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La venganza hace buena literatura. No hay como un ajuste de cuentas —¿y quién no tiene una puntualización que hacer a su pasado, a la vida?— para narrar sin concesiones no lo que fue, sino lo que debió haber sido. Sufrimos para narrar nuestras penalidades, dice Homero, y en el camino corregimos los errores que comete la vida. Se podrían añadir otros elementos: Melville, Conrad, Highsmith y Dumas nos han enseñado que cuanto más se aplaza la venganza, la historia narrada es mejor. De modo que el tiempo, el cálculo y la mala voluntad con un pasado, sobre todo el nuestro, suman puntos para que el relato se vuelva deleitable y necesario: un acto de justicia poética. La buena pluma influye, por supuesto. Pero eso lo doy por sentado en el caso de Vicente Leñero.
Escribo esto y mientras lo hago me digo que lo estoy haciendo para mí. Es probable que al terminar esta nota no tenga la forma ortodoxa de una reseña. Es más bien una suerte de lección que me obliga a pensar por qué desde que Leñero escribió Gente así tengo la impresión de que encontró o fue encontrado, más bien, por su estilo. Ya sé que es el autor de Los albañiles, esa obra emblemática que ganó el Premio Biblioteca Breve en el tiempo en que ese premio lo ganaban los autores del Boom. Y que con Julio Scherer en Proceso refundó para siempre el sentido de lo que es hacer periodismo en un país como éste. Y que es uno de los mejores, por no decir el último mohicano del guionismo a la antigua, es decir, el autor de un guion escrito por un sujeto a dos manos y no por un coro griego en que el empresario, el productor, el director, el camarógrafo, los mecenas, los actores y hasta un grupo de voyeurs intervienen en lo que muchas veces acaba siendo un diálogo de sordos… de excelente factura fílmica. El callejón de los milagros es un guion maestro; una de las mejores pruebas de que una novela puede trasladarse al cine y convertirse en una obra distinta, autónoma y perfecta. Leñero es dramaturgo y es un gran cronista. Pero el autor que me importa a mí es el que se ha decidido por escribir historias basadas en casos reales en las que fusiona las herramientas del periodismo, el ensayo y la ficción. Él lo llama “autoperiodismo”. Lo hace quizá para defender ese último espacio irreductible en que al situar el yo como sujeto protagónico, puede “faltar” al sacrosanto deber de consignar por encima de todo y ante todo el hecho tal como ocurrió. Aunque desconfío y al mismo tiempo me fascino con las nomenclaturas, el término me gusta, porque al incluir la autobiografía el autor habla de la conciliación ineludible entre realidad y ficción.
Ya en Gente así hacía referencia a varios acontecimientos “reales” en el imaginario popular, cuyo desenlace inesperado se volvía perfectamente posible gracias a la maestría de lo narrado: la existencia de una supuesta novela inédita de Juan Rulfo, La cordillera, en el que develaba las causas de su misterio. O un encuentro ajedrecístico que fue muy sonado y al que acudieron, entre otros —parece increíble— los hoy fallecidos y muy entrañables Luis Ignacio Helguera, Daniel Sada y Marcel Sisniega. En ese relato excepcional, “La apertura Topalov”, se perpetuaba la venganza de un campeón de ajedrez, Vesilin Topalov, antes alumno de Leñero, a quien el escritor había hecho trizas en uno de los talleres literarios que impartía. El tema del maestro que destroza reputaciones y debe luego pagar por ello aparecía de distintos modos como una inescapable carga del oficio de quien por ayudar al aspirante a escritor se convierte sin remedio en su verdugo. Sus relatos afincados en lo que se llama “dato duro” terminaban con algo fantástico, producto de la pura invención. Hechos que gracias a la depurada técnica y a la naturalidad de los diálogos se volvían más reales que lo real y traicionaban al periodismo por fidelidad a la literatura. Cuentos magníficos que me hicieron pensar: qué bueno que Leñero decidió escribir esta falsa crónica de nuestros días.
