domingo, 24 de febrero de 2013

HERMENÉUTICA E HISTORIA EN FIORE, Mauricio Beuchot


Hermenéutica e historia en

Ilustración de Juan Gabriel Puga
Joaquín de Fiore
Mauricio Beuchot
Joaquín de Fiore fue un monje calabrés que vivió en la Italia del siglo XII. En esa alta Edad Media se practicaba mucho la hermenéutica, pues se tenía que interpretar la Sagrada Escritura. San Agustín ya había aludido a los cuatro sentidos del texto bíblico: 1. Literal o histórico y espiritual, subdividido en 2. Etiológico o moral, 3. Alegórico, que encontraba en la Biblia un mensaje para la actualidad y 4. Anagógico o místico, aunque algunos ponían más.
Estas eran las herramientas interpretativas que tuvo a la mano Joaquín de Fiore. En esa época tan inclinada a la hermenéutica, los monjes daban prioridad al sentido espiritual, porque lo que les interesaba –a diferencia de los escolásticos, que ya comenzaban– no era la exactitud del sentido literal, sino el impulso que les diera el sentido espiritual, metafórico, para continuar en el denodado esfuerzo de alcanzar el éxtasis. A los escolásticos, que eran universitarios –no se olvide que la universidad fue un invento medieval– les interesaba la ciencia, y por eso interpretaban con base en la dialéctica o lógica, mientras que los monjes lo hacían usando la retórica y, aún más, la poética. Las polémicas entre monjes y escolásticos se parecen a la que no hace mucho se dio entre Umberto Eco y Richard Rorty, pues el primero defendía el sentido literal, y el segundo decía que sólo se podía alcanzar el sentido alegórico, que el literal no existía (Richard Rorty, “El progreso del pragmatista”, en Interpretación y sobreinterpretación, de Umberto Eco). Y seguimos igual, en hermenéutica: defendiendo al autor o defendiendo al lector, sin encontrar terrenos intermedios.
Joaquín de Fiore no se contentó con hacer una lectura espiritual, simbólica o alegórica de la Sagrada Escritura, sino que también la aplicó a la historia. Hizo interpretaciones de la Biblia muy profundas, pero también demasiado arriesgadas (M. Beuchot, La hermenéutica en la Edad MediaUNAM, 2012). Fue célebre su comentario al Apocalipsis, libro muy complejo que va al final de Nuevo Testamento. Es la revelación que recibió San Juan en la isla de Patmos. Allí se habla de la necesidad de que venga el Espíritu Santo, y de ello Joaquín de Fiore coligió que vendría una nueva época presidida por el mismo Espíritu Santo. Así, habría una época del Padre (el Antiguo Testamento), una época del Hijo (la del cristianismo hasta su tiempo) y una del Espíritu Santo (la nueva). Además, esto se combinaba con el milenarismo y con el deseo de que la Iglesia se renovara y saliera de su deterioro espiritual.
Joaquín de Fiore hizo, pues, toda una interpretación de las edades del mundo y sostuvo que pronto, muy pronto, llegaría esa Edad del Espíritu que él esperaba. Tal teoría lo ha colocado como adalid de la filosofía de la historia, junto con San Agustín y Otón de Freising (entre 1111 y 1114-1158), aunque su postura era bastante teológica. El mismo Vico, y también Herder, incorporaron a la Providencia; quizá el primero que hizo una filosofía de la historia secularizada fue Voltaire, quien, además, dio el nombre a esa rama del árbol filosófico.
Joaquín expuso su visión de la historia en varias partes (Liber figurarumLiber concordiae y su comentario In Apocalypsim). No hubiera tenido nada de malo su idea de una nueva época, la Edad del Espíritu, pero en el fondo realizaba una acerba crítica de la Iglesia. En efecto, en esa época que vendría pronto, completamente mística, no se necesitaría una jerarquía eclesiástica como la que había; es decir, no habría Papa, ni obispos, etcétera. Solamente monjes, que con toda humildad y pobreza dirigirían a los fieles, más en el aspecto espiritual que en el temporal. Todo estaría entregado a la moción del Espíritu Santo, especialmente la interpretación de la Sagrada Escritura. Como se ve, tenía un fondo hermenéutico, filosófico. Pero tanta libertad interpretativa le causó problemas y persecuciones y, después de su muerte, elIV Concilio de Letrán (1215) condenó su doctrina trinitaria y el Concilio Provincial de Arlés (1263) toda su obra.
Así se conjuntaron en Joaquín de Fiore la genialidad y la heterodoxia. Por eso la Iglesia cuidó tanto –a veces demasiado– el apego al sentido literal de la Sagrada Escritura en la exégesis, porque la excesiva soltura en el sentido espiritual o simbólico llevaba a herejías. Era la lucha entre ambos sentidos, la cual vertebra la historia misma de la hermenéutica. Por eso hace falta un equilibrio entre ambas tendencias (la literalista y la alegorista), que pocas veces se logra.
Recientemente, uno de los grandes hermeneutas, Gianni Vattimo, se ha interesado mucho en Joaquín de Fiore (Más allá de la interpretación, Barcelona, Paidós, 1995). Él ve que los seguidores de Joaquín buscaban una interpretación más espiritual de los textos, presidida por la caridad, por el amor. Soy amigo de Vattimo y en una ocasión le pregunté por qué esa predilección por Joaquín de Fiore. Me respondió que, en primer lugar, porque había sido italiano y, además, porque había sido herético, y que eso último era muy bueno para un hermeneuta.
No estoy seguro de eso, y no creo que el ser hereje traiga siempre como acompañante la genialidad. Hay herejías muy poco interesantes. Pero lo que sí me quedó claro es esa lucha que recorre la historia de la hermenéutica, entre literalistas y alegoristas. Yo he tratado de evitar la cerrazón interpretativa de la hermenéutica unívoca (cientificista) y también la desmesurada apertura de la hermenéutica equívoca (relativista) en una hermenéutica analógica (intermedia entre esas dos). En un debate que tuvimos en 2004 en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, Vattimo me exhortaba a no tener miedo a la equivocidad. (M. Beuchot, G. Vattimo y A. Velasco Gómez, Hermenéutica analógica y hermenéutica débilUNAM, 2006). Pero la verdad es que sí me preocupa y trato de ponerle límites, nada más. Creo que para ello me ha servido la lección del gran Joaquín de Fiore.

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