viernes, 28 de junio de 2013

EL ASESINATO DE TROTSKY, novela de Leonardo Padura


   

El asesinato de Trotski contado (años después) por Leonardo Padura



Grita “Devastación” y suelta a los perros de la guerra
Julio César
Shakespeare
2010 amenazaba con ser un año muy polémico, porque en algún momento de su curso sería publicado en Cuba El hombre que amaba a los perros. Vale aclarar tres puntos de antemano: es un libro largo, es un libro triste, es un libro necesario. Se ha dicho y repetido (insistentemente) de la más reciente novela de Leonardo Padura, que trata sobre el asesinato de Liev Davídovich Bronstein (Trotski), que desarrolla tres líneas narrativas: la del propio Trotski, el más desconocido de los fundadores del Estado soviético; la del hombre que empuñó el piolet que acabó con su vida, Ramón Mercader del Río; y la de un personaje de ficción, Iván Cárdenas Maturell, a quien esperan las comparaciones con Mario Conde y Fernando Terry. El resultado: pocas son las personas que al participar en una conversación donde alguien hable “del último libro de Padura”, no tengan ya algo que decir u opinar.
La historia de cómo se escribió El hombre que amaba a los perros resulta tan apasionante como la novela misma. Durante cinco años permaneció el autor sumergido en las catacumbas del siglo XX. Abarcó un largo trecho cronológico que comenzaba poco antes de la Revolución de Octubre y trascendía la –un día impensable– desaparición de la Unión Soviética.
En su empeño, Padura recreó paisajes disímiles que iban desde las Islas Prínkipo y el bosque de Fontainebleau, hasta la Cataluña de los años treinta y el Coyoacán de inicios de los cuarenta. Para el más grande proyecto literario que hasta entonces había enfrentado, se hizo de todo el material legal del juicio de Mercader, fue en busca de fuentes orales aún esquivas y leyó gran cantidad de las revelaciones divulgadas tras la apertura de los archivos de Moscú en la década del noventa.
Publicada en el mes de septiembre por Tusquets Editores, al finalizar el año la novela se encontraba entre las más importantes aparecidas en España durante 2009. Se trata del regreso de cuatro individuos a quienes une el amor a los perros: Trotski, el Renegado que algunos se esforzaron por hacer desaparecer hasta del recuerdo (entonces se utilizaba la expresión “el basurero de la Historia”); Mercader, el enigmático asesino que ya al final de su vida se radicó en Cuba; Iván, el escritor cubano venido a menos que padece los avatares del pasado en ráfagas cada vez más intensas; y Leonardo Padura, cuyos lectores son capaces de inaugurar una cola de tres horas antes de la presentación de sus libros.
A pesar de los distintos narradores y puntos de vista que se asumen para contar estas tres historias, es posible advertir un conjunto de líneas comunes que las enlazan más allá del amor que Ramón, Trotski e Iván puedan sentir por lo perros y la relación tripartita que se establece a destiempo entre víctima, verdugo y observador. ¿Por qué le interesaba establecer ese juego que convierte al victimario también en víctima y unir, por medio de la frustración, a personajes de tan disímiles biografías?
Quería la novela con una dimensión conceptual que abarcara no solo los episodios del asesinato de Trotski y la preparación de su verdugo, sino que también incluyera un fenómeno político, ideológico y, sobre todo, ético, decisivo para la historia del siglo XX. De la Revolución de Octubre a la desaparición de la Unión Soviética, y después durante estos años que hemos vivido en Cuba, la utopía socialista ha tenido un desarrollo contradictorio, porque no ha fraguado lo que desde un punto de vista romántico se previó que fuese un experimento de sociedad nueva, comunista, en la cual todos los individuos tuvieran el máximo de libertad en el máximo de democracia. Porque esa es la esencia del sistema, del proyecto, y no la existencia de una economía que funcione de acuerdo a determinadas leyes, o la permanencia de una estructura política partidista rectora. Pero no se consiguió, al contrario. Creo que el más grave problema de la utopía socialista en el siglo XX fue que se pervirtió el arbitrio individual de la persona y se puso en función de un proyecto colectivo, dictado, concebido y ejecutado por personas que fueron asumiendo, desde una posición de poder, las posturas que le concernían a una clase obrera, un partido y su vanguardia, hasta convertirse en un poder unipersonal. El estalinismo es la esencia de esa deformación. Se despojó de importancia la vida individual en función de un proyecto colectivo que fracasó, pues ya no era revolucionario. Por lo tanto, no me era posible entender lo que había significado la defenestración de Trotski o la obsesión de Stalin por matar a Trotski o los métodos que se utilizaron para matarlo o el destino de este verdugo que también termina convirtiéndose en víctima, si no trazaba el arco que completaba la mirada desde una perspectiva cubana. Esta es una novela que solo un cubano podía concebir. La experiencia que hemos vivido en estos años nos da la posibilidad de tener una mirada antes, durante y después de los acontecimientos. No obstante, no tuvimos noticias de esa historia a pesar de ser parte de ella. Fuimos tan parte de esa historia que Mercader vivió en Cuba y que la filosofía marxista, de la cual Trotski fue uno de los teóricos principales, ha sido la esencia del sistema cubano desde que se decretó el carácter socialista de la Revolución. Sin embargo, desconocemos la naturaleza de estos personajes, de estas situaciones que se produjeron alrededor de las vidas de estos hombres, pero, sobre todo, ignoramos cómo esos procesos influían en las vidas de todos nosotros, porque nos afectaba, pero nunca supimos de qué manera, ni tuvimos los detalles de lo ocurrido en la Unión Soviética durante estos años alrededor de Trotski, y, sobre todo, alrededor de Stalin.