Hoy, con Más gente así celebro que se haya seguido de filón, escribiendo ahora momentos de su falsa (o real) autobiografía. Ágil, tragicómico y con muy mala leche consigue retratos de una sociedad con más de dos caras, donde el gerente del periódico “de la vida nacional” puede hacerte miembro del honorable consejo editor y robarte unos grabados, al mismo tiempo. O donde Carmen Balcells, la agente literaria que engordó su cuenta bancaria y su humanidad gracias a la pluma de García Márquez y de Vargas Llosa, pasa sus días sonriendo a Leñero siempre, y siempre cortejándolo, sin promoverlo, en un ejercicio dancístico digno del mejor Freud.
En una entrevista hecha por cuenta de Proceso, a petición de Julio Scherer, Leñero se las ve con un autor de la talla de Graham Greene, quien se niega a responder al periodista católico porque al decir del autor de El poder y la gloria “los periodistas católicos no me preguntan de literatura, de mi literatura, me preguntan de teología, de metafísica, del Vaticano… o de mi fe, como usted”. Buscan el amarillismo; la nota. Sospecha que Leñero va tras el titular: “Graham Greene perdió la fe”. La entrevista que Greene no concede, pues le indigna el quehacer periodístico (que él mismo ejerció) y a la vez concede, porque en su diatriba habla de los temas que a Vicente Leñero más le interesan, es otra prueba de la maestría con que puede convencernos de que algo que no ocurrió… o tal vez sí. Y de paso nos sitúa en el momento estético en que esto ocurría, una época en que Greene era menospreciado por la crítica latinoamericana (salvo por García Márquez, que no sólo fue un autor excepcional, sino un lector de excepción).
Los motivos literarios en los que autores, lectores y personajes se dan cita aparecen en varios relatos. En “¿Quién mató a Agatha Christie?”, Poirot se permite enjuiciar la obra de su creadora al tiempo que decide que su vida (la de Poirot) es un desastre y su carrera profesional como detective un fracaso. Que él mismo es pedante, un ser insoportable, un simple monigote que se presenta como una máquina deductiva. Se siente acomplejado frente a otros profesionales de su ramo como Maigret, de Simenon, o Philip Marlowe, de Chandler. Su existencia inútil es culpa de la mediocridad de su autora, quien tuvo más ingenio al construir a Miss Marple. El viejo asunto pirandelliano y la idea del creador que frente a sus criaturas, en el mejor de los casos, según Borges, se divierte, construyen laberintos donde se dan cita diálogos y asuntos que sólo el lector avezado puede desentrañar.
Hay otros personajes absolutamente desconocidos, incluso para su autor. Su madre, por ejemplo. Ese enigma a través del que el autor trata de encontrar un punto en común. El hijo que nunca vio a su madre besarse con su padre; que no recibió caricias (aunque tampoco pellizcos ni nalgadas) de ella; a quien un día él le obsequió un par de peinetas y ella le respondió: “ya tengo”. Una madre que le dio “leche, no miel”; que le brindó “su presencia, no los latidos de su corazón”, y en la que ahora, en la vejez, se descubre como ella.
Desde que Tom Wolfe inventó aquello de “no ficción”, como si tal cosa fuera posible, convenció con más o menos éxito a muchos de que de verdad es posible separar espacios, géneros, hablar de una memoria no construida; creer en las identidades fijas. Pero en una época nómade como la nuestra me parece que es ahí donde radica —tema que dejo para otra ocasión— el centro del debate.
Me gusta que un periodista que cree en las diferencias tajantes entre un género y otro haya escrito estos dos volúmenes. Porque a través del ocultamiento de técnicas urdidas a lo largo de una vida destinada a la literatura, demuestra no sólo que la gente “es así”. Sino que si él se lo propone, hay más, mucha más gente así.
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