inquisidores
Van de un sitio a otro midiendo, anotando, mordiendo aquí, más allá, llenos de baba de pasado, muecas, rótulos. Indican, señalan, dictan, corrigen, acosan. Ahí, dicen, está el culpable. Nuestros códigos amaestrados lo perseguirán ladrando día y noche. Ahí está, nuestros mastines olisquean el rastro sucio. Él es la mancha en nuestras baldosas. Agravia nuestra pureza. Por el mundo, siempre, con sus libros de cuentas, sus lápices perversos, su esto sí esto no, sus autos de fe, sus pócimas vengativas, extendiendo un rojo metro sobre el cuerpo que la jauría va a perseguir.
Ahí está el que nos traicionó, dicen. Escupamos, que ahí viene. Espiémoslo con un solo ojo.
De Memorial, 1977.
17
Francisco Pérez Perdomo
(Boconó, 1930)
Mi cabeza, que por tiempos usurpa funciones propias de mis manos, aquel día me rescató al borde del abismo. Ahora, cuando pasa, me levanto el sombrero y reconocido le hago una ceremoniosa reverencia. Ese día, todo mi cuerpo se arqueaba bajo el peso de una incoercible náusea. Fue su gran oportunidad. Sin pedir permiso y trabajando a una velocidad y una conciencia inenarrables, como tirada brutalmente, mi cabeza se abalanzó sobre mí y me levantó de los cabellos. Desde entonces entre nosotros se ha cultivado una infalible reciprocidad.
De La depravación de los astros, 1966.
La creciente
Eduardo Zambrano Colmenares
(Táriba, 1935)
Comenzó a bajar toda la gente corriendo y asustada, a ver qué era lo que pasaba; entonces mi papá y yo nos amarramos las alpargatas, nos tapamos con un hule y nos fuimos detrás, a ver. Y era que el río había crecido como una cosa muy grande, así como si el mundo se fuera a acabar. Y se trajo todos los árboles que pudo, arrancándolos con todo y raíces, y tumbó todas las casas que encontró por el camino y arrastró con todos los animales y con cuanta cosa pudo arrastrar. Después se formó en el puente una represa muy grande y comenzó a llenarse y a llenarse hasta que el puente no aguantó más y reventó. Ese fue el ruido que escuchamos, el estruendo que toda la gente escuchó y que los hizo salir corriendo de las casas porque creían que el mundo se estaba acabando. Pero nosotros no vimos sino las guayas y los pedazos de hierro doblados. Vimos también cómo pasaban las vacas y los caballos con la cabeza afuera del agua y el tronco de un árbol muy grande, donde la gente decía que se veía como un hombrecito montado, como un indio chiquito, más bien como un negro, y que ése era el indiecito o el negro del encanto de la laguna de El Cedral.
De La desmemoria, 2006.
El día hacia la madrugada
José Balza
(Tucupita, 1939)
La experiencia ha sido nítida y sencilla, lo que me confunde es por qué ocurre conmigo.

Rómulo Gallegos
Amanecía y fui lanzado violentamente contra una pared, que está hecha con cáscaras de huevo o es una inmensa cáscara de huevo, aunque al comienzo me pareció vertical.
El impacto hace que en ella queden atrapadas mis manos, trato de separarlas, gesticular, y entonces también los brazos van quedando adentro.
Sin advertirlo, penetro. La piel circular impone una sensación de viscosa humedad. Es mediodía allí.
Lentamente vuelvo del aturdimiento y descubro que estoy en una especie de sala inmensa: en ella se acumulan –por momentos en orden, como capas gaseosas– los materiales del sueño. Estoy en el depósito de los sueños de todos.
De Un Orinoco fantasma, 2000.
El omnipotente iii
Luis Britto García
(Caracas, 1940)
Basta que quieras jugar contra mí, y en la apuesta arriesgues tu vida, y que tengas un poco de suerte, para que yo quede libre de mi tormento. Al fondo de un abismo o del cañón de un arma o de un puñal te espera un martillo centelleante. Pero nada es tan fácil. O nadie tiene valor, o nadie me escucha, o nadie me comprende.
De La orgía imaginaria, 1983.