El peso del estalinismo en la historia del siglo XX es, sin duda, funesto, pero tremendo. La sociedad establecida en la Unión Soviética a partir del año 1929 no es marxista ni leninista, es una sociedad estalinista, que después se exporta al resto de los países que ponen en práctica economías y sistemas socialistas. Por lo tanto, tener una idea de qué fue el estalinismo, que en esencia es el verdugo de esta historia y de la Historia (con hache mayúscula), creo que era muy importante.
¿En qué casos la propia trama de la novela exigió que alterara la “realidad histórica”?
Muy pocas veces. Cuando trabajo asuntos que tienen un trasfondo histórico real, trato de ser muy respetuoso. La realidad es antidramática. Tiene leyes, maneras de comportarse y de manifestarse, que no son las que se necesitan en un texto narrativo. La narrativa organiza la información, los acontecimientos, las biografías de los personajes de una manera artística y dramática. Y la realidad los organiza como la vida. Pero trato de conservar (lo hice en La novela de mi vida, lo hago en Adiós, Hemingway y ahora en El hombre que amaba a los perros), los movimientos fundamentales de la realidad y la historia, para evitar que un posible juego dramático le haga percibir a algún lector avezado una violación de los procesos históricos, una manipulación de la historia. No me refiero con esto a que no me preocupe la credibilidad o la verosimilitud, que es una necesidad puramente estética. Por supuesto que al escribir una novela, no un libro de historia, estoy manipulando la historia. Pero han de tenerse ciertos límites, como no alterar la esencia de las cronologías, de los hechos que ocurrieron, o las interpretaciones históricas más probadas.
En la novela, por ejemplo, se alude a un acontecimiento que sigue siendo no totalmente oscuro, pero sí discutible porque los protagonistas nunca revelaron nada y se desconocen los documentos relacionados con él. Se trata de la desaparición y el asesinato de Andreu Nin. Cuando toco este tema, lo hago desde la perspectiva de las últimas investigaciones, búsquedas históricas e incluso arqueológicas alrededor del asesinato de Nin, las cuales indican que fueron los asesores soviéticos, con un grupo de comunistas españoles, quienes lo ultimaron. El margen de error, de duda que pueda haber, no toca la esencia del problema, que ocurrió de la forma descrita. A lo mejor no menciono el nombre de un determinado personaje porque no es seguro que haya participado, pero la esencia del hecho está respetada, a pesar de la ficción y la manipulación de los acontecimientos. No sé, por ejemplo, si realmente Mercader estuvo en las inmediaciones del asesinato de Nin, pero sí estoy seguro de que su mentor, Kotov, estuvo muy cerca. Por lo tanto, eso me hace pensar que tal vez Mercader pudo haber estado cerca y juego con esa posibilidad en la novela.
¿Cuáles fueron las mayores dificultades que enfrentó al situar a verdaderos protagonistas de la historia como personajes principales de su novela?
