lunes, 10 de junio de 2013

EL EFECTO MAGNÉTICO, Hermann Bellinghausen

El efecto magnético
Hermann Bellinghausen


T
ranscurrida cerca de una hora de oscuridad cuajada de estrellas fijas, y no pocas fugaces, la luna asomó brillante y grande. Ganaron densidad las siluetas de la fiesta de los Pérez a la luz de las antorchas. A poco, ya parido por los cerros, el astro colgaba del cielo. Era como de día, virado a un azul plata que flotara en el espacio intermedio entre los cuerpos. Fue cuando sacaron el trago. Hasta entonces sólo había guitarras y limonada. Circularon botellas de vidrio transparente. Por aquello del encargo que urgía y debía seguir manejando, traté de eludir el brindis. Ya parece. Pero luego que me hubieron recetado dos vasitos de veladora rebosantes de aguardiente, me dejaron de insistir.
Mientras la mujer me envolvía con su falda y un par de mascadas que se desamarró de la cintura, me comencé a preguntar de cuál de todos estos Pérez era esposa, o si ella era una Pérez y entonces cuál de esos individuos era el marido. Por lo demás, la composición familiar era evidente. Los abuelos en su butaquito, viendo y riendo, tranquilos. Un Pérez más patriarca en funciones, el que manejaba, debía ser padre de algunos de los chamacos y chamacas.
Dominados por la fuerza de la luna, no dejábamos de dar vueltas y yo no lograba contarlos ni distinguir bien. Bajaron unas tumbadoras del carguero. Aquello agarraba forma. El tiempo parecía no pasar, que no es lo mismo que detenido.
Me mareé. No, no es nada, dije al primer ¿te sientes bien? Gira que te gira al centro del corrillo con la mujer dándome vueltas en corto, di con el empeine en una roca firme que no vi, perdí pie, caí de lado en la arena, todos soltaron la carcajada y me sentí un idiota.
A mí lo tropical me cohíbe, será que en el altiplano somos más recatados, pero estos serranos de la costa eran contagiosos. Había que ver su entusiasmo, particularmente el de los niños, unos duendes maldosos; en esas latitudes la picardía se aprende en la cuna y la inocencia es un pájaro desconocido. Cuando recuperé la figura seguía rodeado. Unos ocho daban vueltas sin perder el ritmo. La mujer abandonó mi campo visual. No dilató mucho para reaparecer con un chiquito de dos años en los brazos y con él bailó, ya que tan poco le había durado yo, daba a entender con una mirada de reproche y haciendo trompita con sus carnosos labios. Los adultos restantes intuí que serían los hermanos Pérez, y el patriarca en funciones, el primogénito. Discretas y poco visibles, otras tres mujeres habían ido a prender un fuego, calentaban una olla y tiraban tortillas, levemente ajenas al jolgorio. Pronto comenzaron a asar pescado.
El círculo se amplió para incluir a los rezagados. Los abuelos dejaron sus butaquitos para eslabonarse. Me escurrí de la ronda en cuanto pude. Tumbadoras y guitarras se comportaban tan orgánicamente que podían pasar por personas. Necesitaba recuperar la cordura. ¿La qué? A veces las cosas, los objetos, deciden por nosotros en forma de aguacero, espinas en el desierto, viento que te arrebata el mapa de las manos, una piedra en el zapato, el celular que no conecta, la luna llena. Cómo algo que no es un animal, ni alguien, afecta nuestro destino. Para explicarlo inventamos religiones, establecemos leyes físicas, sacamos cálculos de probabilidades o nos entregamos al animismo puro, porque las cosas tienen vida, algún imán, una voluntad de travesura: las llaves que se pierden por su cuenta, los árboles que se desploman de repente.
La música (¿es cosa?) se alejaba. Qué le habrían puesto al aguardiente. A orillas de la carretera la fijeza de un zorro me miraba. Le hablé. El estruendo de las ranas en el pantanal costero resultaba ensordecedor. Una culebra cruzaba lentamente el asfalto. Un búho llenó deúes la atmósfera. Llegué al carro, lo abrí, me senté, tomé el volante, encendí el motor y las luces. Puros Pérez me volvió a decir el alegre letrero en la defensa del camión mientras viraba. Retomé el camino a mi encargo urgente con el alivio estoico de hacer lo correcto.
Avancé algunos kilómetros por la costa desierta. Ni una choza, ni un alma. Un zorrillo despavorido, otra víbora, un armadillo, dos iguanas de buen tamaño. La visibilidad era tanta que igual podía apagar los faros. Iba yo tan campante cuando sentí-escuché un chasquido, y el volante se fue de lado. Una llanta delantera. Tronó, obvio. Bajé echando pestes, recordé que la refacción venía ponchada. El neumático estaba roto por un fierrazo que hasta la sacó las cuerdas. Lo pateé con odio, y me lastimé el pie, claro. Varado frente al mar, en medio de la nada, la sierra a mis espaldas, la luna cada vez más alta e insolente, deduje que la única opción de ayuda consistía en volver a los Pérez, yo que ni me había despedido.
La noche era sideral. Nítida. Inquietante. Muy despierto el reino animal. Cangrejos, pelícanos trasnochados, sapos inmensos, más culebras (les encanta el asfalto en la noche), tecolotes, vacas insomnes. Perros no, donde no hay gente no hay perros.

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