Tregua
Luis Britto García
Las sirenas anunciaron la tregua y bajamos al río desde lados opuestos. Bebimos y llenamos las cantimploras. Un momento nos quedamos sentados en el cauce que nos mojaba, pensando, aunque ninguno sabía qué pensaba el otro. Había tiempo y me lavé la cara y hundí la cabeza y sentí un gran alivio. Luego sonó la primera sirena y sin hablarnos nos retiramos, mirándonos. Cuando la segunda sirena sonó disparé primero, y allí quedó tendido para siempre a la orilla del río que sigue pasando para siempre.
De Andanada, 2004.
La velocidad de la muerte
Alejandro Padrón
(Maturín, 1944)
El otro día corría huyendo de la muerte. Corría y corría, y la sentía respirar en mi nuca. Pero me le escapé por un angosto callejón, bajé unas escaleras a toda prisa, tomé la barcaza y crucé el río. Ya en la otra orilla la miré. Estaba como brava, yo en cambio muy contento, hasta que volteé y vi a mis desaparecidos compañeros que me sonreían y me daban la bienvenida.
De Zona de sombra, 2005.
Los descubridores
Humberto Mata
(Tucupita, 1949)

Street Art en el estado de Barinas, Venezuela
Cierta vez –de eso hace ahora mucho tiempo– fuimos visitados por gruesos hombres que desembarcaron en viejísimos barcos. Para aquella ocasión todo el pueblo se congregó en las inmediaciones de la playa. Los grandes hombres traían abrigos y uno de ellos, el más grande de todos, comía y bebía mientras los demás dirigían las pequeñas embarcaciones que los traerían hasta la playa. Una vez en tierra –ya todo el pueblo había llegado–, los grandes hombres quedaron perplejos y no supieron qué hacer durante varios minutos. Luego, cuando el que comía finalizó la presa, un hombre flaco, con grandes cachos en la cabeza, habló de esta manera a sus compañeros: Amigos, nos hemos equivocado de ruta. Volvamos. Acto seguido todos los hombres subieron a sus embarcaciones y desaparecieron para siempre.
Desde entonces se celebra en nuestro pueblo –todos los años en una fecha determinada– el desembarco de los grandes hombres. Estas celebraciones tienen como objeto dar reconocimiento a los descubridores.
Documento de muerte
Gabriel Jiménez Emán
(Caracas, 1950)
Recuerdo muy bien el día de mi muerte. Todos estaban tristes por lo trágico del accidente: mi automóvil pierde los frenos y da de lleno contra un camión.
Yo fui a verme en la urna. Era algo realmente horrendo observarse ahí dentro sin poder hacer nada para escapar. Créanme que sentí náuseas y el estómago se me anudó. Desde entonces no he podido dormir y cada día me siento peor.
Prometo firmemente que la próxima vez que me muera no iré a verme, pues se termina por no saber nada acerca de la muerte; y si se está muerto, por lo menos tiene uno el derecho de saberlo.
De Los dientes de Raquel y otros textos breves, 1993.
Círculo de la memoria
Douglas Bohórquez
(Maracaibo, 1951)
Poco recuerdo del niño que fui. De vez en cuando algo salta como una culebra envenenada sobre el círculo de mi memoria. Algunos días de juego atrapados en la prohibición del padre. Unos pantalones cortos eran la medida exacta de lo que debía decirse. Si quise altura, nunca me atreví a saltar. Si quise palabras tuve pecados. Si quise cielo tuve tierra. Todo fue obedecer ciegamente, atado a esa locura de silencio que nos vuelve ciegos, despojándonos adentro de esa inmensa lujuria de la luz.
De Calle del pez, 2005.
Incluso antes
Román Leonardo Picón
(Mérida, 1951)
Sin su presencia, el mundo le parecía un artificio de inutilidad. La historia igualmente absurda, todas esas páginas sin sentido, apretujadas en libros donde no se hallaba su nombre ¿para qué? Pensó cuán ocioso era Dios que se ocupó de tantas intrascendencias antes de nacer él.
De Cuentos de una sola palabra, 1999.