Esta no es una novela histórica, sino una novela sobre la historia, porque está pensada como una trama que desde el presente se refiere a asuntos y personajes históricos. En el caso de Trotski, estuve pensando muchísimo si el personaje que iba a contar la historia podía ser su esposa, Natalia Sedova, o uno de sus secretarios cercanos, o su nieto Esteban (Sieva) Volkov, presente en Coyoacán en el momento del asesinato. Pero ninguno de estos personajes me podía dar la esencia exacta de cómo el hombre que se dedica a la política la coloca por encima de todo. Esa era una actitud de Trotski que no quería perder, y, por lo tanto, tuve que asumir a un personaje muy biografiado y conocido. En el caso de Mercader fue mucho más fácil, porque su condición de personaje histórico la gana por ser el asesino de Trotski, pero fuera de eso, es un hombre sin historia, y eso me permitió crearle toda una biografía a partir de determinados datos concretos que tenía sobre él, algunos incluso bastante discutibles. Hay momentos de su vida de los que no se sabe nada y tengo que ficcionarlos por completo. Por lo tanto, Mercader era mucho más amable en ese sentido. Lo importante de todo esto es que prevalece un contexto histórico muy aleccionador en torno a los años anteriores al asesinato. Se trataba de la década del treinta, porque el exilio de Trotski se produce en 1929 y su asesinato en 1940, y durante ese período se produce la perversión estalinista de la utopía del socialismo: comienzan los procesos de colectivización, la industrialización acelerada sobre la base del sufrimiento de millones de personas que murieron durante la construcción de canales, entre un mar y otro, absolutamente obsoletos, la época de los procesos judiciales de Moscú, de la Guerra Civil Española, del ascenso del fascismo en Alemania, de la perversión de la Internacional Comunista, en fin, toda una serie de acontecimientos históricos esenciales para el siglo XX. Incluso tengo que tocar la Segunda Guerra Mundial, una guerra cuyas características están asociadas a determinadas actitudes de Stalin: la represión de los altos oficiales del Ejército Rojo, sus pactos con Hitler, una política no sé si equivocada, indolente o intencionada que permitió el ascenso del fascismo en Alemania, al impedirle a la izquierda alemana pactar con el centro y evitar el ascenso de Hitler, al menos en ese momento y de la manera en que se produjo. Lo novelado es la relación que se establece entre estos personajes a partir, igual que en La novela de mi vida, de una teoría, un recurso narrativo que leí, formulado por Alex Haley, el autor de Raíces. Él decía que los acontecimientos que contaba no tuvieron que haber ocurrido como los escribía, porque no conoció a su tatara tatara abuelo Kunta Kinte, que había venido de África, pero que por sus conocimientos y sus investigaciones estaba seguro de que esos acontecimientos podían haber ocurrido como los narraba. Y en los momentos de la vida de Trotski y de Mercader, en que no estoy del todo apegado a la comprobación, a la certeza documental, hay una elaboración novelística que parte de una investigación sobre los procesos históricos reales.
La línea narrativa de Trotski es con frecuencia una extensa reseña del pensamiento de esta figura y deja a un lado la capacidad de acción del personaje literario. ¿Considera válida esta observación?
El gran problema con el personaje de Trotski era que el exilio lo confinó a lugares cerrados durante casi once años. Vive en Turquía, en una isla de la cual no puede salir apenas; en Francia, prácticamente escondido al pie de una montaña primero; en Noruega, en la linde de un bosque y confinado en un fiordo después, y en México, encerrado en dos casas, la de Diego y Frida, y la suya de Coyoacán. Es un personaje, por lo tanto, que no tiene acciones que permitan la elaboración dramática de esa vida. No obstante, durante todo este tiempo, Trotski se dedica a pensar, reflexionar y escribir, y esa era la acción que yo debía tratar de reproducir. En una de las versiones ya casi finales de la novela, la línea de Trotski andaba por unas doscientas cuarenta páginas y mis editores españoles y dos o tres lectores cubanos sugirieron cautela con esa carga de pensamiento y elaboración de toda una circunstancia histórica y filosófica. Fue muy difícil tratar de sintetizar esto en aras de que la novela tuviera una agilidad y de que la lectura de la parte de Trotski no fuese un impedimento para dejar caer una pastilla en la boca del lector. Quería revelar qué pensaba Trotski, cómo había sido su exilio y marginación, la manera en que su imagen de revolucionario se había pervertido, deteriorado y destruido. Ese fue el ejercicio más difícil de la novela. En las primeras versiones, toda la línea estaba escrita en primera persona, y me di cuenta después de dos años de trabajo que no funcionaba porque yo no tenía un conocimiento suficiente sobre la manera en la que podía proyectarse un hombre como Trotski (de otra cultura, otra formación y otra época) como para poder reproducir su manera de pensar. Entonces decidimos saltar a una tercera persona, y digo decidimos, porque esto lo discutí mucho con Lucía, con los editores españoles, con lectores amigos. De las tres novelas que se unen, creo que la de Trotski fue la más complicada de definir, porque además tenía otro problema: la superabundancia de información. Si en Mercader o en Iván tenía la posibilidad de fabular sobre un personaje sin historia y un personaje de ficción, en su caso la cantidad de datos era brutal. Fue un reto sintetizar y hacer funcional, dentro de la estructura novelesca, todos los procesos y movimientos de los años treinta con los cuales tuvo contacto.
¿Cómo fue el proceso de investigación? ¿Cuáles fueron las principales fuentes vivas y documentales que empleó?
