domingo, 17 de febrero de 2013

DIEGO EN LA ENCRUCIJADA, Vilma Fuentes



Diego en la encrucijada
Vilma Fuentes
Oscura tumba.../ Donde Diego croa y crea... ¿Es aqui donde viven/ los muertos?
Has llegado/ Al lugar del sosiego/
Al eterno reposo del fuego.

Óscar González, Anahuacalli
Debo haber tenido doce años cuando comencé a introducirme casi a escondidas a las tertulias de Antonio Rodríguez. Gran conversador, narraba anécdotas de personajes a quienes describía en unas cuantas pinceladas. En esas tardes, Antonio me inculcó el culto hacia Diego Rivera. De su pintura, desde luego, pero sobre todo al mito que supo hacer de su persona y su vida.
Visitar el Anahuacalli, la delirante construcción concebida por Diego, hace pensar que el genio particular de los mexicanos no obedece siempre a la lógica pretendidamente racional que domina el discurso del pensamiento occidental. Una parte de imprevisto, de inexplicable, subsiste. Es acaso esta intuición lo que tanto fascinó durante un viaje al surrealista André Breton. Aquí, una obra puede aparecer sin impedir la aparición de una obra opuesta, lo racional puede enriquecerse con un aporte irracional, y la contradicción aparente es así superada por el poder felizmente incontrolable de la creación.
Este fenómeno se hace evidente cuando se va de Frida a Diego. ¿Cómo hallar un lugar más diferente del Anahuacalli de Rivera que el del museo Frida Kahlo de Coyoacán? Se encuentran, sin embargo, en la misma Ciudad de México, provenientes de la misma pareja, pero cada uno parece radicalmente situado en las antípodas del otro. Uno se conoce como La casa azul, el otro responde a un nombre más austero: Anahuacalli.
Aunque desde hacía varios años, conocíamos, Bellefroid y yo, ambos museos, la semana pasada, guiados por la mejor cicerone posible, Hilda Trujillo, directora de las dos instituciones, tuvimos el privilegio de volver a visitar, durante la misma tarde, estos dos espacios tan desemejantes como pueden ser una libélula y un elefante. No están separados sino por una corta distancia, pero la distancia que los separa no se calcula en metros, se calcula en siglos. Son dos mundos, dos identidades, dos pensamientos, dos sueños, dos visiones que no tienen en común sino haber nacido de la misma pareja: Frida y Diego. Dos universos únicos, los cuales presentan imágenes radicalmente ajenas, situadas, de alguna manera, en las antípodas asimétricas de un eje contradictorio.
La casa azul, de talla humana, es acogedora, colorida, calurosa, es invitadora. El Anahuacalli, construcción de sombrías piedras volcánicas, en forma de pirámide inacabada, produce un primer movimiento de rechazo. No sólo por la desmesura del monumento, sino también porque el visitante, aplastado por el volumen del edificio, se estremece de miedo como un niño ante un gigante. Tal es la primera impresión y es la que se olvidará muy pronto, incluso si es, tal vez, la más significativa. Luego, uno se dirige hacia la puerta. Se cruza el umbral. Y allí, la oscuridad, el frío, la humedad de la piedra, imponen con fuerza la rudeza sepulcral del lugar. El visitante no se asombra al saber que este primer nivel de la construcción se llama el Infierno. En el techo de la pieza que sirve de entrada, Diego pintó un gigantesco cráneo de muerto.
Si La casa azul ofrece la seducción de sus encantos y parece habitable, el Anahuacalli es un espacio severo, más bien ingrato y, verdaderamente, inhabitable. Diego habría soñado morar ahí: ¿no preparaba una salida de emergencia en caso de verse en peligro con tanto enemigo que se hizo? Acaso, me digo, lo vislumbró como su sepultura. Los muertos acceden a otro lugar donde no se necesita la luz para ver.

Diego Rivera en el museo durante su construcción
Esculturas de las más diversas épocas prehispánicas se exhiben en sus nichos protegidos por vidrios, a lo largo de todos los muros del edificio. Son algunas de las piezas inestimables de la colección personal acumuladas por Diego a lo largo de su vida y para las cuales decidió edificar este monumento digno de recibirlas y conservarlas: el Anahuacalli. Las cosas se aclaran. En una época en que poca gente se preocupaba del pasado más antiguo de la tierra mexicana, un hombre, el artista Diego Rivera, quien sin embargo vivía en el presente más actual e incluso participaba con toda la fuerza de sus convicciones en movimientos revolucionarios, se sentía simultáneamente fascinado por el sentido, el misterio y la belleza de las piezas que dan testimonio del pasado más lejano, de la historia del país desde sus orígenes. Hilda Trujillo explica que en las reservas del museo hay más de sesenta mil piezas, es decir, es la colección privada conocida más importante del mundo. La visita continúa. Una escalera estrecha, altísima, a semejanza de las que se suben en las pirámides, construida también en piedra volcánica, conduce a otros pisos. En el superior, se goza del pasmo deslumbrante de la sorpresa.
Sobre los altos muros de una vasta sala, restaurada gracias a la labor de Hilda, bien iluminada por la luz que atraviesa los largos ventanales, luz más deslumbrante pues se viene de las sombras, luz del Paraíso, grandes cuadros exponen los trabajos que Diego realizó para un mural requerido en 1931, a fin de ser instalado en el Centro Rockefeller, entonces en construcción. La historia de este mural, desde el primer proyecto hasta su destrucción final, el relato de los contrarios, las polémicas entre Rivera y la familia Rockefeller, constituyen un drama histórico. Dos ideologías, capitalismo y comunismo, se enfrentan en un duelo a muerte escenificado por la obra de un pintor. Diego tuvo la audacia de pintar el retrato de Lenin en su mural, sin temer mostrar con claridad su ideal. Esto no desencadenó una guerra mundial, pero sí un escándalo, que se agravó con manifestaciones de protesta donde Diego, convertido en tribuno, comparó a Rockefeller con Hitler, y terminó con la destrucción del mural el mismo día en que, en Alemania, los nazis quemaban libros en la plaza pública. Todo esto es descrito en un libro magnífico, con una documentación completa, El hombre en la encrucijada.
Otra estrecha escalinata nos lleva a la terraza de la azotea, desde donde se pueden admirar el parque ecológico que rodea el museo y las montañas azules a lo lejos.

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