Por miedo a los espejos
Harry Almela
(Caracas, 1953)
Fue por esos días cuando perdió el gusto de mirarse en los espejos. No era nada particular. No era, por ejemplo, el pánico a quedarse allí volteado, respondiendo con la mano izquierda lo que hacía de este lado con la derecha. Tampoco era el mirarse repetido allí hasta cien veces, como cuando jugaba en su niñez a ser la bailarina de la pandereta que tenía en su mano una pandereta con una bailarina y así hasta el cansancio o el vértigo. El asunto era más elemental. Sería pánico de pensar que podía llegar a parecerse a alguien que no conociera. Mirarse en el espejo era cansarse de su propia imagen y poder comenzar a parecerse a otras personas. Sólo recordaba la traición y la guerra, el pacto que tuvo que hacer con el mal para mantenerse a flote mientras duraba esa tormenta.
–Era mayo –se decía en voz baja–. Era mayo y yo era un hombre.
De Como si fuera una espiga, 1988.
Escena de un spaghetti western
(versión chicana)

Armando José Sequera
(Caracas, 1953)
Los dos pistoleros, el uno de Tijuana y el otro de Laredo, se encontraron en pleno Desierto de Gila, al norte de Tucson. Ninguno creyó que el otro fuera un espejismo, por lo que ambos dispararon sobre lo que para ellos era una repentina y nada agradable aparición.
Aquella tarde, los zopilotes se cansaron de revolotear sobre el polvo y el silencio, desconcertados por la inmensa soledad.
De Escena de un spaghetti western, 1986.
Para escoger
Víctor Guedes García
(Trujillo, 1954)
Fíjate, fíjate cómo se bañan sin que nada los tape. A mí me daría miedo. Parece bueno ese pozo. Debemos descubrir los días que no vienen, para bañarnos sin peligro de que nos vean. Pero traemos traje de baño; no vaya a ser que nos sorprendan sin nada encima. Me daría pena. Ustedes tienen esas caras coloradas. Aprovechen; de todas maneras nadie sabe que estamos aquí y hay que ir aprendiendo. Porque no falta mucho para comenzar a dormir con alguien. Y es bueno acostumbrarse a conocer cómo es el cuerpo de quien nos va a acompañar. Bueno, vale, yo hablo así porque no tengo la culpa que una hermana mía trabaje en la vaina esa de putas, y cuando llega rascada empieza a contarnos cosas. No puedo taparme los oídos. Además eso no es malo, que yo sepa. Mi hermana dice que si no fuera por eso el mundo no existiría. Después de todo ustedes fueron quienes descubrieron este sitio y me trajeron para ver cuando se esté bañando alguien. No hablemos mucho, nos pueden oír y se nos acaba la diversión. Miren bien, para ir escogiendo. Yo ya me decidí. El que más me gusta es Antonio.
De El cuerpo presente, 1983.
Revolución ii
Wilfredo Machado
(Barquisimeto, 1956)
La fotografía la compré en México en una librería en la Casa de los Azulejos en DF. Sus ojos me estuvieron rondando toda esa tarde. La fotografía sepia, casi amarillenta, sólo mostraba a un niño vestido con arreos militares. ¿Qué edad podría tener?, ¿siete?, ¿ocho años? Es extraño, pero puedo ver el rostro de la muerte asomar de sus ojos vacíos como una cosa siniestra. Seguramente, él lo intuía. Si no ¿por qué vería a la cámara con la mirada impasible y serena de aquellos que se saben condenados a una muerte temprana? Él posa para la cámara porque sabe que está muerto. Él posa para la cámara con el único fin de que yo escriba esta historia. Finalmente, ser sólo una postal para turistas incautos.
De Poética del humo. Antología impersonal, 2003.
Domingo
Omar Mesones
(Caracas, 1956)
Roto el hechizo del deseo, siento que ella no es más que una mujer de amplias caderas y generosos senos, cubierta toda por una tenue película de sudor con la que va mojando la sábana de mi cama. Me inclino para buscar y encender un cigarrillo. Apenas lo aspiro, sus dedos me lo roban y lo colocan en sus labios. Exhala el humo y me sonríe. Se acomoda sobre su almohada y se pasa la mano por su frente. No es que quiera que se largue, pero si se levantara, recogiera su falda, se pusiera su franela y se marchara, juro que no me pesaría en lo más mínimo.
Me levanto a orinar. Abro la ventana. Escucho voces y risas de unos niños que juegan pelota en la calle. Afuera, también se cumple el agobiante tedio de una tarde de domingo.