Estuve dos años investigando y leyendo. Cuando ya decidí escribir la novela, empecé a buscar bibliografía. Ya tenía alguna reunida sobre Trotski, Mercader, la Revolución rusa, pero poca cosa en comparación con lo que revisaría después. Cada vez que viajaba a España, me iba a las librerías de viejo y compraba algunos libros muy interesantes sobre la Guerra Civil que fueron saliendo alrededor de 2006. Estos textos daban una visión completamente diferente, renovada, mucho más acertada de este hecho histórico, y estaban escritos a partir de la revisión de los archivos de Moscú en los años noventa. Yeltsin los abrió, después Putin los cerró, pero mucha papelería pudo ser consultada por los historiadores. Durante esos años, salieron también varias biografías de Stalin y varios libros sobre los procesos de Moscú. Los fui comprando en cada viaje que hacía. Además, tuve toda una red de corresponsales que me iban consiguiendo bibliografía en distintas partes del mundo. Me llegaron libros de Argentina, Perú y México. También tuve acceso a documentaciones no publicadas como el material legal del juicio de Mercader en México y las transcripciones de los interrogatorios. Hubo, por otra parte, una serie de fuentes orales, personas que a veces me revelaron detalles mínimos relacionados fundamentalmente con el personaje de Mercader. Durante los tres años de escritura, seguí investigando. Hubo un punto, recuerdo que fue año y medio antes de que terminara la novela, en una reunión con los editores en Barcelona, en el que les presenté la versión semifinal, cuando Beatriz de Moura, la directora de la editorial Tusquets, me dijo: “Mira Leonardo, a partir de ahora léete a Paul Auster, a Hemingway, a Vargas Llosa, léete a quien te dé la gana, pero no te leas un libro más de historia. Ya te sabes ¡toda la historia!” Y tenía razón. A partir de ese momento, fui leyendo algunos libros y documentos que me aclaraban determinados puntos, pero me dediqué a leer más literatura. Por lo general, cuando estoy escribiendo una novela, sobre todo cuando estoy empezando, leo un libro que me rete. Hasta ahora había sido Conversación en La Catedral de Mario Vargas Llosa. Esta vez fue La guerra del fin del mundo. Su relectura fue muy importante a la hora de definir la estructura final de la novela, pues en un momento sentí la necesidad de un equilibrio entre las tres historias. Leyendo La guerra… me di cuenta de que Vargas Llosa burla por completo esos equilibrios para armar una especie de catedral barroca en la que una torre puede ser más alta que otra. Eso es lo que pasa en El hombre…, no hay un desarrollo parejo, incluso termina la historia de Trotski y sigue la de Mercader, termina esta y continúa la de Iván hasta casi el presente. La investigación fue muy exhaustiva. En estos tiempos, internet te ayuda a tener toda una serie de información, pero menos confiable, porque a veces no pasa por ningún filtro que garantice el rigor y la veracidad. Por lo tanto, prefiero trabajar con los libros impresos. Tengo en el estudio un librero donde hay tres estantes de volúmenes sobre los procesos históricos y los personajes que están alrededor de la historia que cuenta la novela. No trabajé en archivos porque significaba intentar desentrañar archivos soviéticos, y para mí era muy difícil porque no conozco el ruso. No obstante, lo esencial de esos archivos había sido publicado, y en el caso del asesinato de Trotski, cómo se planificó, quiénes lo dirigieron, la información que existe es muy escasa, porque quien dirigía personalmente esta operación era Stalin, y él quemaba de forma periódica la información que él recibía. Esa falta de datos ha sido una desventaja para los historiadores, pero una ventaja para mí como novelista. Además, me salvó de la búsqueda de documentos inexistentes.
¿De qué recursos se valió para reconstruir los múltiples escenarios en los que se desarrolla El hombre que amaba a los perros?
Visité varios de esos lugares. Para mí fue fundamental ir a Moscú. No había estado allí, y describía el lugar a partir de referencias librescas. Después de conocerlo tuve que reescribir todo el Moscú que aparecía en la novela, porque lo que uno se imagina que es gigantesco y monstruosamente feo, al llegar comprende que es mucho más grande y mucho más feo. Estuve en la casa de Trotski en Barbizon, había estado en Coyoacán y en la Casa Azul de Frida y Diego. No pude ir, por supuesto, a las Islas Prínkipo donde Trotski vivió los primeros años de su exilio, pero hay muchas descripciones que me facilitaron tener una idea de cómo era este lugar, y un fiordo y un bosque noruegos es algo un poco más fácil de imaginar para alguien que haya visto tres o cuatro películas suecas, finlandesas o noruegas. En el caso de Barbizon, igual que en el de Moscú, uno se da cuenta de hasta qué punto las palabras no siempre reflejan la realidad. Siempre que leí sobre esta casa donde vivió tres, cuatro meses, se decía que estaba junto al bosque de Fontainebleau. Cuando llegué, me di cuenta de que está frente al bosque, hay una pequeña carreterita por la que entraban carruajes primero, ya después algunos automóviles, y tras ella, inmediatamente, comienza el bosque. Es decir, lo que veía Trotski cuando abría la ventana era el bosque de Fontainebleau. Si salía caminando, que de hecho lo hizo varias veces, llegaba al castillo de Fontainebleau. Por lo tanto, a veces tener ese conocimiento preciso del lugar te ayuda mucho, pero cuando no puedes, la imaginación es la que salva.
¿Y vio el hotel monstruoso que Kotov le muestra a Mercader?
