Foto: archivo La Jornada |
Eduardo Lizalde:
cantar el desencanto
José María Espinasa
Es una extraña paradoja que los poetas que rezuman pesimismo sean sin embargo, como es buen ejemplo el caso de Eduardo Lizalde, personas muy vitales. Hay quienes utilizan esa condición para negar su rescoldo amargo, su ironía congénita, su puesta en duda de toda certeza que se presente como tal. No hay que olvidar que Eduardo pasó por las catacumbas del dogma y sufrió silenciamientos y reproches cuando ejerció su derecho a disentir. Pero su poesía, teñida por ese escepticismo propio del hombre inteligente, está sin embargo dispuesta siempre a vivir a plenitud, de allí su gozosa y juguetona sensualidad, de allí también su estar mirando de soslayo a la cultura y a la literatura, atento siempre a que se le vea el doblez a la cita obligada, al eco clásico, a la parodia afortunada.
Digamos que, al contrario de lo que ocurre con los que ven el mundo color de rosa, Eduardo no necesita motivos para celebrar y hasta celebra que no los haya, pues así puede festejar más cuando aparecen, y si no parecen, inventarlos para hacer oír su voz que es, sí, amarga, pero que no tiene amargura alguna. Celebra sin razón en el más pleno sentido de la frase. Al poeta, a este poeta, le gusta pensar el mundo, y pensarlo bien y a profundidad, aunque acabe descubriendo que quien lo hizo, ese demiurgo aficionado, lo hizo mal, lo pensó mal. Y será el poeta quien lo devuelva a su condición de bondad, que no es lo mismo que de bienestar. El poeta no hace mejor al mundo, simplemente lo nombra tal como es y así lo vuelve vivible.
Octavio Paz, que reflexionó y teorizó sobre la condición adánica del poeta en El arco y la lira, supo reconocer a esos escritores, distintos a él, que no son origen sino final: que no salen del jardín del edén por haber pecado, sino entran a él, también por haber pecado, pero su pecado no es del conocimiento al comer el fruto prohibido del árbol del bien y del mal, sino el del reconocimiento de nuestra condición de hombres sin paraíso. Esos poetas que celebran el derrumbe de las ideologías, las ilusiones, las falsas y las verdaderas, pero que entran cantando en la hoguera, y no les importa que eso, el paraíso, sea lo que describieron como infierno.
Quiero decir que Lizalde, como Jaime Sabines, como Gerardo Deniz, como a su manera Francisco Cervantes o Francisco Hernández, cantan –oh, suma de paradojas– el desencanto. Así dicho, tal vez deberíamos encontrar otra palabra para lo que aquí he llamado pesimismo. No transigen con esa idea ñoña de lo lírico que nos hace pensar en amores sublimados, pero tampoco transigen con el plañir tan convencional como lo primero. Lizalde dio nombre al desencanto posterior al ʼ68, por eso fue y es muy leído por los jóvenes. No puede ser un poeta de multitudes porque su espacio es muy personal, de un individualísimo extremo, que comparte con unos cuantos y que no lo aísla.
La manera en que Lizalde observa las cosas, las personas, los paisajes, tiene que ver con encontrar en ellos manifestaciones de lo humano. Un paisaje, por ejemplo, al que se califica como melancólico, lo es porque quien lo mira lo vuelve así por estar él en un estado de melancolía. Pero cuando esa persona que mira se va, o se le va ese sentimiento (esa “enfermedad” habrían dicho en otra época) la melancolía se queda en el paisaje. Al haber sido mirado así se vuelve así ya esencialmente. Para el poeta lo esencial no es tanto lo que permanece sino lo que está, con un estar que encarna en palabras. Por eso, por ejemplo, a las mujeres les gusta que el poeta cante su belleza, y es una belleza que se proyecta al futuro, pero también al pasado.
Belleza y melancolía son dos partes de un mismo sentido, creo que es evidente, pero lo son tanto con la desazón y la amargura: el paisaje que cargamos de tristeza con nuestra mirada, cuando ya no lo vemos recupera su condición, melancólica o alegre, pero no amarga. Cuando ya no es melancólico sigue estando melancólico en las palabras del poema. Cuando Rimbaud escribe Una temporada en el infiernodesciende a él de una manera muy otra que Dante. No necesito decir que en ese sentido Lizalde está en la estirpe de Rimbaud.
Siempre me he preguntado el porqué se suele mirar con desconfianza a esa melancolía celebratoria desde otras parte del mundo hispanohablante. Lizalde ha sido publicado –casi siempre en antologías– en otros países, pero su peculiar acento parece incomodar a una lírica más necesitada de complacencias festivas, y que si lo que viene de fuera responde a ese canto del desencanto, hace lo posible para que nadie se dé cuenta, nadie lo escuche. El tinte claroscuro de la poesía del autor de El tigre en la casa es profundamente luminoso, lo cual quiere decir que sus tintes son más extremos: el negro más negro.
En medio de esa negrura el sol se cuela en el festejo. La celebración es el sentido de la poesía. Incluso en el dolor. Hace cinco años la editorial española Visor, ya clásica entre las que publican ese género, dio a conocer entre los lectores españoles A la caza del tigre, una antología preparada por Marco Antonio Campos. Fue un intento serio por dar a conocer a un poeta mexicano entre el lector hispánico, más aún cuando la fuerte dosis de escepticismo que tiene parecía venirle bien a un país excesivamente complaciente consigo mismo. Hoy, cinco años después, en 2012, la editorial Vaso Roto, editorial mexicana y española, vuelve a insistir con la publicación de El vino que no acaba, selección también preparada por Marco Antonio Campos, quien –además– recopila en un volumen sus textos y entrevistas con el poeta. A la belleza de la edición se suma que el prólogo está hecho por Jenaro Talens, uno de los poetas más influyentes actualmente en el medio español. Ojalá esto sirva para que se multiplique la lectura de Lizalde y de los buenos poetas mexicanos en España.
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