jueves, 4 de septiembre de 2014

TRECE, DE LUIS VICENTE DE AGUINAGA, Jorge Pech Casanova

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Trece Luis Vicente de Aguinaga, Editorial LunArena, Puebla, 2007
Por Jorge Pech Casanova
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A finales del siglo xix, Rubén Darío compuso un soneto de trece versos cuyo principio ha tomado Luis Vicente de Aguinaga como insignia para su nueva obra: “qué conservar sino el sutil/ perfume”. La cita refleja el propósito no sólo formal sino sobre todo el fondo de las composiciones que forman Trece: una reminiscencia del Darío más humano e intenso. Y para que no quede duda de la distancia anímica que separa al poemario de ese modelo, la cita de Darío va seguida de otra de Johnny CASH.

¿Qué conservar para una serie de composiciones en verso tradicional sino el sutil desafío que el transformador del verso castellano planteó a fines del sigo xix? Desde luego, una forma poética abierta que imita al soneto pero no se sujeta a la premisa demasiado intelectual y rígida de los catorce versos rimados. Para mayor reto, el poemario se titula con el número fatal: Trece, una convocatoria a la desventura. Pero la destreza poética de Aguinaga vence los prejuicios para devolver al lector la confianza en la poesía actual.

Los trece sonetos subvertidos de este poemario celebran “la gloria diabólica o divina/ de hallar[s]e a todas horas en el mundo”. La cotidianidad entrañable como tema y fundamento de una lírica cuya solidez se funda en una larga experiencia poética, y acaso en una más prolongada contravención de las normas mundanas, sin olvidar transgredir las que se dicen propias de la literatura. El demonio de la tardomodernidadno puede darse el lujo de ajustarse a cánones, aunque se aproveche de ellos.

Poemas contra la sabiduría popular, pudieran llamarse estos trece de Luis Vicente de Aguinaga, pero tal descripción sería superficial. Estos poemas constituyen un juego de habilidad, resistencia y pulcritud para demostrar conocimientos muy extendidos, que todos compartimos: “uno y uno es estar solo”, “tras el polvo estás tú, sol que regresa”, “pierdo en arena lo que gano en tiempo”, “para morirse hay que tener memoria”, “exijo monosílabos, no dudas”, “cuánto tarda uno mismo en ya no serlo”.

La vida nos hechiza con su candor despiadado y nos otorga, con ello, lucidez. El poeta, así como el silencioso que ignora cómo cantar dicha y desdicha, sin duda vive estas experiencias a profundidad; su fortuna es que puede desentrañar ese saber mediante el lenguaje. Como el silencioso, el poeta acaso no sabe explicar exactamente lo aprendido, pero entiende cómo invocar y evocar ese añadido a su perplejidad ante el mundo. Tiene la voz para declarar la nombradía de todos.

En esta brevísima colección de poemas, el poeta y prosista De Aguinaga emplea con buen fruto el viejo prosaísmo que Darío infundió a la poesía en lengua americana como su mejor hallazgo. La prosa de un poeta suele resolverse en melodía memoriosa. Atenido a la música del endecasílabo, el escritor jalisciense nacido en 1971 deja clara su actualidad, a la vez que la tradición que lo alimenta, en versos como los de “Por ahora”:

     No hay que contar conmigo para el féretro.
     Guárdenselo. Hagan leña. Desalojen.
     Yo ya estoy de lealtades hasta el casco
     y no quiero, ni muerto, gritar vivas
     ni andarme, horizontal, con pies de plomo
     pues la vida es también desentenderse.

Con esta colección de ceñidas declaraciones de principios poético-existenciales, De Aguinaga corrobora el oficio, pero sobre todo la perspicacia y la hondura, que han hecho destacar sus libros en una generación de poetas desencantados del artificio, convencidos de que la poesía obedece a un fondo humano pero es inseparable de formas cuyo deber –y virtud– es mudarse para permanecer.
Hasta hace no demasiados años, la poesía de los jóvenes autores mexicanos solía darse en volúmenes escuetos, cuya carencia de espesor físico se agravaba con la aún más aguda escualidez de su vena poética. Ahora surgen brevedades abundantes como estosTrece de Luis Vicente de Aguinaga, y la sutileza de su envoltura material definitivamente no basta para contener la amplitud de su inventiva, su sonrisa certera en medio de presagios funestos, y su compleja sencillez lírica. La claridad a la que el poeta invoca en su “Soneto en que se hace tarde”, no se niega a confiarle numerosos secretos.

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