Vi fotos, porque cuando llegué a Moscú el hotel que estaba a cien metros de la Plaza Roja ya había sido demolido. Había dos lugares de Moscú que tenía especial interés en conocer, uno era la casa donde había vivido Mercader, frente al Malecón Frunze; y el otro, el Salón de las Columnas, donde se hicieron los juicios. La casa no la pude localizar, pero supongo que uno de los apartamentos que vi debió haber sido donde vivió Mercader, por el paisaje que, según su hermano Luis, se veía desde el balcón. Y me fue imposible entrar en el Salón de las Columnas. Los rusos siguen teniendo, veinte años después de la desaparición de la Unión Soviética, el síndrome del misterio y el silencio. Cuando me paraba a tirar fotos frente a la Lubianka, la gente me miraba como diciéndome: “No hagas eso”, “ese lugar no se fotografía”, “por allí es mejor no pasar”. Porque la Lubianka sigue siendo la Lubianka, allí es donde radica la Seguridad del Estado ruso, ya no soviética, pero sí rusa.
¿Cómo hubiera reaccionado Leonardo Padura, si como le sucede a Iván, Jaime López hubiese confiado en él para contarle la historia de Ramón Mercader?
Creo que como Iván. Pienso que en la actitud de Iván reproduzco la actitud que pudimos haber tenido muchísima gente en Cuba en esos años. Primero, nunca hubiésemos imaginado que ese hombre era Ramón Mercader. Para el lector que está en una posición privilegiada, diferente y posterior, es fácil decir: “Claro, tiene que ser Ramón Mercader”, pero para alguien que se encontrara con este hombre y sus dos perros en Santa María del Mar, era muy difícil imaginarlo. Por una parte, dudaría, no sabría si ir y buscar al “compañero” que lo atendía en su trabajo para decirle que se había encontrado con un personaje que le contaba una historia escabrosa. También temería que esta persona fuese un provocador, que informara después: “Este es capaz de oír estas historias y no decir nada”. Luego, a la hora de escribir, no hubiera podido. La literatura cubana de los setenta y los ochenta tiene un carácter distinto a la que se hace en los noventa. No vamos a hablar ya de El hombre que amaba a los perros, si la hubiera escrito o intentado escribir en esas décadas, cosa para mí imposible por mi propia evolución literaria, pero vamos a suponer que estando en posesión de esa información y en la posición de Iván respecto a esos acontecimientos, de todos modos habría sido imposible, como también me hubiese sido imposible escribir las novelas de Mario Conde en los años ochenta. No me hubiera planteado, no se me hubiera ocurrido, no hubiera tenido la capacidad intelectual, política, ideológica, física para hacerlo, porque el ambiente no permitía que uno pensara novelas así.El hombre que amaba a los perros llega en un momento en el cual mi desarrollo como escritor, la evolución de la sociedad cubana y de la realidad internacional, me permiten escribirla.
¿Hasta qué punto puede ser verosímil que Trotski se percibiera a sí mismo como un cómplice de la situación imperante en la URSS bajo el mandato de Stalin?
Es verosímil en la medida en que él mismo lo dice en documentos, en ensayos, en cartas que escribe. Él lamenta haber sido una de las personas que desmontó el movimiento sindical ruso, al creer en la necesidad de la militarización y la obediencia en un momento de definición dentro de una coyuntura histórica compleja como la que tiene lugar a partir del triunfo de la Revolución. Él participó en la represión de los partidos que lucharon junto a los bolcheviques contra el zarismo, por lo tanto, contribuyó a lo que él mismo había predicho desde 1905: que el Partido sustituyera a la clase, el secretario general sustituyera al Partido y un hombre incautara la Revolución. Trotski se lo dijo a Lenin y tuvieron grandes discusiones. Él no vota con los bolcheviques, sino con el partido de la minoría, los mencheviques; años después, trata de lograr un acercamiento entre unos y otros. Por último, se queda como un electrón suelto. Es un periodista, un polemista, un crítico que no tiene filiación, y se va acercando a Lenin más que al Partido, y en un momento determinado, este le dice: “Bueno, pero tú eres del Partido Bolchevique”. Siempre uno tiene la idea, la imagen de que la Revolución fue una lucha por el poder, en la cual la parte militar tuvo una importancia, pero no fue así. Los más inteligentes y decididos resultaron en ese caso los bolcheviques, gracias a Lenin, pero en buena medida también gracias a Trotski. Por eso toman el poder en el año 1917. Trotski, en un desarrollo diferente de los acontecimientos a partir de la muerte de Lenin, en el que le hubiera tocado un protagonismo mayor, de alguna manera hubiese practicado una política más o menos similar a la de Stalin. Pero tal vez habría aplicado esa política sabiendo que en lugar de matar a veinte millones de personas, necesitaba matar a mil para dominar al resto. No hubiese llegado a los excesos de crueldad de Stalin, un hombre enfermo. Pero esto es pura especulación.
¿Qué posibilidades le brindó para la construcción del personaje de Trotski el doble rechazo político padecido por este en el plano de la realidad?
El hecho de haber sido el “perdedor” en la contienda política y física con Stalin, hace de Trotski un personaje que despierta una cierta compasión, que lo humaniza y lo hace más cercano, lo cual no quiere decir que políticamente sus métodos, cuando tuvo el poder y fue un “triunfador”, hayan sido más aceptables que los de Stalin. Recuerden que Trotski también reprimió, pretendió la militarización del trabajo en la URSS, destruyó la independencia de los sindicatos. Él también era un fanático y, si hubiera tenido el poder después de la muerte de Lenin, quién sabe qué cosas habría hecho, porque lo cierto es que desde el poder la relación con la realidad es muy distinta. Pienso, por ejemplo, que Trotski no hubiera sido tan sanguinario como Stalin, pero en sus manos había sangre y pudo haber habido más. De todas maneras, su exilio, marginación, derrota política y muerte lo hacen un individuo mucho más dramático, atractivo y amable como personaje literario.
