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Annunziata Rossi
Luigi Pirandello murió en diciembre de 1936.
Sus hijos encontraron una hoja de papel arrugado que contenía su testamento:
I. Déjese pasar en silencio mi muerte. A los amigos, a los enemigos, una plegaria de no hablar de ella en los periódicos y ni siquiera señalarla. Ni anuncios, ni participaciones.
II. Muerto, que no se me vista. Que se me envuelva desnudo en una sábana. Y nada de flores sobre la cama y ninguna vela prendida.
III. Carroza de ínfima clase, la de los pobres. Desnudo. Y que nadie me acompañe, ni parientes ni amigos. La carroza, el caballo, el cochero y nada más.
IV. Quémenme. Y apenas quemado mi cuerpo, dejen que se disperse; porque nada, ni la ceniza quisiera que quedase de mí. Pero si esto no se puede hacer, que la urna sepulcral se lleve a Sicilia y se entierre en alguna piedra bruta de la campiña de Girgenti, donde nací.
Este es el escueto y lapidario testamento de Luigi Pirandello. Los hijos, por supuesto, decidieron respetar la voluntad del padre. Nada de funerales de Estado, lo que dejó frustrado al régimen fascista que hubiera querido celebrar con gran pompa la muerte del gran dramaturgo quien, en el lejano 1924, se había adherido al fascismo.
Sin embargo, ya sea por razones sentimentales, como la resistencia a una ceremonia, o como el esparcimiento de las cenizas, que entonces no se acostumbraba y, más aún, era ilegal y rechazado por la Iglesia; ya sea también por los difíciles momentos políticos de los años treinta (precisamente en 1936, el año de la muerte de Pirandello, se había celebrado el Eje Roma-Berlín, preludio de la segunda guerra mundial), las cenizas del dramaturgo no fueron esparcidas en Roma ni fueron llevadas a Girgenti para ser enterradas en su tierra natal. El hecho es que las cenizas permanecieron en el cementerio de Verano en Roma durante diez largos años. Al finalizar la guerra, precisamente en 1947, empezaron las fuertes presiones del alcalde democristiano de Girgenti (ahora Agrigento) sobre el gobierno central para la repatriación de su ilustre hijo, etcétera, etcétera. Los transportes todavía no funcionaban, los trenes no tenían horario (afuera de las estaciones una masa de gente acampaba noche y día esperando subirse de casualidad a un tren), así que el democristiano Alcide de Gasperi logró que los aliados estadunidenses le prestaran un avión de la Air Force para trasladar los restos de Pirandello hasta su tierra.
Las cenizas del dramaturgo, depositadas en un precioso vaso griego del siglo V AC, y embaladas en una caja de madera, fueron colocadas en el avión. Las acompañaba el profesor Ambrosini, coterráneo y estudioso del gran dramaturgo. Cuando iba a despegar el avión, una decena de sicilianos pidió pasaje, que les fue rápidamente concedido. Una vez a bordo, uno de los afortunados, viendo la caja que encerraba el vaso griego, preguntó curioso qué era eso. Al saber que contenía los restos del dramaturgo, quedó aterrado. ¿Y si las cenizas, obedeciendo el deseo del difunto, lograran dispersarse por el vasto cielo? ¿Y con ellas, ellos también? También quedaron aterrados sus supersticiosos paisanos quienes, haciendo cuernos con la mano (puño cerrado y el meñique y el pulgar levantados, el famoso gesto de exorcismo que acostumbran hacer los meridionales para conjurar la mala sorte), quisieron bajar del avión, seguidos casi inmediatamente por los pilotos.
Al pobre profesor Ambrosini, siempre junto a la preciosa caja, no le quedó otra que emprender el viaje de toda una jornada en tren hasta Girgenti. Ambrosini pudo dormir, pero cuando despertó la caja había desaparecido. Tuvo que buscarla por todo el tren y por fin la encontró: cuatro tipos bigotudos la usaban como mesa de juego. Pero no terminan aquí las peripecias de las cenizas de Pirandello porque, al llegar a Agrigento, el obispo G. B. Peruzzo se negó a bendecir el vaso griego, ¡un vaso pagano! Entonces se decidió depositar las cenizas en un ataúd cristiano, pero como tampoco había ataúdes para adultos se utilizó uno para niños. El vaso griego se dejó en la casa de Pirandello mientras se proyectaba la construcción del monumento donde se enterrarían las cenizas y celebrar así aquellos funerales que el dramaturgo había rechazado explícitamente en su testamento. Por supuesto, como suele pasar en Italia, el monumento fue terminado sólo quince años después, en 1962. Mientras, las cenizas se habían calcificado y al empleado le costó bastante trabajo hacerlas polvo con un cincel. Vaciadas en un cilindro de aluminio, finalmente se celebró su sepelio en el monumento. Los funerales se realizaron con gran pompa, exactamente como no hubiera querido Pirandello, con la presencia de personalidades políticas, religiosas y del mundo de la cultura, representado este último por Leonardo Sciascia y Salvatore Quasimodo.
Sin embargo, las peripecias de las cenizas pirandellianas habrían de continuar. El hecho es que no todas cupieron en el cilindro de aluminio y una parte había quedado en el vaso griego supuestamente vacío. El empleado puso tranquilamente el resto de las cenizas en un periódico y se dirigió a un acantilado para echarlas al mar, pero en ese momento una ráfaga de viento las dispersó en el aire. Sólo así como se cumplió en parte la voluntad de Pirandello.
En 1994, otra sorpresa: se descubrió que el vaso griego, ahora en el museo S. Nicola de Agrigento, contenía todavía cenizas que, sometidas a la prueba de ADN, revelaron que no pertenecían sólo al Maestro, sino también a otros seres humanos de identidad desconocida. Así se concretiza el obsesivo tema de la obra pirandelliana: la multiplicidad del yo, la coexistencia de muchos seres en una sola persona. Es decir, uno, ninguno y cien mil.
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