miércoles, 3 de abril de 2013

LA IMPERTINENCIA SALVAJE DE LOS INFRARREALISTAS, Yanet Aguilar



En agosto de 1976, un grupo de escritores latinoamericanos, comandados por el chileno Roberto Bolaño y el mexicano Mario Santiago Papasquiaro, fundaron el movimiento infrarrealista. A más de 35 años de distancia, esos escritores “infras” viven más en la leyenda edificada por Bolaño en su novela Los detectives salvajes -donde los llama “realvisceralistas”- que en la realidad; casi como en la novela, en la vida real ese grupo de poetas no dejó textos escritos ni documentación poética por ninguna parte.
Fuera de Bolaño y Bruno Montané -considerados sus guías y teóricos-, de Mario Santiago Papasquiaro y acaso de Pedro Damián Bautista, el infrarrealismo es más un momento que un movimiento literario. Para algunos estudiosos, ensayistas y poetas, ellos fueron un pequeño grupo de amigos pero no un movimiento; para otros, fue una rebelión vitalista. 
En este 2013, cuando se cumplen 15 años de la muerte de Papasquiaro, ocurrida en la ciudad de México el 10 de enero de 1998, y una década del fallecimiento de Bolaño, ocurrido en Barcelona el 15 de julio de 2003, ese grupo de poetas que vivieron seducidos por la utopía de “volarle la tapa de los sesos a la cultura oficial”, es revisado por los poetas y ensayistas José María Espinasa, Armando González Torres, Aurelio Asiain y Luis Felipe Fabre. 
Sobre si los infrarrealistas fueron en realidad una corriente literaria o un movimiento, si hicieron verdaderos aportes, si los unía una convicción creativa o se perdieron en la utopía de “volarle la tapa de los sesos a la cultura oficial”, si dejaron libros o poemas que sobrevivan al tiempo, si les ayudó o pesó demasiado la figura de Roberto Bolaño, hablan los poetas consultados por EL UNIVERSAL. 
José María Espinasa asegura que Los detectives salvajes le otorgó al infrarrealismo un lugar en la mitología literaria mexicana y latinoamericana. “El talento de Bolaño -indudable, sobre todo como narrador- se combinó, después de su lamentable fallecimiento, con un fenómeno de ventas que hizo que los profesores y académicos se pusieran a leer aquello que antes despreciaban. También provocaron un cierto interés entre los verdaderos lectores, pero este se diluyó pronto”. 
El poeta y editor mexicano señala que, como todos los movimientos grupales, su importancia literaria se define por la calidad de cada uno de ellos de forma independiente y que los llamados infrarrealistas en los años 70 animaron un poco el ambiente literario mexicano, pero sus escritos resultaban más síntomas de la época que verdadera literatura. “El desparpajo del verso y las mezclas de alta cultura, cultura popular y contracultura ya eran habituales en aquellos años. Su novedad no tenía nada de nuevo”. 
Para González Torres “el infrarrealismo resulta ante todo una rebelión vitalista. Quizá su rasgo más característico es el intento de expropiar la poesía de sus referentes elitistas y volverla más callejera, plebeya, elocuente y vital. Este intento permanece más en la leyenda y la anécdota que en las obras”. 
Los infrarrealistas eran una pandilla de amigos que se impuso “volarle la tapa de los sesos a la cultura oficial”, como señala en algún punto El Manifiesto Infrarrealista de poco más de seis cuartillas, redactado por Roberto Bolaño en 1977. Hay quien dice que era un grupo de unos 40 poetas, otros dicen que no eran más de 30 “alegres muchachos proletarios”. 
Niños salvajes
Es simbólica la foto de los jóvenes poetas sentados en las escalinatas de la Casa del Lago, donde tomaban el taller con Juan Bañuelos, a quien “renunciaron” en una carta contestataria; ahí están Bolaño -al centro- y Santiago Papasquiaro -arriba- con otros siete “infras” que se perdieron en el tiempo.
Aurelio Asiain asegura que “los infrarrealistas fueron un pequeño grupo de amigos, no un movimiento, con intención contestataria, enamorados de la vieja figura romántica del poeta como encarnación de una sensibilidad en carne viva y una conciencia crítica y en permanente crisis, inasimilable a ningún valor social y a ninguna moral establecida, rebelde a toda forma de institucionalización y transgresora por definición”. El poeta, ensayista, traductor y profesor universitario agrega que fueron una figura ideal que responde en último término a un narcisismo adolescente elemental. “Como poetas son deleznables. No tuvieron ninguna repercusión ni en la poesía mexicana ni en la vida literaria del momento, más allá de un solo episodio minúsculo. Que el genio narrativo de Roberto Bolaño haya magnificado ese gesto en epopeya es admirable. Que haya quienes confundan esa versión novelesca con la realidad es ridículo. La versión de la tradición mexicana que parte de esa fantasía novelesca es una tontería sublime”. 
Espinasa dice que compartían una convicción creativa con la utopía de “volarle la tapa de los sesos a la cultura oficial” y eso es lo que permitió que retrospectivamente y con la nostalgia de esos niños salvajes en un medio tan acartonado como el mexicano se volvieran un referente. “Aunque la cultura oficial ni se despeinó con sus impertinencias iconoclastas”.
Y es que el infrarrealismo es complicado de definir, Luis Felipe Fabre asegura que aun leyendo los poemas de sus integrantes, resulta difícil definir en qué consistía, y que tal vez ni ellos mismos lo sabían con claridad; si acaso se nota una inconformidad frente al modelo imperante representado en la figura de Octavio Paz. 
Sin embargo, González Torres encuentra ciertas coincidencias estéticas entre algunos de ellos: “hay, en general, una tendencia a la dislocación sintáctica, a la supresión de la puntuación, al uso de onomatopeyas y violencia verbal y a la libre asociación de ideas como forma de composición. Pero tal vez más importante que estos rasgos estilísticos, sea el culto a una figura del artista maldito, bohemio y contestatario que asume su marginalidad como un apostolado. No extraña que mucha de la producción infrarrealista sea una poesía confesional y descarnada que combina una rebeldía adolescente con un tono de insurrección y resentimiento”. 
¿Sin legado?
Si tenían a Efraín Huerta como una de sus figuras tutelares e incluso cariñosamente lo llamaban “Infraín”, los infrarrealistas denostaban la figura de Octavio Paz y se manifestaban en lecturas de poesía.
González Torres dice que aunque existen una serie de manifiestos y proclamas que dan cuenta de su actividad, el infrarrealismo más bien es un movimiento poco afecto al testimonio escrito, que exalta, a la vez, la rebeldía y el exceso, que señala una regla de vida en la marginalidad y la renuncia a las convenciones y que, en el plano literario, busca subvertir las rígidas concepciones y jerarquías poéticas de la época y son legendarias sus irrupciones para escandalizar en los recitales de los años 70 y 80. 
Para José María Espinasa, los infrarrealistas no dejaron ningún legado. “Cuando sus líderes y teóricos -Bruno Montané y Roberto Bolaño- se fueron de México, el movimiento prácticamente desapareció. Fue la salida de Los detectives salvajes y el fenómeno editorial entorno a su autor lo que hizo que se les prestara de nuevo atención”.
En los últimos años han aparecido algunos libros, en especial de Papasquiaro, pero en general son poetas sin libros. “Habrá que esperar que la sacralización de las actitudes y actividades extrapoéticas del infrarrealismo no incidan, en sus nuevos adeptos, en una lectura complaciente de su obra”, concluye Armando González Torres.

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