En la novela se plantea que Stalin no estaba interesado en una intervención militar soviética en la Guerra Civil Española, y que recelaba de un potencial ejército español lo suficientemente armado. Por otra parte, se alude a una colaboración estrecha entre los servicios secretos nazi y soviético para fabricar las pruebas falsas que justificaron las purgas intestinas llevadas a cabo por Stalin en la URSS. ¿Cómo quisiera que fueran recibidas estas críticas, evidentes y subyacentes, a protagonistas de la historia soviética cuya imagen histórica, sobre todo en Cuba, continúa siendo broncínea y con muy pocas máculas?
Va a ser recibido con asombro, sorpresa, resquemor y rechazo. Las reacciones serán muy disímiles. Pero pueden estar convencidos de que todas esas afirmaciones están tomadas de libros documentados. Las interpretaciones varían. Ha ocurrido sobre todo con el tratado Molotov-Ribbentrop. Siempre se ha dicho entre nosotros que fue una estrategia de Stalin para alejar la guerra de la Unión Soviética, aunque la esencia que demuestran documentos revelados en los años noventa es que se trataba de un protocolo de repartición del mundo. No es para nada casual que los alemanes entren en Polonia por un lado y los soviéticos por el otro. Tampoco es consecuencia del azar que después ocupen las repúblicas bálticas, invadan Finlandia y no protesten cuando los alemanes empiecen a invadir el resto de Europa. Son acuerdos previos entre los fascistas y Stalin. Habrá personas que se indignarán porque esto aparezca en un libro, y lo único que me queda es remitirlas a la bibliografía que se ha publicado durante estos años. Otros hechos están absolutamente demostrados y discutidos desde hace mucho tiempo.
Hay un libro de conferencias y escritos de Trotski, en el que él demuestra en su momento cómo era posible detener el avance del fascismo en Alemania mediante una coalición entre los partidos de izquierda y de centro. Stalin prohibió esta alianza a través de la Internacional Comunista, pero después aplica la idea de los pactos estratégicos, en lo que es considerada una de sus políticas más brillantes: los Frentes Populares. No lo permitió en Alemania, y sin embargo, años después apoya estas uniones en Europa, para que los partidos socialistas lleguen al poder.
Respecto a lo sucedido en la Guerra Civil Española, que es algo especialmente sensible para Cuba, las revelaciones que se han producido son incontestables. Existe una historia de esta guerra y de la actuación soviética en España anterior a la perestroika y a la glásnot, y otra posterior al momento de apertura de los archivos moscovitas.
¿Y el público ruso? ¿Cómo supone que recibirá esta novela?
Pues no lo sé. Hay todavía muchos rusos que idolatran a Stalin a pesar de todo, y quizás no les guste; existen otros que se avergüenzan de lo que ocurrió en ese país y de cómo se pervirtió el ideal comunista. Y creo que hay muchísimos más que ni siquiera tienen una idea de quién fue en realidad Ramón Mercader y, como nosotros, descubrirán muchas cosas de su propia historia leyendo la novela. Esperemos que se publique allá y luego veremos qué reacciones provoca.
¿Por qué decidió convertir a Stalin en un personaje ubicuo? ¿En algún momento valoró que cobrara voz y cuerpo propios?
No, siempre vi a Stalin como un personaje omnipresente, pero sin participación física en la novela. Sobre él se ha escrito mucho, demasiado: desde las loas abominables del realismo socialista hasta los libelos anticomunistas, y más recientemente, libros en los que se ubica mucho mejor su figura, su papel histórico y su personalidad. Pero en mi novela no me interesaba Stalin, sino el estalinismo, que es más esencial, duradero y lamentable.
¿No recarga dramáticamente al personaje de de Iván al hacerlo víctima de tantas desgracias?
Al final trato un poco de salvar eso, diciendo: “Bueno, pero es que a este cabrón tipo le ha sucedido lo que a toda una generación”. Se trataba de una exigencia dramática de la novela que corrí el riesgo de satisfacer. Vamos a ver: resultan increíbles las numerosas aventuras sexuales del protagonista de Antes que anochezca, pero Reinaldo Arenas necesitaba crear un personaje hiperbólico. Iván igual es hiperbólico. Conde y Fernando Terry también son simbólicos, a pesar de que las cosas que les ocurren están más cercanas a la verosimilitud de la realidad inmediata. En el caso de Iván, necesitaba que fuera un personaje de larga presencia en la vida cubana, de la cual no fuera solo testigo, sino también víctima y medida.

¿Considera que la historia presiona a la literatura en los capítulos donde se recrea la participación de Ramón Mercader en la Guerra Civil Española?
