domingo, 16 de febrero de 2014

TENER PALABRA, Francisco Torres Córdova

Francisco Torres Córdovaftorrescordova@yahoo.com
Tener palabra

Son vulnerables las palabras del poema, al fin y al cabo apenassombras en el aire, enredos de sonido o tumultos de elocuencia. En el retumbo del mundo erizado de urgentes vanidades y volátiles deseos, de discursos engolados de vacío y llenos de poder, se rompen y empantanan fácilmente, con un golpe de viento o fuego se dispersan y lo útil inmediato y necesario quebranta el pulso delicado de su grano. No hay cemento o roca que sustente sus alientos, no detienen embates de bacterias, virus o hemorragias, tampoco levantan edificios, suturan heridas o rompen los dientes del hambre con las ciencias del pan o de la leche. Más bien son sinuosas y desleales, equívocas, comunes y a la vez endebles y confusas, y en los paroxismos del horror y la violencia, o en las profundas pausas que abre y alumbra en el silencio la belleza, a pesar de sus esfuerzos resultan inútiles y mudas, toscas, ásperas y cortas. Pero en las eras del lenguaje y la escritura, algunas voces no se arredran y quizá sólo por instinto, por su rara querencia al envés de la materia, se aferran a su impulso de sentido ante el absurdo y la estulticia con insignias, y no se callan y amoran la tibia humedad que se desprende del cuerpo y la mirada de alguien –los tantos otros que somos animales semejantes–, o se encandilan con el soplo que lo yergue y la razón que lo impulsa y articula si eso fuera más allá de su intrincada y vasta biología. Y aun cuando las lenguas y gargantas de esas voces se hacen polvo en una vieja o recién abierta eternidad, no cesan ni abandonan el poema, en la letra impiden el olvido que medra en las fibras de la ausencia y confirman lo imposible que promete o imagina su esperanza, que también es nuestra y cierta y necesaria. Su palabra entonces de veras involucra la sangre cotidiana de los días, la que va y viene del corazón y los pulmones al corazón y resonancia de las cosas, y se empeña en lo que dice como se empeñan unas manos en la tierra y sus semillas, o se arriesga en lo que intuye y apuesta su ritmo y tesitura en seres que imagina o presiente a la distancia –ésa que empieza adentro y no termina afuera y que vamos siendo todos de tan cerca, la callada inexorable que nos rige la conciencia de la muerte–, del mismo modo en que alguna vez unos ojos minuciosos hallaron señales en el cielo para hacer las rutas del mar indescifrable. Voces que no rompen su palabra. Que la cumplen y la honran una a una con la vida, como al principio que la oyeron en el halo de una niña que jugaba y que sabía y desde entonces: “¿Cómo sabe Andrea que la poesía no tiene/ cuerpo, no tiene corazón y/ en su hálito de niña pasa o puede pasar/ y habla de lo que siempre no habla?/ En la boca cuaja el mundo y a la luz/ de pasados que Andrea ignora para nunca/ su memoria es una casa nueva donde/ otros rostros vivirán, / otros amaneceres, otros llantos./ Todo lo que se hunde ahora, este tiempo que se disuelve,/ serán para ella páginas amarillentas olvidables./ Un día sabrá que existieron como ella misma,/ entre lo imaginario y lo real./ ¡Ah, vida, qué mañana/ cuando termines de escribir!” (“¿Cómo?”, Juan Gelman.)

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