De El atador de cabos, 2000.
Reversible
Antonio López Ortega
(Punta Cardón, 1957)
Marie-Angie nunca ha existido. No existió nunca su cara, no se desbordó nunca elrimmel negro de sus ojos también negros, no fue baja su estatura. Nunca nos conocimos en un pasillo de la Universidad de París y nunca supe que era divorciada y que tenía un hijo vivaz de diez años.

Propaganda en el estado de Sucre, Venezuela
Su carro no era un Renault. El tren para ir a su casa no se tomaba en la Gare Saint-Lazare. No quedaba su apartamento en un segundo piso y nunca su habitación dio hacia un patio interior con flores.
Su cama nunca fue un colchón duro tirado en el suelo. Su ventana nunca se estremeció con la ventisca y la lluvia.
No probé su cuerpo. Nunca me extendí sobre esa superficie pálida, ansiosa, que me esperaba todos los viernes en la noche y no se rendía hasta el amanecer.
Nunca fui a un concierto de Génesis con su hijo: nunca nos emocionamos oyendo un solo de batería de Phil Collins.
No existió Marie-Angie. Lo que existe es el recuerdo, incisivo, y el único que insiste en darle cuerpo soy yo.
De Lunar, 1997.
Devota
Stefania Mosca
(Caracas, 1957-2009)
La joven mujer, como para cerrar los ojos por dentro y callar el cuerpo y detener estas palabras que suspiran, abre su libro de oraciones con un sagrado, sangrante e iluminado Corazón de Jesús en la portada. Lee. Son las mejores historias eróticas que conoce. El rubor de las mejillas y la desolada guía de su mirada hablan por sí solas.
De Mediáticos, 2007.
De anima
Juan Antonio Calzadilla Arreaza
(Caracas, 1959)
En medio de los cuerpos unísonos, que se batían, que se batían, en la noche mecánica, ellos creyeron reconocerse, y se distanciaron del tumulto entrelazando ya sus segmentos de piel, con voces susurrantes que la estridencia incluso lejana, casi no dejaba oír.
–¿Cocacola®?
–Cocacola®, a veces Pepsi®.
–¿Y por casualidad Fiorucci®?
–No, pero Goldfinger®.
–¿Entonces, Celutronic®?
–Más bien Lecoq®…
–¡Uao, Toika®!
Se miraron, y descubrieron con un amor del instante que poseían un alma común, y sólo dos cuerpos distintos.
De Crónicas y tópicas de la Edad de la Muerte, 2004.
Su cabello es un mundo
Kart Crispín
(Caracas, 1960)
Me gusta que me lo eche en cara, que lo deje tendido sobre mí para explorarlo, para olisquearle las puntas y las raíces. Porque en su cabello viven la vainilla de Madagascar, las naranjas de Málaga, los albaricoques de Languedoc, el almizcle guardado en los baúles, la tarde roja que cae sobre el Mississippi, el ruido de dagas balinesas, la lavanda de los boticarios, la buena nueva de la luna llena, el rumor de un bote sobre el Caribe. En su cabellera, mejor que la de Rapunzel, habita un mundo que voy revelando sin prisas.
De Ciento breve, 2004.
Urbana
Miguel Gomes
(Caracas, 1964)
No estoy acostumbrado a las intrigas, pero en una tarde difícil como ésta no pudo haber sucedido otra cosa.
La primera en lanzarme aquella mirada extraña fue la cajera del supermercado. Creí que había sido sólo una casualidad, hasta que el muchacho que vendía periódicos me miró de la misma manera, con algo de hostilidad.
Opté por olvidar el asunto y tomé un autobús. El conductor, un hombre lánguido y maltratado por el sueño, me observaba igual que los otros. Busqué asiento con paso inseguro y terminé al lado de una mujer que en todo el viaje no apartó la vista de mí, esperando que yo la mirara con alguna complicidad.
Como los demás, perdió su tiempo. No lograrían implicarme en aquel asunto.
Me bajé del autobús y decidí volver a casa. La tarde, pensé, no duraría para siempre.
De Visión memorable, 1987.
Juan Carlos Méndez Guédez
(Barquisimeto, 1967)
En la vida no hay otra justicia posible que el azar, leyó el médico entre la fatiga de los ojos y el sopor del brandy. La frase de Borges lo impactó doblemente: por desconocida, y sobre todo por exacta.
