Teodorovici: reír de hastío
Ricardo Guzmán Wolffer
Entre los autores contemporáneos rumanos sobresale Lucian Dan Teodorovici (1975) para quienes gustan del humor y la introspección. Con amplio quehacer literario y editorial, su novela Casta de suicidas lleva al divertimento más mexicano, dicen en el resto del mundo: el relativo a la muerte y sus muchas formas de llegar.
Las aventuras de los buscadores de la muerte son narradas por un hombre de mediana edad que inicia todos sus días con la peculiar actividad de pararse en el alféizar de una de las ventanas de su departamento, precisamente por estar en un quinto piso. El personaje central busca que, al estar en las alturas, pueda llegar “el impulso suicida” en el lugar y el momento adecuados. Cada tanto los vecinos o los peatones se afanan en convencerlo de regresar a su departamento, con los más diversos argumentos: unos aceptan ser engañados por su esposa, otros filosofan y todos se suponen salvadores de ese aparente desequilibrado: luego de conocer sus antecedentes, el lector supone con suficiente certeza que la autoinmolación es fingida.
A partir de esa supuesta pulsión mortuoria, escudriñamos la interioridad del involuntario humorista, quien lo mismo nos narra la forma despiadada en que su padre lo marcó al hacerlo sentirse un mentiroso fallido, como las divagaciones filosóficas que le brotan a la menor provocación. Pronto advertimos que, más que una real afinidad por la muerte, lo que quiere es quitarse el mortal aburrimiento que tiene por no trabajar y, aparentemente, no requerir ingresos para subsistir: “¿Acaso el aburrimiento conduce a la locura?”, se pregunta mientras busca cómo trascender en un mundo que apenas se entera de su existencia. Pero no es el único supuesto suicida.
Uno de sus escasos amigos también busca inmolarse: tiene relaciones sexuales pagadas con las mujeres más pedestres, bajo el discutible argumento de que en algún momento se contagiará de una enfermedad mortal. Además, argumenta estar realizando un acto artístico y que como el arte “está dedicado a la divinidad”, está legitimado para seguir con la cabalgata sexual. Luego de una serie de enfermedades venéreas, muchas con el mismo gonococo, decide cambiar el método, especialmente porque está sin trabajo y los ahorros no le dan para seguir con el sexo pagado. Y entonces intentará suicidarse bebiendo 10 litros de whisky. Bueno, falta que junte los 10 litros.
Parte de la eficacia humorística de este autor rumano es concientizar al personaje de su propia simpleza y cómo sus cortas miras lo llevan a la risa más básica; la de saberse impedido para una mayor comprensión de su realidad: “Hay momentos en la vida de una persona, panoli donde las haya, en los que paladea como un ignorante su estupidez, que considera terriblemente graciosa. Es más, hasta se pone a presumir de ella y a exhibirla ante los demás como si fuera un comodín realmente excepcional.” Pero es en esa demoledora conciencia, la de saberse tonto pero infelizmente vivo, donde sabemos que la muerte no habrá de llegar mientras la risa nos conmocione para agitar el cuerpo y renovarlo en cada aspiración. En esta peculiar parodia, Teodorovici nos plantea que el mundo mantiene una lógica interna que no puede ser desdeñada: como la complementariedad que existe entre él y el alféizar: él sólo podrá existir mientras siga en contacto con ese marco desde donde el mundo cobra sentido (como receptáculo del inexistente brinco) y, con claro escepticismo, argumenta la espera del impulso para saltar a la muerte, pero, más que por la caída y la colisión mortal, precisamente por no estar unido al filo de la ventana. El humor deriva de suponerse parte de la construcción y morir al desligarse del inmueble. De ahí su ridiculez asumida, pues si lograra recibir el impulso de lanzarse al vacío “sería glorioso”; sería ir en contra de la cotidianeidad basada en salir a la ventana a contemplar el paso del tiempo, suponiendo que podría saltar, cuando en su yo interno sabe que no lo hará. Y, explica, es donde las apariencias no sólo engañan, sino que condenan, especialmente a quien es expuesto y se sabe malinterpretado.
En medio de las peripecias que sorprenden al suicida falso, no puede faltar la divagación de Dios y la muerte. Narra sus dificultades al integrarse con los Testigos de Jehová y cómo éstos “habían inventado un Dios radicalmente opuesto al temible Dios al que yo me había acostumbrado: un Dios que, en la práctica castigaba un único pecado, el de no formar parte de los queridos creyentes que engrosaban las filas de los Testigos de Jehová”. Vive en el descontrol de saberse imposibilitado para tener una comprensión cabal de Dios, bajo cualquier religión, pero termina por darse cuenta de que, con Dios o sin Dios, la vida está a la mano, sólo basta tener la intención de hacer algo, lo que sea, para que el intento en sí sea una recompensa: se reprocha sus años de frustración sexual cuando comprende que, así como la vecina de mayor edad con quien ha sostenido una relación que sólo valora cuando ella se suicida por amor, hay muchas otras mujeres dispuestas a hacerle caso y sólo bastará que él haga un primer movimiento.
Aunque ha dejado la posibilidad de tener una vida en la fe, la que sea, el personaje supone que Dios “nos obsequió con el libre albedrío y acabó disfrutando de un montón de gags”. Para Lucian, el Dios verdadero es el espectador que se divierte con las ocurrencias de sus criaturas. Los hombres vivimos en la lupa de La Divinidad que paladea la broma que la vida misma es, pero que Le regocija. Y si no, nos manda “al diablo”.
Vivimos en el humor ofrendado a la intemporalidad, aunque los hombres no percibamos la broma; en algún lugar Dios se estará riendo de nosotros. Y en esta peculiar visión que justifica toda existencia, la vida y sus sinsabores cobran sentido.
Un autor donde los malabares verbales y las situaciones desternillantes no esconden una paródica apreciación filosófica que, sin embargo, puede confortarnos en varios niveles existenciales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario