Hugo Gutiérrez Vega
Carlos Fuentes y las palabras (I DE II)
Una tarde del verano de 1964 celebramos, en el Palazzo Rúspoli de Roma, una semana de la cultura de México: Grabados de Posada, óleos del pintor tapatío Claudio Favier Orendáin, una pequeña muestra de libros y de revistas culturales, la proyección de las películas Raíces, Enamorada,Los olvidados (con todo y el absurdo prólogo impuesto por los censores de Gobernación) y El compadre Mendoza. El que les habla, y que a lo largo de su vida siempre ha hablado de más desoyendo el consejo alteño de su prudente abuela, dio dos charlas: una sobre Juan Rulfo y la otra sobre Carlos Fuentes. Estaba presente el embajador de México, Rafael Fuentes, diplomático ejemplar, hombre bueno en el sentido machadiano de la palabra, y padre del autor de las tres novelas comentadas por el locuaz conferencista: La región más transparente, Las buenas conciencias y La muerte de Artemio Cruz. Recuerdo haber dicho que la primera abría las puertas a la novela urbana en México, y haber analizado algunos antecedentes de descripción de la ciudad capital: Los bandidos de Río Frío, de Payno, algunas novelas cortas de José Tomás de Cuéllar, Facundo, los cuentos de Micrós y las novelas iniciales de José Revueltas. Sin embargo, la primera novela en la que el personaje principal es la ciudad con sus avances y retrocesos, su crecimiento teratológico, sus contradicciones sociopolíticas, sus facetas canallas, sus niños bien, sus caifanes (retratados con gran vigor en la película cuyo guión escribió Carlos basado en el acierto verbal delspanglish fronterizo: me cae fine –y de ahí, me cae bien, o sea, caifán–; sus barrios nuevos, sus fiestas tradicionales y el final, tan celebrado por Rafael Alberti (quien por aquellos años vivía en Roma) en el cual la resignación nacional se deslíe en la aurora de Nonoalco, como la alondra de Gorostiza, y se abisma en la transparencia. Novela de personajes ficticios y reales a la vez, como la mayoría de los creados por ese fabulador incansable que fue Carlos Fuentes, La región más transparente tiene una fuerza lírica especial y está llena de valores musicales que ponen a danzar, a cantar, a llorar y a reír nuestra lengua que, bien lo sabemos, tiene una riqueza inagotable. Pasados los años, lo que queda incólume y rejuvenecido es el lenguaje. Las estructuras narrativas pueden ser efímeras, pero las palabras permanecen y se van ennobleciendo con el polvo del tiempo.
Las buenas conciencias, en cambio, tiene su ámbito de acción y de expresión en la provincia, y hace realidad el viejo apotegma: “Pueblo chico, infierno grande.” El personaje central de esta saga de encuentros, desencuentros y malos entendidos es la moral social autoritaria y represiva que, desde siempre, entristece la vida y retuerce las conciencias de muchos habitantes de las ciudades de la provincia hispánica, mestiza y católica.
La muerte de Artemio Cruz pone fin a la valiosa y crítica serie de la llamada novela de la Revolución mexicana. Si aceptamos una catalogación más flexible, podemos partir de Azuela, pasar por Vasconcelos y Nellie Campobello, Martín Luis Guzmán, Rafael F. Muñoz, Magdaleno, Rubén Romero, Urquizo, Yáñez, Rulfo, Arreola y Fuentes. Artemio, moribundo en su lecho de angustias y de memorias, pone fin a una historia de valor, audacia, corrupción, ambigüedad moral, cinismo, demagogia, simulación (gesticulación, diría Usigli, quien, junto con Elena Garro y su Felipe Ángeles, nos dan la visión teatral del largo conflicto); pena, remordimiento, en fin, el conjunto de sentimientos encontrados que libran a esta excelente novela de la maldición nacional del maniqueísmo y del hábito melodramático iberoamericano.
Terminó la charla y, ya en el pasillo de salida, bajo un retrato de César Borgia (“César o nada” era el lema de la terrible familia), el embajador me abrazó y, con un candor inusual en el experimentado diplomático, me preguntó con lágrimas en los ojos: “¿En verdad son tan buenas las novelas de Carlos?” Asentí con la cabeza y le entregué una libreta en la que Elena Mancuso, la traductora de Rulfo y de Asturias, me hacía una serie de preguntas sobre las novelas de Carlos en las que estaba trabajando. “La muerte de Artemio Cruz es lo mejor que he leído últimamente”, comentaba la hábil traductora. “Lo ve, embajador, aquí tiene un testimonio extranjero intachable y competente.” Esa noche, el embajador impecable y su verboso agregado cultural bebieron unas copitas de más del peleón vino dei castelli romani.
(Continuará)
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