Sí. Pero este es un libro que tiene un destinatario fundamental. Aspiro a que funcione bien fuera de Cuba, que se venda bien, que la gente lo lea, que se traduzca. Pero mi público, el lector al cual me dirijo, es cubano. Y el lector cubano no puede juzgar esos acontecimientos sin una información que no tiene habitualmente. Por lo tanto, decidí recontar determinadas historias que tal vez para un lector español sean recurrentes. Le preguntas a un lector medio cubano, incluso a un lector un poco por encima del medio, quién fue Andreu Nin, qué fue el Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), y no lo sabe. Porque es una literatura a la cual no ha accedido. Y esa desinformación no es un fenómeno contemporáneo, no es algo que se haya preparado específicamente para los lectores cubanos en los últimos años. El libro más importante y preclaro sobre lo que estaba ocurriendo en España durante la Guerra Civil es Homenaje a Cataluña de George Orwell. La primera edición de este texto vendió cuatrocientos ejemplares en diez años. Es decir, estamos en presencia de un libro prácticamente desconocido. Los comunistas lo boicotearon porque Orwell, a partir de la perspectiva privilegiada que tuvo gracias a su cercanía a Nin y otros dirigentes del POUM, daba una visión desfavorable de los soviéticos en la Guerra Civil Española. Eso ocurrió hace más de setenta años en Inglaterra, y se ha reproducido a lo largo del siglo XX. Por lo tanto, asumí que tal vez lo histórico se convirtiera en un fardo contra lo literario en virtud de que un lector cubano tuviera la suficiente información sobre lo ocurrido allí. Y más que eso, para que cuando leyera por lo menos le quedase la duda. La duda te lleva a pensar, a indagar, y eso tal vez conduzca a otros libros y a la búsqueda de una visión mucho más completa.
A través de la parodia estilística de un grupo de autores cubanos, Guillermo Cabrera Infante abordó el asesinato de Trotski. ¿Le interesaba de modo especial establecer una intertextualidad con Tres tristes tigres?
Menciono que dentro del tomo final de la biografía de Trotski escrita por Isaac Deutscher, Iván encuentra un recorte de periódico que habla de Tres tristes tigres y de estas parodias, sobre todo para que los lectores más exquisitos no tengan la menor duda de que conocía desde hace mucho tiempo la obra de Guillermo Cabrera Infante. Cabrera Infante es uno de mis escritores modélicos, pero nada que ver con una conexión en este caso literaria.
Resulta notable que en esta oportunidad el personaje contemporáneo no se comporte como un investigador empedernido, sino que más bien se trate de un elegido. Es alguien en quien una historia y todos sus meandros han decidido confluir y arribar. ¿A qué obedece este cambio de perspectiva con respecto a obras anteriores?
Es un personaje que de alguna manera representa una actitud cubana de estos años: las cosas te caen encima, y tú no vas a buscarlas. Esa fue la filosofía para la construcción del personaje. Llegar a tener el conocimiento directo y cercano que tuvo Iván, únicamente se puede haber producido porque esa historia vino a buscarlo. Alrededor de 2004, 2005 hablé con una persona que había tenido una relación relativamente cercana con Mercader, y le dije que me gustaría que me contara cómo había sido. Me contestó que no podía. Año y medio después, volví a encontrarlo, y por puro capricho, insistencia, perseverancia, tozudez, le pregunté de nuevo y respondió que sí podía. Es decir, hasta hace muy poco era imposible realizar una investigación sobre la vida de Mercader en Cuba.
¿Cómo explicaría el hecho de que Ramón Mercader reaccione con perspicacia y sospecha ante determinados hechos, aun cuando haya recibido un entrenamiento pavloviano que lo ha convertido en una máquina obediente y despiadada, un hombre de mármol dispuesto a matar para demostrar su fidelidad a una causa?
Toda esa construcción del entrenamiento de Mercader es puramente novelesca. Supongo que fue entrenado de esa manera, porque eran los métodos que practicaban en la época los órganos especializados de la Unión Soviética. Si en toda la vertiente de Ramón Mercader no hubiera existido la duda, la visión de la realidad habría resultado demasiado esquemática. Ramón, evidentemente, tenía que ser muy inteligente para poder vivir con tres, cuatro pieles a lo largo de su vida. Hablaba varios idiomas. Aprendía oficios en semanas. En la cárcel se hizo electricista con unos manuales de cursos por correspondencia, y era quien arreglaba todo lo que tenía que ver con electricidad en la prisión de Lecumberri. Creo que la inteligencia es una de las virtudes de los hombres, no la mejor en muchos casos, pero sí una cualidad que te obliga, por lo menos ante ti mismo, a dudar. La única explicación para que alguien inteligente esté defendiendo algo injusto es que, o no es tan inteligente, o se trata de un cínico. Y el cinismo sí es un elemento importante en la personalidad de Mercader.
¿Es posible que convierta a Caridad del Río en el personaje esencial de otra novela?
