domingo, 30 de junio de 2013

TRES CUENTOS, Nadia Contreras

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TAmanecer con aire fresco
Amanecer con aire fresco

Nadia Contreras
Lo que irremediablemente no deja de hacer es abrir las cortinas y la ventana. Una especie de ritual, un hábito. Al despertar, las manos de la mujer, casi de manera automática, corren las cortinas, destraban el seguro y, quien observa, puede ver el desplazamiento vertical de las hojas de vidrio. La mujer se levanta sobre su lado derecho, oprime el botón off del despertador y es, en ese preciso momento, cuando quien observa puede ver la figura, corre las cortinas, abre la ventana que da al traspatio y como una fantasía el cuerpo entero de la mujer bañado por el aire de la mañana. El observador, la mirada en el rectángulo del espacio, ajusta la visión de los binoculares y logra los detalles: la mano llevada al sexo y la mirada. La mirada.
Otros días, la mujer vuelve a la posición habitual del sueño y el observador debe esperar. Otros días, a la mujer simplemente deja de importarle lo que sucede más allá de la ventana. Lo que sigue (estamos dentro de la mente del observador) es una larga lista de suposiciones:
1. Prepara una taza de café.
2. Abre las llaves de la regadera, siempre las dos al mismo tiempo, ajusta la temperatura exacta del agua, la temperatura de su cuerpo.
3. En la pantalla de la computadora diarios locales, nacionales, extranjeros en una segunda o tercera lengua.
4. Se tira sobre el piso o sobre la alfombra. Hace contacto con el cuerpo de la tierra, con su cuerpo.
5. Vuelve a la cama (una cama que el observador no alcanza a ver) y concluye, acompañada o no, lo que se ha comenzado de manera incesante.
En cualquiera de éstas, el observador tiene que esperar o claudicar. Se desvive ciertamente: bajo la bata el cuerpo desnudo de la mujer y, luego el vacío, el infinito vacío, su ambigüedad.
La mujer observada sabe que es observada en punto de las siete y quince de la mañana, pone sus ojos en aquella figura, la descubre algunas veces en la ventana, en la ventana de la habitación del lado derecho o la ventana de la habitación del lado izquierdo. Un edificio partido por la mitad, las escaleras, ese espacio ahogado y las ventanas. ¿Qué implica el cambio de lugar? ¿Los rayos de sol como una bocanada de reflejos? ¿La inquietud del hombre o lo que quiere ver? ¿Su intento por develar lo que el aumento distorsiona?
La mujer observada, su mirada siempre hacia el séptimo piso de un edificio allá en la distancia, ese complejo de departamentos que en el pasado revolucionó la arquitectura, corre las cortinas y sabe lo que el otro (ha comprobado que se trata de un hombre), observa. Su estrategia es ver siempre hacia un punto indeterminado y colocar la mano sobre el sexo. Se apropia de la forma tibia, la lentitud (como si abriera una ventana más) de lo que la mano agita y posee. Se sabe observada, se siente observada; la mirada, lo que busca, lo que le infunde vida dentro. Luego, las suposiciones.
1. El hombre es un pervertido, un acosador sexual. Un asesino.
2. O un pintor, un periodista, un escritor.
3. Vive solo, lo que lo lleva, como cualquier animal de la selva, a estar siempre al acecho.
4. Y como el animal que es, preparado para la fricción, le multiplicará el dolor del miembro y los testículos.
5. Simplemente un observador. Un observador.
La mirada de uno y de otro se pierde en el infinito. Un día la curiosidad se acaba o simplemente se va a otra parte, abiertas nuevas ventanas o el deterioro del tiempo. Sobre todo éste, el tiempo, destruye los cuerpos, los edificios, las ciudades mismas. Cuando llegue ese otro tiempo (luego de la destrucción el vacío puede ser menos triste), si existieran, otros observarán lo que irremediablemente la mujer no deja de hacer: correr las cortinas y abrir la ventana, esas hojas corredizas, la desnudez traslúcida. Y el hombre, desde un punto lejano, ajustará la visión de los binoculares.
Fui arrojado al mundo
José Remus Galván
Fui arrojado al mundo, decía Heidegger. Tuve un profesor que estudió con Heidegger. Y un día me arrojó de su clase. Y caí en el mundo. Sin estrépito. Cayendo en la cuenta de varias cosas: me gusta el globo terráqueo con un sombrero de palma campesino que tengo en mi biblioteca. Mi biblioteca (en realidad una serie de estantes con libros y un conjunto de curiosidades y polvo), tiene a la izquierda unas gavetas con mis instrumentos amados de pintura (el aroma del óleo carmesí me recuerda a Gandhi, no sé por qué). A la derecha está el clóset con mi ropa convencional, un tanto en desorden. A la izquierda de las gavetas con pintura se localiza la espléndida ventana que mira al sur con una vista de árboles (algo raro en esta ciudad). A la derecha del clóset está ubicada la puerta (de entrada, de salida o simplemente de posibilidad); aún más a la derecha hay un mueble bajo con medicamentos, cosas viejas y cosas para dormir o leer, un reloj y otros etcéteras. Y aún más a la derecha estoy yo. A la izquierda de la ventana también estoy yo. ¿En qué iba? Ah, donde fui arrojado. Frente al globo terráqueo con sombrero campesino.
Desolación
Raúl Sergio de la Fuente Hernández
La puerta de la casa estaba abierta, pero por primera vez Josué no pudo entrar: gente extraña la habitaba. En ella había nacido y ahí, en un rinconcito, tenía escondidos los recuerdos de su infancia y de su juventud; cada vez que iba al pueblo la visitaba y, como si fueran juguetes, los sacaba de su escondite y evocaba los momentos más gratos de su vida. Ahora todo era asaz diferente, la tía Ciotis ya no existía, la casa había pasado a otras manos, a otros fines.
Se sintió invadido por una inmensa desolación. Comprendió que ya nunca volvería a encontrarse con sus recuerdos y que éstos quedarían olvidados para siempre, como las tumbas de algunos muertos.
La calle desierta permaneció silenciosa y, emitiendo un profundo suspiro, Josué continuó su camino.

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