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plagiado entre tedescosCervantes plagiado entre tedescos |
Ricardo BadaRicardo Bada
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Una buena manera de introducirnos en el asunto es decir que a Cervantes le salieron en la vida dos Avellanedas: uno en la propia España y otro en tierra de tedescos, y que de ninguno de los dos se sabe cosa alguna a ciencia cierta.
El compatriota se atrevió a continuar con una segunda parte las hazañas de Don Quijote, y el alemán tuvo la desfachatez de traducir Rinconete y Cortadillo a su idioma, “hinchando el perro” hasta casi el doble de su tamaño, trasladando su acción de las orillas del Guadalquivir a las del Moldava, y sin perder el tiempo en pequeñeces tales como darle crédito al autor de la historia original. Si bien es verdad que al final de su (¿su?) libro, hablando de Zuckerbastel –el nombre con que rebautizó a Monipodio–, deja caer las siguientes palabras: “(dessen Legenda gleichwol auch anderwärts in forma authentica beschrieben)”, significativo paréntesis en el cual admite que la leyenda de Zuckerbastel anda descrita ya en otras latitudes, y lo que es mejor: in forma authentica.
Y puesto que hablamos de rebautizos, comencemos por el título del que más que plagio es robo a mano armada, aunque esa arma fuese un simple cálamo: Historia von Isaac Winckelfelder und Jobst von der Schneidt, resultando bueno y conveniente mirar bajo la lupa los nombres de los protagonistas. Winckelfelder es un tetrasílabo que incluye el substantivo Winckel , “rincón”, mientras que Schneidt, en el segundo nombre, significa “corte”. Vale decir que el mero título configura ya una especie de solapado homenaje a los protagonistas del original cervantino.
Léase cómo arranca Rinconete y Cortadillo y compárese con el comienzo de su trasunto checo, si bien tengo que hacer previamente la advertencia de que lo traduzco trasladando a nuestros días la toponimia del lugar, por si el lector curioso quisiera buscarla en un plano actual de la ciudad:
“No lejos de la capital imperial Praga, a mitad de camino entre Chrustenice y la dicha ciudad de Praga, en el lugar donde comienza la subida a la colina arenosa, y del cual por el Nerudová Ulice se llega a la Malá Strana, encontráronse antaño en el verano, alrededor del día de Santa Margarita, cuando de todos modos la canícula es más fuerte, dos jóvenes vagabundos (de los que uno andaba aproximadamente entre los veintiuno y los veintidós años, y el otro, por las trazas, probablemente era algo más joven), ambos de robusta complexión y no del todo de un aspecto deshonesto, sólo que no andaban precisamente muy bien vestidos, a juzgar por su ropa, dispuesta más bien para el verano que para el invierno, pues ni el uno ni el otro llevaban capa. Los calzones del uno eran de fustán, y hechos unos sietes, y los del otro, de la pura mugre no se podía distinguir si eran de paño, cuero o lienzo. Las medias de ambos eran de piel, la misma que sacaron del vientre materno cuando vinieron al mundo. Y aunque ni el uno ni el otro iban descalzos, sus zapatos se hallaban de tal guisa estropeados y en tales condiciones, que por los del uno se le podían contar nueve de los dedos que hubieran debido cubrir, mientras que en los del otro el agua podía entrar y salir a voluntad por entre las suelas.”
Las primeras 118 palabras del original de Cervantes se han multiplicado hasta las 214 del “original” (no de mi traducción) de maese Niclaus Ulenhart, que así se hizo llamar el autor de tamaño desafuero. A tenor de este ejemplo, creo que queda claro el procedimiento mencionado líneas atrás, que en lenguaje periodístico llaman “hinchar el perro”, y yo, bastante más melómano que zoófilo, “transcripción para acordeón”.
Resulta curioso advertir que en el prólogo de su atropello, el tal Niclaus Ulenhart deja caer que una de sus intenciones, y no sólo eso, sino la más noble, es ésta: que aquellos de sus lectores que tuviesen el propósito de visitar el extranjero, y en especial quienes fueran enviados por sus padres a Francia, Italia, España, los Países Bajos o Inglaterra, y debiesen pasar algún tiempo en sus grandes ciudades, dispusieran pues, con su “Tractat” (así es como lo caracteriza, como si fuera un Wittgenstein avant la lettre), de una especie de vademécum para defenderse de las cortes de los milagros, las óperas de los mendigos y los patios de Monipodio. Y ahí está el detalle, según diría el insigne filósofo Mario Moreno: ese buen Niclaus Ulenhart no se priva de enlistar las ciudades a las que se refiere. Y que son, a saber: “París, Venecia, Nápoles, Madrid, Sevilla, Lisboa, Bruselas y Londres.” ¿Se esconde otra referencia/reverencia críptica a Rinconete y Cortadillo en esa “Seviglia” de que nos habla?
Sea como fuere, en esta relación de las ciudades donde sería bueno haber leído las aventuras de los compadres Winckelfelder y Schneidt, también se cuenta Lisboa. Y héte aquí que en 1682, pasados sesenta y cinco años de la aparición del libro de (¿de?) Niclaus Ulenhart, hubo otro plagiario también oculto tras la máscara de un singular seudónimo, La Zelande, que publicó una colectánea de historias de pícaros... y entre ellas la de Winckelfelder y Schneidt, sólo que jibarizada en una séptima parte y ubicada en Lisboa. Pero con más desvergüenza que Ulenhart, porque éste, al menos, se preocupó de convertir el “color local” sevillano en praguense, mientras que La Zelande entró a mansalva en el texto de Ulenhart y le propinó costumbres y usos praguenses a los lisboetas. Como si no tuviesen bastante desgracia con el fado...
Rastrillando archivos, y ya casi a punto de concluir este artículo, me cae ante los ojos una crónica fechada el 6/IX/2004 por el corresponsal de un diario de Colonia, enviado a reportar de la masacre de Beslan, en el Cáucaso: “La escuela es puro escombros. Delante de la destrozada puerta de su biblioteca está un ejemplar de Don Quijoteacribillado a balazos junto a los consejos de Lenin a los niños.” Y me digo que mejor acribillado a plagios en las imprentas de Augsburgo, que a tiros en la dizque cuna de la Humanidad.
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