Desde ese instante, todas las noches se despide de la enfermera con las palabras de rigor:
–Estoy en mi casa, el paciente está delicado, cualquier emergencia me llama por el buscapersona.
Cuando llega a su apartamento, junto con la copa de licor toma entre sus dedos la moneda. Al lanzarla, la luz de las lámparas la nutre con exiguos destellos. Luego es el tintineo sobre el piso, el oscilar de las dos caras. Si aparece el rostro de Bolívar, el buscapersonas permanece encendido durante la noche y es posible cualquier aviso. Si por el contrario aparece el sello, el doctor extrae las baterías del aparato y las coloca sobre la mesa.
–“En la vida no hay otra justicia posible que el azar” –susurra mientras camina hacia el cuarto y su esposa lo aguarda en la capa más profunda del sueño.
De Historias del edificio, 1994.
Mall
Víctor Vegas
(Barquisimeto, 1967)
Una mujer que va de shopping para combatir su soledad y la puntual crisis de los cuarenta; el vigilante que acaba de recibir la guardia; la inmigrante que limpia las áreas de servicio; el joven que se ocupa de los antojos de un par de turistas en la tienda de la esquina; un grupo de niños que aplastan sus rostros risueños contra los cristales de una juguetería… sus historias, y las de otros muchos, están a punto de coincidir en las primeras páginas de los periódicos y telediarios, una vez que el terrorista haga detonar la carga de C-4 que lleva ceñida al torso, bajo la gabardina.
De Historia secreta de ciertos objetos.
Microficciones para lectores con prisa, 2009.
Estatua
Rafael Victorino Muñoz
(Valencia, 1972)
La estatua tendría allí unos ciento cincuenta años. Generaciones de palomas habían cambiado el bronce por un blanco sucio. Una mañana, al levantarnos, alrededor de la estatua encontramos los cadáveres destripados de muchas palomas. En su pedestal la estatua lucía una nueva sonrisa.
De Relatos, 2005.
La sombra sonriente
Marco Gentile
(Barquisimeto, 1978)
Desde hace varios días mi sombra anda pelándole el diente a todo mundo. Nadie me saluda, me ignoran para prestarle atención a ella, dicen que es locuaz, ingeniosa y carismática. Se pone mi ropa y me ordena silencio. Ya estoy harto de su petulancia: un día de éstos le entierro un rayo de luz en el pecho.
De El demonio raquítico, 2007.
Niebla
Miriam Mattey
(Maturín, 1978)
Al palpar el otro lado de la cama, notó su ausencia: la mañana llegaba con un frío seco y él, observando taciturno por la ventana, lo confundía con el humo de su café. Le habría encargado su noche a la rutina, como todas las que precedían a ésta, desde el día en que todo ocurrió.
Miraba a lo lejos, buscando desconectar al tiempo: presentía su regreso y, cuando pasaba, la locura iba marcando cada paso que debía dar, hasta el momento del encuentro esperado. La dicha plenó su mente, y el café bajaba su temperatura al igual que el clima, mientras una sonrisa cálida en su cara proyectaba aquella felicidad pasada.
De pronto, al volver en sí, su sonrisa se tornó gris, y viendo fragmentos de tizne en el cielo sintió cómo el corazón se endurecía, clamando compasión. Sus manos arrugadas, trémulas, evidenciaban olvido; conocían más que nadie lo que habían hecho, pero ya no tenían tregua.
Sin quererlo, el día cayó en su noche, y sin luz que diera con algo de pena en la culpa, quedó en la butaca; exangüe en el silencio.
De Sueños enanos, 2007.
Sólo el gato
Natalia Contramaestre
(Mérida, 1979)
Esta mañana abrí los ojos y vi al gato acurrucado a mis pies. Unos segundos sólo, bastaron para retomar el estado de profundo abatimiento con el que me acosté anoche.
Mesas, pedido, caras y más caras, me atravesaron de nuevo el espíritu. Los amigos ausentes que me acompañaron durante la noche, esfumados esta mañana. El amor hace un año que se fue.
Esta mañana abrí los ojos, y sólo el gato estaba ahí.

De ¿Quieres jugar al memory?, 2006

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