Ya estoy harto de esta historia. Necesito separarme de ella. Me ha costado cuatro meses escribir la primera línea de la siguiente novela de Mario Conde. En esta primera etapa, Conde empieza a caminar, sobre todo a emborracharse, y eso me va acercando a la trama. Esta nueva novela va a tener un pequeño componente histórico que me agrada mucho. Está relacionado con la presencia de los judíos polacos en Cuba. Este elemento me va a permitir que un personaje reflexione junto a Conde sobre la condición humana, sobre el papel del hombre en la sociedad, sobre el peso de la política en la vida de los individuos. Pretendo que cada novela de Conde a partir de ahora sea menos policiaca y sí más social, como en este caso, a pesar de que arranca con tres misterios paralelos. De pronto, será la que más elementos policiales tenga, pero se irán diluyendo poco a poco en toda esta meditación sobre la vida, el destino y la responsabilidad.
¿Qué le inspira la compasión hacia un personaje como Ramón Mercader, célebre por un acto de crueldad?
No, yo no siento compasión. Iván es quien lo cree. Para mí, Ramón Mercader es un imperdonable. A veces puede pensarse que la vida conduce a los individuos a determinadas posturas y que no les queda más remedio que aceptarlas. Pero creo que él pudo elegir. No fue de los que se vio obligado a aceptar. Y cuando eliges, ya eres responsable. De todas maneras, los veinte años de cárcel, la marginación que padeció tras el asesinato, sus meses finales, de un sufrimiento terrible, la forma en que terminó, pueden provocar un sentimiento de pena hacia este hombre, pero compasión no.
Augusto Monterroso confesó que cuando en los primeros meses de 1968 Mario Vargas Llosa le incitó a escribir sobre el dictador nicaragüense Anastasio Somoza padre, no lo pensó mucho para renunciar, por temor a meterse en el personaje, terminar comprendiéndolo y teniéndole lástima. ¿Cree que esto puede haberle llegado a pasar con Ramón Mercader, incluso con Trotski?
Siempre es un riesgo entrar en la humanidad de otra persona, llegar a entenderla, justificarla. Pero es un peligro que se mantiene en el nivel artístico. En el caso de Trotski, me identifiqué con él cuando su vida entra en encrucijadas muy difíciles, como la marginación que padece o la muerte de sus hijos. Ahí mantuve una relación de afectividad evidente con el personaje. Pero después me percataba de que Trotski era totalmente inhumano, y me alejaba. Un hombre con una dosis mayor de humanidad hubiera tratado de salvar lo que quedaba de sí mismo y de su familia. Pero él era un animal político, y solo podía actuar como tal.
Busca analizar y evaluar a través de la literatura, pero ¿en qué momentos se sorprendió juzgando las acciones de los personajes más conflictivos de El hombre que amaba a los perros?
Desde el principio. Son acontecimientos y actuaciones tan complejas, tan trascendentes en la historia del siglo XX, incluso en la historia nuestra como país, como sociedad, que no me quedaba más remedio que tal vez no juzgar, pero sí evaluar. Juzgar siempre te da la posibilidad de condenar; sin embargo, a la hora de evaluar, se pesan las actitudes, los actos de esas personas, se trata de ubicarlas en un contexto histórico, y ese entendimiento permite trabajarlos como personajes literarios, entenderlos como personajes históricos, pero a la vez, darles el espacio a la personalidad que tuvieron.
Hace unos años nos dijo que La novela de mi vida era el libro en el que había hecho todas las apuestas como escritor, intelectual y cubano. ¿Cuáles son las que ha hecho con El hombre que amaba a los perros?, ¿cuánto se diferencian y superan a aquellas?
Son las mismas apuestas hechas cinco años después, con más madurez, conocimiento, sentido de la historia; con más miedo literario, político, filosófico, pero también con más capacidad para poder convivir con ese miedo. Es un libro muy complicado desde todo punto de vista, un libro que puede traerme y de hecho me está trayendo muchas satisfacciones, pero también muchos problemas. Mas era la única forma que yo tenía de escribir esta historia. Si no la escribía de esa manera, no lo hacía nunca. Y el riesgo es parte de la literatura.
¿Cómo ha quedado Padura tras haberse sumergido en lo que Iván llama “las catacumbas de la historia”?
Mucho más sabio, desencantado, pesimista con respecto a la humanidad de los hombres y a la viabilidad de las utopías. Pero mucho más convencido de que es necesaria una utopía. La lección de la historia me deja totalmente anonadado ante la incapacidad del hombre para ponerla en práctica.
¿Por qué piensa que una novela tan devastadora como El hombre que amaba a los perros puede ser un aporte en la búsqueda de una nueva utopía?
Porque creo que las derrotas son importantes para que el ser humano aprenda. Las victorias no enseñan nada. Se celebran, se festejan, se construyen arcos de triunfo, se erigen estatuas, se convocan juegos florales. El Gran Aprendizaje viene de las derrotas, que nos enseñan a intentar no cometer los mismos errores. A pesar de que los seguimos cometiendo.
Siempre en Mantilla, noviembre 27 de 2009

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